ORDEN PÚBLICO

Así va la guerra cuando la mayoría habla de paz

Mientras en Cuba se habla de paz, en Colombia la guerra no cesa. La nueva estrategia militar del gobierno ha dado duros golpes a las Farc, pero los retos son extraordinarios. SEMANA recorrió varias de las regiones donde arde la confrontación.

13 de enero de 2013
Un helicóptero artillado sobrevuela la represa de Urrá. En la vasta región, la Fuerza de Tarea Conjunta del Nudo de Paramillo enfrenta desde hace tres años a varios frentes de las Farc y al cultivo de coca.

De pie junto a un inmenso mapa, una ardiente mañana de junio en Montería, explicando cómo los 4.000 hombres bajo su mando persiguen a 400 guerrilleros por las vastas soledades del Nudo de Paramillo, el general Juan Bautista Yepes encarna tanto los profundos cambios que han introducido los militares en su estrategia para enfrentar a las Farc, como la magnitud de los retos que encaran en la nueva fase en la que ha entrado el conflicto armado en Colombia.

El general Yepes comanda una de las diez fuerzas de tarea conjuntas que son la punta de lanza del nuevo plan de guerra que el gobierno lanzó contra las Farc hace casi exactamente un año. Al frente de una operación que combina Ejército, Armada, Fuerza Aérea, Policía Judicial y pequeños grupos de asalto, la Fuerza de Tarea Conjunta del Nudo de Paramillo tiene la misión de perseguir en un área de 27.000 kilómetros cuadrados lo que queda de los frentes 5, 18, 58 y 36 y la columna Mario Vélez de las Farc, además de un grupo del ELN, y sus redes de apoyo.

La quebrada y poco habitada región entre Urabá, el sur de Córdoba y el bajo Cauca antioqueño es una versión en miniatura de cuánto ha cambiado el conflicto armado en Colombia.

La fuerza de tarea aquí no es nueva. Se creó a fines de 2008 para entrar a la que era en ese momento una de las fortalezas de las Farc, con una operación que se denominó Medusa. Entonces, inteligencia militar contaba 1.300 guerrilleros que se movían a sus anchas en un amplio triángulo entre Apartadó, Mutatá, Dabeiba, Ituango, Tarazá y las montañas del sur de Córdoba. Menos de una década atrás, la región había sido escenario de algunos de los golpes más fuertes que sufrieron las Fuerzas Armadas, como el ataque a Dabeiba, en octubre de 2000, en el que murió más de medio centenar de militares. También la asolaron los paramilitares hasta que se desmovilizaron en 2006. Entre todos los fuegos, la población civil ha pagado un alto precio en masacres, asesinatos selectivos, desplazamientos y toda clase de violencias.

Desde entonces, la situación militar ha dado un vuelco dramático a favor del Estado. “En estos cuatro años las Farc perdieron su poderío aquí”, dice el general, quien afirma que quedan unos 440 guerrilleros. Lo que era un poderoso bloque quedó reducido a algunos frentes. Las Farc perdieron control territorial, no volvieron a atacar pueblos y viven bajo la constante amenaza de ataques aéreos, como el bombardeo al filo del año nuevo en el que murieron 13 integrantes del frente 5, en Chigorodó.

Esa contundente ventaja estratégica no ha significado, sin embargo, el fin del conflicto. Las Farc se han replegado hacia los lugares más inhóspitos del Parque Nacional Paramillo, la reserva natural que cubre buena parte de la zona. Allí, desde las serranías de Abibe, San Jerónimo, Ayapel y Urama, siguen activas. Esa zona es parte del cinturón cocalero que del sur de Córdoba llega hasta el Catatumbo, pasando por el Bajo Cauca y el Sur de Bolívar y las Farc hacen presencia en las zonas de cultivo, donde siembran minas que han afectado mucho a la población local y a los grupos de erradicadores que la fuerza de tarea desembarca regularmente en el corazón del parque en el que, según los militares, hay aún unas 2.200 hectáreas de coca.

En las paredes de la sede del Estado Mayor de la Fuerza de Tarea, en la represa de Urrá, cerca de Tierralta, Córdoba, cuelgan las fotografías de 168 miembros del frente 58, identificados y en uniforme, muchos con una equis roja que indica que murieron o fueron capturados (110 quedarían activos). Cada “resultado”, como llaman los militares a estas acciones, es arduo y se consigue tras no pocos intentos fallidos.

A medida que uno va estrechando y quedan más poquitos guerrilleros, se nos dificulta. Es como buscar una aguja en un pajar: 4.000 hombres de la fuerza de tarea y vaya busque a diez tipos”, dice uno de los oficiales. La topografía es muy difícil y todo movimiento demanda helicópteros y una compleja logística. Uno de los énfasis es que los guerrilleros se desmovilicen: se hacen programas radiales y perifoneos nocturnos desde el aire para promoverla. Desmovilizados protegidos por los militares juegan un importante papel de inteligencia contra sus antiguos compañeros. Pequeños grupos de fuerzas de élite desembarcan de noche para hacer ataques tipo comando contra objetivos identificados.

El parque natural se traslapa con cuatro resguardos en los que habitan 440 familias indígenas y tiene nueve zonas ocupadas por otras 2.200 familias campesinas. Desde el asesinato de su subdirector, Jairo Varela, a fines de 2011, presuntamente a manos de las Farc, la Unidad de Parques no tiene oficina en el parque y sus funcionarios lidian, desde Tierralta, con los efectos de la tala y la minería ilegales. E intentan, desde hace tiempo, convencer a los habitantes de relocalizarse fuera del territorio del parque, en un plan que costaría al menos unos 120.000 millones de pesos.

Los militares alegan que los guerrilleros, en pequeños grupos y de civil, se esconden entre la población cuando se hacen operaciones en su contra. Algunos habitantes, temerosos, piden no citarlos y se quejan de que, aunque no pueden evitar que la guerrilla se instale en sus comunidades, cargan el estigma de ser “colaboradores”. Aunque las quejas por abusos oficiales son escasas, la desconfianza de la población es uno de los grandes retos que enfrentan las Fuerzas Armadas aquí. Intentan superarla con brigadas de salud, reparación de escuelas y otras actividades de tipo social, en lo que denominan “acción integral”, y con nueve emisoras de radio que transmiten ritualmente a la región el mensaje oficial. La política de consolidación, con la que supuestamente debe acompañar el Estado el esfuerzo militar en esta zona olvidada y en guerra, no despega.

Cambio estratégico

La situación del Paramillo es emblemática de lo que, guardadas las variaciones sociales, geográficas y culturales, ocurre en otra decena de regiones del país en las que está en plena marcha la nueva estrategia militar oficial.

A fines de 2011 el gobierno entendió que el conflicto había cambiado. Ante la sostenida ofensiva de la seguridad democrática, las Farc sufrieron golpes irreparables. Al tomar el mando, a fines de 2008, Alfonso Cano asumió que su única salvación era regresar a la guerra de guerrillas: las Farc se replegaron a sus áreas históricas y desde allí resistieron en pequeños grupos, de civil, con hostigamientos, explosivos, minas y francotiradores. Perdieron sus jefes más importantes y fracasó su plan estratégico de copar la cordillera oriental y rodear a Bogotá, como lo señala el general Sergio Mantilla, comandante del Ejército. El cambio en su accionar hizo poco a poco menos efectiva la estrategia militar en su contra. Se siguieron cobrando los llamados “objetivos de alto valor”, que llevaron a la muerte en bombardeos del Mono Jojoy y del propio Cano, en 2010 y 2011, pero creció el número de atentados y acciones de pequeña escala de la guerrilla.

El gobierno de Álvaro Uribe no cambió su estrategia. El de Juan Manuel Santos, finalmente, con más de dos años de retraso, buscó adaptarse. Justo en el momento en que comenzaban conversaciones secretas de paz con las Farc en Cuba, en febrero de 2012, los militares culminaban una revisión estratégica que los llevó a lanzar un nuevo plan de guerra denominado “Espada de Honor”. Estudiaron lo que llaman el “sistema rival”, asumieron que la liquidación militar de las Farc, el célebre “fin del fin”, era inviable y adaptaron su estructura a las nuevas condiciones del conflicto.

Determinaron enfocar esfuerzos en las zonas más importantes de las Farc, las llamadas “áreas base”, en las que esa guerrilla tiene una larga historia y a las que se ha replegado. Replicaron, adaptándolas, experiencias como la del Paramillo. La punta de lanza de la nueva estrategia fue la creación de nuevas fuerzas de tarea conjunta para quebrar la voluntad de combate del adversario en el Catatumbo, Arauca, norte del Cauca y Nariño, que se sumaron a las que operaban en Meta-Caquetá y el sur del Tolima (ver mapa). Otras deben entrar a funcionar en Perijá, Vichada y Putumayo.

Como lo describe el general Alejandro Navas, comandante general, de las Fuerzas Militares, la meta es reducir en un 50 por ciento la capacidad operacional de las Farc para mediados de 2014. Para ello, el esfuerzo se concentra en sus estructuras más fuertes y en bastiones a los que raramente llegaba la fuerza pública. Sin abandonar la búsqueda de sus máximos comandantes, los jefes de frente y de segundo o tercer nivel se declararon objetivos prioritarios. Igual énfasis se puso en las redes de apoyo logístico y, en consecuencia, en las capacidades de la Policía Judicial, que ahora acompaña todas las unidades. Un gran esfuerzo para que la inteligencia se haga conjuntamente está en curso, no sin traumatismos por los celos entre las fuerzas.

La estrategia es diferenciada, atendiendo a las especificidades de cada región, pero los desafíos que enfrenta esta nueva campaña, tanto militares como de otros órdenes, son similares, como lo pudo comprobar este corresponsal en otros recorridos a lo largo de 2012 por el Catatumbo, el Cauca y el sur del Tolima.

Otros ‘teatros’

A casi 1.000 kilómetros del Paramillo, otro ‘teatro de operaciones’ es la cordillera central. Aquí, desde el punto de vista militar, la campaña es clara e integra dos fuerzas de tarea conjuntas. Una de ellas, Apolo, comandada por el general Jorge Humberto Jerez, viene intentando empujar al frente 6, la columna Jacobo Arenas y otras formaciones de las Farc desde el sur del Valle y el norte del Cauca hacia las alturas de la cara occidental de la cordillera central.

Al otro lado de la cordillera, en el sur del Tolima, la fuerza de tarea Zeus (la misma que obligó a Alfonso Cano a salir del cañón de Las Hermosas y desplazarse hacia el sur y luego a la cordillera occidental, donde murió), viene haciendo algo similar. Según su comandante, el coronel Zamir Trujillo, sus 3.500 hombres están detrás de los 200 integrantes que él calcula le quedan al Comando Conjunto Central en la región, con sus frentes 21 y 66 y otras unidades de las Farc. Esta fuerza de tarea lleva casi tres años en el sur del Tolima y ha recuperado el control de los cascos urbanos y sus alrededores en una zona donde las Farc están desde su nacimiento, de Marquetalia a Gaitania o Planadas. Hoy los guerrilleros están reducidos a las zonas más altas del lado oriental de la cordillera, aunque mantienen redes de apoyo en algunos pueblos.

No ocurre lo mismo en el norte del Cauca, la región más poblada, en la que han sido más evidentes las dificultades de una estrategia predominantemente militar para encarar el conflicto. Así lo mostró la rebelión que los indígenas Nasa protagonizaron en julio, cuando hastiados de ver sus pueblos en medio del fuego cruzado, expulsaron a la guarnición militar del cerro Berlín, frente a Toribío, e intentaron prohibir a las Farc el acceso a sus territorios, poco después de una visita del presidente Santos. La fuerza de tarea Apolo tiene apenas unos cuantos meses en operación y sería apresurado atribuirle las dificultades de una región en la que el sargento Pascuas y sus hombres del frente 6 llevan casi medio siglo y en la que el abandono estatal y los atropellos contra los indígenas vienen desde la época de la Colonia. Pero la cuestión indígena en el norte del Cauca ha puesto de presente de manera dramática el que es quizá el principal desafío que enfrenta la nueva estrategia militar del gobierno: la inmensa dificultad de ganarse ‘los corazones y las mentes’ de la población civil en las zonas donde operan las fuerzas de tarea conjuntas.

Esto es evidente también en el extremo opuesto del país. En el Catatumbo, desde los funcionarios hasta los propios militares y la gente común, reconocen, como dijo uno, que “hay una resistencia muy fuerte de las comunidades a la fuerza pública”. El general Marco Lino Tamayo, comandante de los cerca de 7.000 hombres de la fuerza de tarea conjunta Vulcano en la zona, es optimista. “La gente ha sufrido mucho por las autodefensas y por las Farc. Después de años, no abre la puerta completamente sino a poquitos”, dijo a este corresponsal. Aunque los uniformados se reúnen con la población y hacen obras y actividad social, esa desconfianza no cede.

A la complejidad de una inmensa zona selvática y montañosa, el esfuerzo militar en el Catatumbo suma la de estar junto a la frontera de Venezuela, donde las Farc y el ELN han encontrado refugio y respiro. La coca domina la economía de la región, que exhibe una situación social inenarrable. Las carreteras están repletas de cráteres y en invierno son pantanos intransitables. Artefactos explosivos que la guerrilla siembra al paso de las patrullas militares y ataques con cilindros como los que han tenido lugar en El Tarra o Las Mercedes mantienen a la población en la zozobra. Los profesores de los colegios renuncian, los alumnos desertan. No hay un fiscal ni un puesto de salud decente en los pueblos. A falta de presupuesto, las comunidades mantienen como pueden las vías con contribuciones de los conductores. La guerrilla cobra extorsión a los negocios en La Gabarra, censa a la gente y regula su circulación en las zonas rurales. El parque Catatumbo-Barí pasó buena parte del año pasado sin funcionarios, pues la guerra se ha desplazado cada vez más adentro del santuario natural. Salpican la región estaciones de Policía que parecen sacadas de una guerra regular, casas semidestruidas y calles cuyos habitantes abandonan sus casas cada vez que hay un enfrentamiento.

Un elemento potencialmente explosivo es el de las capturas. Cada fuerza de tarea cuenta con los llamados grupos operativos de investigación criminal (Gruoic), con personal del CTI de la Fiscalía. Pese a ello, en junio una operación en el Cauca, en la que fueron detenidos más de 40 civiles acusados de pertenecer a las milicias de las Farc –entre ellos un líder indígena y otro afrocolombiano protegidos por la Corte Interamericana– revivió el fantasma de las capturas masivas de los tiempos del presidente Uribe. Si a los militares se les va la mano al combatir las redes logísticas y de milicianos de las Farc en los pueblos, pueden echarse en contra a la población, que se siente injustamente estigmatizada.

Resultados y desafíos


En los rígidos términos con los que los militares miden la guerra, la nueva estrategia exhibe resultados. Las fuerzas de tarea conjuntas reportan cerca de un 40 por ciento de las desmovilizaciones y capturas y más de 60 por ciento del total de muertes de guerrilleros en combate (ver gráfico), la inmensa mayoría, de las Farc. Más contundente aún, el giro hacia enfocarse en las estructuras más fuertes de esa guerrilla ha llevado a que en 2012 murieran en bombardeos lanzados por los militares o la Policía 24 jefes de frente y de segundo nivel de las Farc y cerca de 150 guerrilleros. Como lo ha dicho Juan Carlos Pinzón, ministro de Defensa, esa suma, en un solo año, no tiene precedentes.

El pie de fuerza se está aumentando en 5.000 soldados (y 20.000 policías), que permiten crear nuevas brigadas móviles y batallones viales y energéticos para cuidar infraestructura. Se están adquiriendo helicópteros y tecnología de inteligencia y se planea hasta el desarrollo de Drones (aviones espía no tripulados) criollos. Del impuesto al patrimonio hay 7,2 billones de pesos para invertir en esos desarrollos.

Las Farc, por su parte, protagonizaron emboscadas y ataques en los que perecieron no pocos militares y policías: en Arauca, en marzo (11 militares muertos); en la vía Medellín-Quibdó (9); en La Guajira (12); en el Valle o el Putumayo, en octubre (6 policías y 5 soldados muertos, respectivamente), entre otros. Y pusieron en varios pueblos bombas que conmovieron al país, como la de Tumaco, en febrero, que mató cuatro policías y nueve civiles e hirió a 70 personas. Siguieron aumentando la extorsión y las voladuras de oleoductos y casi duplicaron el número de retenes y ataques a instalaciones militares y policiales.

En el balance oficial, entre enero y octubre de 2012, las fuerzas armadas perdieron 336 hombres y tuvieron casi 2.000 heridos, en tanto que 353 integrantes de las Farc murieron en combate. Cifras que no solo muestran lo duro de la confrontación aun en esta etapa de ‘baja intensidad’ del conflicto armado, sino que nada dicen de sus principales víctimas: los civiles en esas regiones que son teatros de guerra. Allá, lejos de la Colombia urbana y moderna, indígenas y campesinos llevan todo el peso del conflicto sobre sus espaldas, en medio no solo de todos los fuegos sino de una situación de abandono estatal e inequidad social que llevó al Dane, hace unos días, a calificar al Cauca como uno de los tres departamentos más pobres del país.

“Todo esto requiere una acción de Estado, no de guerra, muy fuerte para atenderlo”, sentencia un veterano historiador en Ocaña que, aunque está desde hace unos años al margen del impacto directo del conflicto en el Catatumbo, ha recibido el mar de sus desplazados.

Esa acción del Estado, no solo de sus Fuerzas Militares, está pendiente hace décadas en estas zonas y, por ahora, ni los planes de consolidación la han traído en serio (según el ‘semáforo’ de la consolidación, esta no invierte en las zonas en rojo, que están en proceso de recuperación, sino solo en las amarillas, en transición, o en las verdes, recuperadas).

En algunos lugares, los militares intentan suplirla. En el sur del Tolima cuentan con unos 30.000 millones de pesos para invertir en carreteras, proyectos productivos o brigadas de salud, dentistería, peluquería y zapatería que se hacen en las veredas, y el coronel Trujillo muestra el inventario de lo que se ha hecho y lo que se planea. Pero el déficit no solo es de décadas y revertirlo cuesta mucho, sino que de acuerdo a un reciente análisis de Adam Isacson, de la ONG estadounidense Wola, la llegada del Estado mediante los planes de consolidación estaría perdiendo ritmo a favor de una estrategia contrainsurgente más clásica.

Esa no es una muy buena noticia para pueblos como El Tarra y La Gabarra, las comunidades embera del Paramillo, los indígenas de Toribío y Jambaló o los campesinos de las estribaciones de la cordillera central en Ataco y Río Blanco. Ciertamente, el conflicto armado ha cambiado profundamente. Ya no tiene la escala de antes ni afecta a los sectores urbanos como en tiempos de las ‘pescas milagrosas’. Pero sigue haciendo estragos entre decenas de miles de los más pobres y olvidados habitantes de Colombia. Y, si en Cuba no se logra un acuerdo de paz, los seguirá causando.