TIERRAS
El dilema de la compra de tierras. ¿Cómo trazar los límites?
El país no ha definido todavía cuánta tierra pueden comprar los extranjeros. Hay que encontrar un equilibrio entre agroindustria competitiva, seguridad alimentaria y mano de obra campesina.
Uno de los debates más importantes del mundo comienza a ambientarse en Colombia. Se trata de la compra de tierras por empresas foráneas. La semana pasada, la Comisión Quinta del Congreso aprobó un proyecto de ley radicado por el senador de La U Juan Lozano que busca salvaguardar la seguridad alimentaria del país y evitar que los extranjeros acaparen tierras. Dos semanas atrás, el gobierno había radicado otro proyecto sobre la materia pero con diferente enfoque: propiciar la inversión extranjera con controles. Lo más probable es que el año entrante ambos proyectos se discutan conjuntamente.
Este fin de año en el Congreso se han discutido tres iniciativas que buscan ponerle reglas de juego claras a las empresas extranjeras que quieren comprar tierras. Como rara vez sucede, el senador Jorge Robledo, del Polo, estaba en sintonía con dos senadores de la Unidad Nacional: Hernán Andrade, del Partido Conservador, y Lozano. Robledo y Andrade habían radicado sendos proyectos de reforma constitucional; el senador del Polo, para impedir que los extranjeros adquieran tierras en Colombia, y el conservador, para limitar el tamaño de esas extensiones. Sin embargo, los dos proyectos quedaron noqueados luego de que el ministro de Agricultura, Juan Camilo Restrepo, se opuso radicalmente a las iniciativas. En criterio del gobierno, las propuestas sacaban a sombrerazos la inversión extranjera y una regulación sobre la propiedad de la tierra no debe hacerse por la vía de una reforma constitucional, sino de una ley ordinaria. El ministro, incluso, en uno de los debates llegó a decir que algunas iniciativas eran demasiado radicales y hasta concidían con las propuestas de las Farc.
Sus declaraciones provocaron la reacción airada de los congresistas, quienes le pidieron moderación pues no entendían cómo el interés de proteger un recurso estratégico para la producción de alimentos –y limitado–, como es la tierra, fuera descalificado con ese argumento. No obstante, con el paso de los días el debate se aclimató y los parlamentarios (incluido Robledo, quien está en la oposición) y el ministro llegaron a una salida salomónica: decidieron aprobar el proyecto de ley de Lozano, que acaba de pasar en la Comisión Quinta, y juntarlo con el proyecto del gobierno el próximo año.
El tema es tan estratégico como polémico. Pero para abordarlo es necesario despojarlo de ideologías y prejuicios y verlo en el contexto de un mundo globalizado y competitivo. La nuez del proyecto de Lozano también es limitar la extensión que pueden comprar los extranjeros (hasta el 15 por ciento de la superficie rural de un municipio). Y su espíritu es proteger la seguridad alimentaria del país. Por su parte el proyecto radicado por el ministro Restrepo no fija límites, pero sí considera que la inversión extranjera debe cumplir unos requisitos. Por ejemplo, debe promover que se diversifique la producción y además generar empleo en el campo. Además, tiene por objetivo evitar “la apropiación indiscriminada de terrenos rurales con propósitos especulativos”, según reza el artículo 4. Aunque los dos proyectos están inspirados en miradas distintas del mismo problema y seguramente habrá posiciones encontradas, “al final, lo más probable es que lleguemos a una solución mixta”, dijo Lozano.
Pero, ¿qué es lo que ha pasado para que de un momento a otro, congresistas de la oposición, de la Unidad Nacional y el propio gobierno aborden la discusión?
El debate sobre la compra de tierras está a la orden del día en el mundo. India, China, Estados Unidos, Malasia, Emiratos Árabes, entre otros países, han comprado o alquilado vastas extensiones de tierra en países de África, América Latina y del sureste asiático. Según el informe Transacciones transnacionales de tierra para agricultura en el Sur Global, en los últimos 10 años se han cedido alquilado o vendido más de 200 millones de hectáreas. Eso equivale a comprar buena parte de Europa. Este proceso se aceleró desde 2008, como consecuencia de la crisis alimentaria que sufrieron varias naciones. Los países emergentes saben que la tierra es un bien limitado, de alto valor estratégico para producir comida, energía y minerales. Pero no solo han sido los gobiernos los interesados en las parcelas del mundo, cuyo fin es abastecer a sus connacionales; entidades financieras han adquirido predios con fines especulativos, pues representan un retorno seguro a largo plazo.
El problema, según lo han advertido la ONG Oxfam y la FAO, es que la extranjerización de la tierra entraña un peligro para la seguridad alimentaria de los países que venden, pues los somete a importar la comida. Además, las grandes ocupaciones de tierra tienden al monocultivo que no solo impactan la calidad del medio ambiente (ríos, suelos y diversidad biológica) sino que por tratarse de procesos de producción mecanizados generan muy pocos empleos.
Por estas razones, en la región, Argentina y Brasil se adelantaron a poner límites a la compra de tierras, y en Bolivia y Uruguay se discuten propuestas en ese sentido (ver recuadro). En Latinoamérica están cuatro de los siete países en el mundo que cuentan hoy con tierras cultivables aún sin explotar. Entre esos países está Colombia, dueño del 7,5 por ciento de ese territorio disponible (21 millones de hectáreas).
Ahora que el país está trenzado en un debate por la soberanía sobre sus mares, más allá del chauvinismo con el que han sido calificados los intentos de proteger la propiedad nacional de la tierra, la discusión no es un tema menor.
En un país donde la propiedad rural es un complejo galimatías, donde se importan 7 millones de toneladas de cereales al año y donde se tiene uno de los índices Gini más altos de desigualdad rural (0,88), la discusión adquiere mayor relevancia. No obstante, a pesar de que todas las voces son conscientes de que hay que regular, en el ‘cómo’ hay diferencias sustanciales.
Para el gobierno, la fórmula está en aprovechar el capital extranjero para desarrollar la agroindustria en zonas como la altillanura donde hay cerca de 3,2 millones de tierras aprovechables. La idea sería desarrollar proyectos agroindustriales de palma y cereales con los campesinos de la región. Pero para eso se requiere del capital extranjero, incluyendo la compra de terrenos, dicen los empresarios. Desarrollar una hectárea en los Llanos Orientales cuesta casi 6 millones de pesos. Además, se necesitan grandes extensiones para que el negocio sea rentable. “En la altillanura los nacionales que están dispuestos a invertir ya están, extranjeros aún son muy pocos. Lo que sí es claro es que un pequeño productor no cuenta con el músculo financiero para hacerlo”, explica Napoleón Viveros, director de Fundallanura.
Las Farc han puesto su cuota en el debate, pues uno de los primeros puntos de la agenda de negociación con el gobierno que arrancó en La Habana es el desarrollo del agro. El grupo guerrillero se opone a la gran inversión y considera que el campesinado es el que debe ser dueño de las parcelas. En respuesta, el gobierno ha dicho que el modelo de desarrollo no está en discusión. Una posición moderada es la que esgrimió el director del Informe de Desarrollo Humano 2011, Absalón Machado, quien dijo a SEMANA que “si la apuesta es para que nos ayude a resolver los problemas del campo, bienvenida, pero si es para agravarlos no se puede estar de acuerdo”.
Todos estos puntos de vista coinciden en que es necesario regular. A Colombia le llegó la hora de definir qué va a hacer con uno de sus tesoros más preciados, la tierra escasa. El debate continuará el año entrante, pero sus conclusiones tendrán efectos en un futuro no muy lejano.