ENTREVISTA

“Conozco gente brutísima que lee mucho”

El escritor bogotano Álvaro Robledo publicó ‘Que venga la gorda muerte’, una novela que con humor y profundidad habla sobre un personaje que busca la salvación tras la muerte de su madre.

Miguel Reyes, periodista de Semana.com
14 de julio de 2015
La primera novela de Álvaro Robledo, 'Nada importa' (2000), fue finalista del premio Herralde junto a 'Los detectives salvajes', la obra cumbre de Roberto Bolaño. Este año publicó 'Que venga la gorda muerte', su tercera novela. | Foto: Revista Arcadia.

Álvaro Robledo escribió una novela que habla de los temas trascendentales de la vida con gracia e ironía y sin sentimentalismos ni lecciones morales. Este bogotano aficionado a la cultura japonesa acaba de publicar Que venga la gorda muerte, una historia en la que lidia con temas como la felicidad, la salvación y la muerte sin caer en las fórmulas simplonas de la autoayuda, ni en los mazacotes de la densa erudición.

La novela despega cuando el protagonista, un personaje sensible y curioso de unos 30 años, llega a un retiro espiritual pocos días después de enterrar a su madre. El protagonista, que no se presenta con un nombre, llega a El Interior (lugar inspirado en un sitio real ubicado cerca de Santa Marta) con la esperanza de hallar consuelo y reencontrar el norte de su vida.

Que venga la gorda muerte podría parecer una burla a las búsquedas frenéticas de la felicidad, pero en realidad no lo es. Es una descripción con humor y finos detalles de las angustias que acechan a todos los seres humanos al encontrarse en momentos de dificultad. La historia lleva al lector a través de un camino hacia la ‘salvación’ en el que ocurren situaciones tan ridículas como conmovedoras.

No sólo la trama sino el tono con el que se cuenta recuerdan lo importante que es aprender a reírse del dolor. Robledo –quien estudió literatura en Bogotá y viene de un colegio masculino “y muy gay, como suelen ser ese tipo de colegios”– practica la meditación trascendental, pero su actitud no es tal, es más bien irónica y fresca, igual que su más reciente novela.

“Vale la pena leer esta novela tan curiosa, que no hay cómo clasificarla en la tradición de la literatura colombiana”, dijo Mario Mendoza, quien conversó con el autor en el lanzamiento.

Semana.com: ¿Podríamos decir que en términos generales su más reciente novela es sobre las búsquedas de la felicidad?

Álvaro Robledo:
Más que con las búsquedas de la felicidad tiene que ver con las búsquedas de la salvación: con esa idea de escape que la gente suele tener y que no se sabe muy bien a qué es. Esto lo viví en las experiencias que he tenido practicando meditación zen, yoga, artes marciales y en esas prácticas ‘espirituales’ a donde la gente va para no terminar en un hospital psiquiátrico. Es una especie de “supermercado de disciplinas espirituales”, como la definió Tomás González. 

Semana.com: ¿Cómo nació la idea de Que venga la gorda muerte?

A. R.:
Siempre me ha gustado Oriente, en particular Japón. Desde que tenía 20 años empecé a buscar un maestro. Fui a donde varias personas y en esa búsqueda encontré muy buenos tipos, otros pendejos y otros peligrosísimos. A raíz de mi experiencia con esas personas y esas prácticas nació la idea en el 2004.

Semana.com: Guido Alemán, el maestro en la historia de su novela, al parecer encarna la plenitud. “A los poderes espirituales que adquirió se le sumaron ciertos poderes sobrenaturales que domina, pero que no le interesa demostrar en público, no es un mago de feria. Puede vivir del aire y debajo del agua, volar, mantener su pene erecto sin ninguna sensación o intención sexual”, escribe usted sobre él. ¿Cómo construyó a ese personaje?

A. R.:
No se sabe muy bien quién es. Guido Alemán podría ser un personaje creado por Fellini, como también dijo Tomás. La sola imagen de Guido me gusta: nació de las formas redondas (mi hermano es muy gordo y ha sido una figura que he querido mucho y que ha sido tutelar en todos los sentidos, sobre todo en el intelectual), el círculo es la figura más potente, la más perfecta: esto lo aprendí cuando practicaba aikido. Entonces pensé en un personaje que iba engordando hasta transformarse en un círculo. Supe también que Guido no iba a hablar, sino que hablaban de él, como ha ocurrido con los grandes maestros.

Pero también quise hacer un personaje que podía ser o un gran fantoche y un estafador o un maestro real que la tierra nunca ha visto.

Semana.com: “Pensé en mi amigo Sofrony y en cuánta razón tenía al decir que las cosas espirituales eran un negocio inmundo y elitista”. Esas frases dichas en la vida real serían delicadas, inclusive ofensivas. ¿Cómo distinguir farsantes de sabios en ese ‘mundo espiritual’?

A. R.:
Yo creo que a menudo se traslapan. Ese es el riesgo de categorizar. El que es muy sabio puede ser un farsante también. Que el negocio es inmundo y elitista es un comentario real de un amigo que quiero mucho. No todos los sitios son así, aunque en general sí son elitistas.

Semana.com: ¿Cómo logró hablar de dos temas tan grandes y difíciles –la felicidad y la muerte– con humor?

A. R.:
Cuando empecé a escribir la novela sólo quería hablar sobre estas prácticas y los personajes que se encontraban ahí, pero lo que me dio la línea narrativa fue la muerte de mi madre. Ahí entendí que el protagonista no iba a hacer sólo una suerte de catálogo sobre estas prácticas, sino que realmente buscaba un escape tras un momento difícil. El humor fue el hilo que lo atravesó todo y que le quitó tanta gravedad. A veces leo las primeras versiones y me da vergüenza: todo era muy grave y serio. Que haya humor aligera las cosas y permite que uno pueda hablar de temas profundos de una manera que puede sonar incluso tonta.

Semana.com: ¿Cómo cambió su relación con la muerte tras escribir esta novela?

A. R.:
Escribo para ir chuleando temas complicados de mi vida, por decirlo de alguna manera. En mi segunda novela, El final de las noches felices, me obsesioné con el amor. Hoy me parece melosa y un poco hostigante. En el momento que la escribí pensaba que estaba tocando dilemas muy complicados, pero en realidad eran los mismos temas que todos vivimos de adolescentes.

Mi experiencia frente a la muerte de mi madre fue muy distinta a las de mis familiares. Obviamente me sentí muy triste pero pude recibirla con un poco más de claridad. Por ejemplo, mi hermano lloró durante tres años. Otros familiares me reclamaban como si a mí no me hubiera pasado lo mismo.

No sé cómo se sentirá uno con una muerte violenta, supongo que eso sí es otra cosa en la que se mezclan muchas emociones humanas, difíciles de controlar.

Semana.com: ¿Cómo se cuidó de caer en el estilo de autoayuda, de dar lecciones morales o de imponer verdades absolutas?

A. R.:
Yo no leí autoayuda para escribir esta novela. Intenté beber de las fuentes de los grandes maestros: Taisen Deshimaru, el maestro Dogen, Taizan Maezumi, Krishnamurti, swami Satyananda, a Yukio Mishima, entre otros. Ellos no tienen nada que ver con la nueva era. Uno lee a Walter Riso y sus libros son una sopa en la que mezcla todo esto con muy poco valor, aunque haga que algunas personas se sientan mejor tras leerlo.

Siempre he detestado lo moralizante, me parece una forma terrible de la autoindulgencia. Lo que más me molesta son esos personajes que sólo han cambiado de hábito: hablan como muchos curas católicos, en vez de sotana usan hábitos color azafrán o un keikogi (que es como se le llama a la ropa de trabajo en Japón, parecida a un kimono), pero son la misma cosa: hablan del bien y del mal con una autoridad que francamente me asombra. Y también cobran sus diezmos.

Semana.com: ¿Cómo explica el éxito de esos libros de autoayuda?

A. R.:
Todo, todo es un negocio, entonces se les sabe hacer una buena publicidad. Creo que es una cuestión de marketing. Y de ignorancia: de no saber dónde se encuentra la fuente.

Semana.com: “Las personas deben aprender lo que necesitan saber, no lo que quieren saber”, dice uno de los personajes en la novela. Ya sabemos que no quiere dar lecciones morales ni instrucciones para ser feliz, pero ¿qué les diría a quienes están en esa frenética búsqueda de ser felices?

A. R.:
Creo que la experiencia está por encima de todo: uno debe probar lo que sienta necesario en su momento. Soy partidario de hacer lo que digan las pulsiones. Muchos hablan del control, de no dejarse llevar por nada, en particular por los instintos. Algunos maestros han hablado de justamente lo opuesto: la liberación se encuentra en atravesar el deseo, incluso (o sobre todo) hasta el hastío. Si dejamos una ventana entreabierta de algo que nos sigue pareciendo oscuro, tentador, esa apertura nos llevará al infierno. En cambio, si dejamos todas las ventanas y puertas abiertas, sólo entrará una brisa refrescante que nos acariciará la cara: señal de que estamos en paz con nuestras entrañas. Me parece que intentar controlar los deseos, en vez de observarlos y aceptarlos, es peligrosísimo. No hay realmente un control sobre ningún deseo.

Lo dice Kobo Abe, uno de los autores que más me han enseñado en el último tiempo: uno tiene que atravesar la noche. Y puede que se muera en el intento, pero para mí, vivir asustado es el gran peligro. Un verdadero maestro enseña a no tener miedo, enseña a ser, lo que quiera que eso quiera decir.

Semana.com: Pensando en eso, ¿se aventura a dar una definición de felicidad?

A. R.:
Es estar tranquilo con lo que se tiene en suerte. No estar ansioso. Brevemente, tener tranquilidad con la propia condición. Es algo que entiende muy bien el Tao.

Semana.com: ¿Ve alguna relación entre leer y escribir literatura con encontrar placer, plenitud, alegría, salvación…?

A. R.:
En mi vida han estado totalmente relacionados la lectura y el placer. Pero nunca he relacionado el hecho de ser lector con dejar de ser ignorante. Conozco gente brutísima que lee mucho.

Tampoco comparto esa pelea bizantina entre la televisión y la lectura, pero sí digo que la literatura es un alimento muy poderoso para la imaginación. Creo que la gente sería menos violenta y estaría menos ansiosa si leyera más, porque ha vivido muchas vidas, porque conoce mejor el pensamiento humano, pero no equiparo la lectura con la sabiduría, para nada.

La escritura es otra cosa. Escribir no es tan placentero, en mi caso apenas está empezando a serlo. Con esta novela la pasé mal. La sensación de no saber si iba a ser capaz de terminarla era horrible. Luego, la sensación de la labor cumplida es muy buena. Cuando puse el punto final me quité un hipopótamo de encima.

Semana.com: ¿De dónde cree que viene la necesidad de escribir?

A. R.:
Practicando artes marciales y meditando he llegado a pensar que es por una gran carencia. Que uno está muy jodido por alguna cosa y necesita llenar el vacío de alguna manera. Pero no sé, es una buena pregunta a la que no sé si tenga respuesta. Ahora que soy jurado en varios concursos de cuento, leyendo los libros que se postulan, veo que todos están bien escritos, es decir, la escritura, la gramática, es correcta, pero me pregunto: ¿para qué? ¿Toda esta tinta a dónde va? ¿Seré igual que ellos?

Semana.com.: Usted es un aficionado a Japón y a su literatura, ¿de dónde viene esa obsesión?

A. R.:
Desde muy niño. Con mi papá veíamos muchas veces un documental que se llama Los tesoros vivientes del Japón, sobre personajes ya viejos que mantienen algún tipo de tradición importante para esa cultura y que son mantenidos por el emperador. El que hace vasijas, katanas, el origami, el ikebana, los bellos muñecos del teatro de marionetas, etc. De todos ellos admiraba el amor y el respeto por el silencio. En el japonés existe una palabra: urusai, que traduce algo así como ruidoso o bulloso. Cuando se la dicen a alguien es el peor insulto que le pueden hacer. La persona en cuestión se repliega sobre sí misma y se esconde. Es otro universo, tan pero tan distinto del nuestro, que me cautivó de entrada. Me apasionaba ver cómo todo era tan distinto. Todo ese respeto, toda esa limpieza, la importancia que le dan al espacio, todo ese silencio. Aunque ésta es la imagen idealizada del Japón, pasada por el cedazo del arte. La verdad es siempre más complicada y siempre menos poética.

Semana.com: ¿Cuál fue el mayor desafío de escribir esta novela?

A. R.:
¡Acabarla! Fue agotador sentir que pasaban los años y no podía terminarla. Con esta novela siempre sentí que tenía que leer una cosa más, siempre había un libro más sobre zen, yoga, artes marciales, etc., que me iba a develar algún misterio que no debía dejar pasar de largo. Lo más duro fue tener esa sensación mental de pensar que no iba a ser capaz de acabarla. Pero bueno, por fortuna, eso ya pasó, como todo pasa.


Twitter:@miguelreyesg23