En 1941 el poeta pastuso Aurelio Arturo escribió que en Colombia el verde es de todos los colores. Y hoy, 70 años después, cualquiera que visite Caño Cristales en La Macarena, se interne en la Sierra Nevada o nade en los corales de las islas del Rosario podrá comprobar que sigue siendo así.
Al contrario de lo que muchos puedan creer, Colombia es respetada en el mundo por ser uno de los países que más ha preservado la naturaleza. Pero más sorprendente aún es que esa buena noticia se da porque el conflicto se ha encargado de mantener a raya a ciertos depredadores. “Aunque suene cínico”, explica Frederic Massé, profesor de la Universidad Externado, “la guerra ha permitido que muchos ecosistemas permanezcan intactos”.
La pregunta que surge ahora es ¿qué va a ser de los parques después de La Habana? ¿Un acuerdo de paz del gobierno con las Farc, de llegar a firmarse, cambiará la historia de estas grandiosas reservas naturales?
Pocos en Colombia han caído en cuenta de que durante medio siglo, la guerra ha tenido como epicentro los parques naturales. Ingrid Betancourt y muchos de los secuestrados estuvieron cautivos en el parque de La Macarena, la única serranía del mundo que tiene un río de 5 colores, Caño Cristales.
En el parque hoy existe un museo con las cadenas y las jaulas hechas de alambres de púas que se volvieron insignia de esa infamia. En la carta que escribió la excandidata presidencial desde su cautiverio, que conmovió al mundo, prácticamente lo primero que Ingrid escribió fue: “Esto es una selva muy tupida, a la que difícilmente le entran los rayos del sol”.
La Sierra Nevada saltó a la fama no por la maravilla arqueológica que representa que un país conserve una Ciudad Perdida anclada en la mitad de la selva, sino porque ocho extranjeros estuvieron 101 días secuestrados por el ELN cuando intentaron conocerla. Ese grupo guerrillero, las Farc y los paramilitares de Hernán Giraldo, Jorge 40 y Carlos Castaño se disputaron por décadas el control de un territorio sagrado de cuatro pueblos indígenas, que fue declarado por la Unesco como Reserva de la Biosfera.
Y aunque casi ningún colombiano ha oído hablar del parque Puinawai, no hay soldado que no describa con asombro lo que sucede allí, como si ese refugio en el Guainía estuviera preso en los tiempos de La Vorágine. Los militares cuentan que grupos armados ilegales obligan a los indígenas a extraer coltán y que en esa búsqueda incluso ya rebanaron toda una montaña. La revista Bloomberg publicó un reportaje sobre cómo las Farc son dueñas y señoras de los metales raros que salen de esas tierras.
Que los parques naturales se hayan convertido en el escenario privilegiado de la guerra tiene varias explicaciones. La primera es el olvido. En los parques, por la ausencia histórica del Estado, todo es lejos y todo es difícil. Según la Fundación Ideas para la Paz eso explica que estos hayan sido utilizados en el conflicto como zonas de refugio y repliegue.
La Macarena y Las Hermosas son consideradas la cuna de las Farc; el Catatumbo, la del ELN y el nudo de Paramillo, la de los paramilitares. “En muchos lugares del mundo, lo que los ambientalistas llaman parques naturales, los rebeldes lo llaman simplemente hogar”, dice Carl Bruch, de la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza.
Por eso, durante muchos años, el Estado no pudo con la guerrilla. Cuando quiso tomarse Casa Verde, el cuartel general de las Farc en la década de los ochenta, tuvo que entrar con un impresionante bombardeo aéreo. Algo similar pasó con su anterior comandante, Alfonso Cano, quien permaneció muchos años escondido en los picos del cañón de Las Hermosas, un parque en el sur del Tolima, y solo fue doblegado una vez salió de allí.
La segunda razón es que algunos de estos refugios naturales también son corredores estratégicos. El parque El Cocuy es la puerta al interior del país; el Tayrona, al mar Caribe y Sumapaz, a Bogotá.
Y la última explicación es sencilla: la plata. Los violentos, sobre todo en la última década, le han inyectado millones a la guerra por cuenta de arrancarle a la naturaleza sus tesoros.
Un estudio de Naciones Unidas reveló cómo los cultivos de coca han disminuido en el país, pero han aumentado en los parques. Hoy en 19 de estos resguardos verdes hay 3.379 hectáreas sembradas de coca. Con un problema adicional: que como son parques, no se pueden fumigar. Hace siete años, el entonces presidente Uribe intentó hacerlo, a pesar de que las normas ambientales lo prohíben.
El mandatario lanzó una mega operación con 900 personas para hacer erradicación manual en La Macarena, pero en los primeros días fueron asesinadas 50 (21 soldados, 14 policías y ocho erradicadores). “El mundo va a tener que comprender la necesidad de que fumiguemos los parques para evitar que a nuestra gente la siga masacrando el terrorismo”, dijo Uribe en ese momento.
Tanto es el impacto de la guerra que hoy se registra presencia de grupos armados en 23 de los 57 parques del país, en 25 hay enterradas minas antipersonales, en 12 minería ilegal, y en 15 es tan álgido el conflicto que los funcionarios de Parques Nacionales tienen muchas dificultades para ir a cuidarlos.
Pero si los parques han sido el epicentro de la guerra, también han dado muestras de poder convertirse en columna vertebral de la paz. Así como un parque –La Macarena– fue el escenario de los diálogos de Pastrana y de Belisario Betancur, otro –el Catatumbo– se convirtió en una suerte de termómetro de las expectativas que generan los diálogos que adelanta el gobierno Santos con las Farc. Los colombianos ni siquiera sabían que Catatumbo es un parque.
Sin embargo, hoy por hoy en la mesa de diálogo de La Habana el concepto ‘parques’ brilla por su ausencia. Y el problema es que es en esos escenarios donde se juega la paz real. O dicho en otras palabras, la firma de la paz, per se, no significa la paz en los parques. Luego de un eventual acuerdo, la principal cruzada del Estado tiene que ser la de garantizar su presencia en ellos con todos sus servicios antes de que otras formas de ilegalidad lleguen a tomárselos.
Lo peor que podría pasar es que el país no logre ni consolidar la paz, ni seguir conservando esta riqueza. Sobre todo ahora, cuando la fiebre del oro y de los metales raros tiene delirando a Colombia. Como dijo el exministro de Ambiente, Manuel Rodriguez, “el oro, el tungsteno y otros minerales de alto valor se están convirtiendo en combustible de la guerra en Colombia, como ya sucedió en África”.
No puede repetirse el esquema de que la única presencia del Estado en los parques son los guardaparques. Hoy, apenas 800 de estos funcionarios están encargados de cuidar los 57 parques nacionales que cubren el 12 por ciento del territorio de Colombia. ¡Cada uno tiene a su cargo 25.000 hectáreas! Hacen de conciliadores, de médicos o de profesores sin más herramientas que una camisa azul con un oso de anteojos bordado en el brazo. “Durante la zona de distensión del gobierno de Andrés Pastrana, los únicos funcionarios que no abandonaron el lugar fueron ellos. Esos son unos verdaderos héroes”, dice Julia Miranda, directora de Parques Nacionales.
Lo que tendría que hacer Colombia, después de la firma con la guerrilla, es hacer de lo verde un motor de reconciliación. Las experiencias en el mundo de ese vínculo de la naturaleza con la paz no son nada despreciables. Ruanda, un país que hizo llorar al mundo por la masacre de un millón de personas, hoy es visitado por miles de extranjeros que van a ver los gorilas, un turismo que ha impulsado la economia local (ver recuadro).
¿Hasta dónde puede ir Colombia? Pocos se han dado cuenta de que el país se está convirtiendo en una especie de rey de las selvas. Liderados por la directora de Parques Nacionales, Julia Miranda, quien ha estado al frente de resguardar el patrimonio natural de los colombianos por casi una década, el gobierno busca consolidar un ambicioso sistema de áreas protegidas que cubriría el 20 por ciento de su superficie terrestre y el 10 por ciento de la marina, una decisión que sería histórica pues significaría que una superficie como el Reino Unido estaría resguardada a perpetuidad de la minería, la agricultura y cualquier otra actividad económica.
A eso se le suma el caso del Chiribiquete que confirma que el país podría echarse en hombros el liderazgo de lo verde. Se trata de un parque en el corazón de la Amazonia que acaba de ampliar el presidente Juan Manuel Santos, con lo cual el parque ahora es del tamaño de Bélgica y Colombia queda con más del 80 por ciento de su selva bajo llave. Eso tiene una importancia mayúscula cuando los nueve países que comparten el ‘pulmón del mundo’ (la Amazonia) no tienen claridad sobre cuál debe ser su futuro y las noticias al respecto no son alentadoras.
Rafael Correa acaba de anunciar la explotación petrolera en el parque Yasuní en Ecuador y Dilma Rousseff no pudo parar la Ley forestal que abrió las puertas de ese bosque a la ganadería y agricultura a gran escala.
Muchos países europeos creen que los recursos naturales de Colombia y su apuesta por cuidar los parques puede ser una esperanza para el planeta. Noruega le donó al país 50 millones de euros; Alemania, 35 y el príncipe Carlos de Reino Unido, 24 (el aporte más grande de ese país para un asunto ambiental). Ese monto puede parecer pequeño para grandes proyectos, pero es toda una fortuna si se compara con los apenas 25 millones de dólares anuales de presupuesto que tiene la entidad que cuida los parques (se calcula que para hacer lo mínimo se necesitan al menos 150 millones).
Este sería un buen momento para que en La Habana se incluya una nueva variable en la ecuación: que los parques naturales se conviertan en un escenario de paz. Son sin duda parte estructural de varios puntos de la negociación. En el tema de tierras, por ejemplo, constituirían el 20 por ciento del país de lograrse la consolidación de nuevas áreas protegidas y, como ya se ha dicho, han sido la plataforma donde el conflicto ha ocurrido.
Y porque como reconoció el mismo comandante de las Farc, Timochenko, en su discurso para la apertura de los diálogos con el gobierno Santos en Noruega, “el problema de la tierra es causa histórica de la confrontación de clases en Colombia”.
Muchos parques, además, colindan con las zonas de reserva campesina que han pedido las Farc en los diálogos. Es el caso de Sumapaz, Catatumbo y La Macarena, entre otros, y no se descarta que ese grupo guerrillero tenga algún interés en que algunos parques puedan ser parte de estas.
No se trata por supuesto de empezar a repartir los parques ni de quitarles su esencia. Sería un error echar para atrás el enorme logro de la Constitución de 1991 que los protegió a perpetuidad. Pero sin duda se pueden explorar alternativas como por ejemplo convertir a muchos de los otrora guerreros, conocedores como ninguno de los entramados de la selva, en sus guardianes.
Más que como un problema, los parques tienen que ser vistos como buena parte de la solución. Nadie ha calculado el valor económico que tienen también para el desarrollo. Allí nace el 70 por ciento del agua que consumen los colombianos y sus industrias, así como la energía de tres de cada cuatro hidroeléctricas. Y además, al llegar la seguridad, Colombia podría hacer de ellos un paraíso para el turismo de naturaleza como lo han hecho Ruanda y Sudáfrica.
En un futuro, al hacer un examen de cómo están los parques, se podrá tal vez saber si la paz fracasó o triunfó. En Nuquí, un pueblo de pescadores en el Chocó profundo, esa revolución verde ya comenzó. La comunidad afro maneja desde hace un par de años la concesión turística del parque Utría. Allí, por la tranquilidad y profundidad de las aguas, las ballenas yubartas van a tener sus hijos.
Por eso en el pueblo dicen con orgullo que las ballenas son colombianas, pero sobre todo chocoanas. Además, ese es uno de los pocos lugares donde el mamífero más grande del mundo se puede ver desde cualquier playa. Hace diez años, el ELN secuestró a 26 personas en el parque y por eso, durante muchos años, los turistas se privaron de volver.
Con mucho esfuerzo la comunidad ha renacido gracias al regreso de los visitantes. Josefina Klinger, la líder que maneja el hotel, resume esa lucha: “No entiendo cómo puede ser que Chocó, un lugar en donde nace la vida de manera tan contundente y generosa, pueda haber sido durante tantos años un símbolo de la muerte”.
Esta investigación fue hecha con el apoyo del Instituto Prensa y Sociedad y la Alianza Clima y Desarrollo CDKN.