ARTE

José Darío Gutiérrez, más que un coleccionista

Tras apostarle a la investigación de arte colombiano con Proyecto Bachué, el coleccionista José Darío Gutiérrez inaugura El Dorado, un espacio para artistas activos y en formación. Esta es su historia.

13 de febrero de 2016
José Darío Gutiérrez ha dedicado gran parte de su vida a reunir en su casa algunas de las obras de arte colombiano más simbólicas. | Foto: Daniel Reina

Cuando se abren las puertas del ascensor que lleva al apartamento de José Darío Gutiérrez y Vicky Turbay lo primero que aparece es un tríptico de Luis Caballero. Y cuando se camina hacia la izquierda, por un corredor de paredes tapadas por obras contemporáneas y algunas piezas del siglo XVI, que de maneras inesperadas se conectan con las obras de hoy, se asoma una gran sala donde cuelgan cuadros de arte moderno. Al caminar por el apartamento –que es visitado constantemente por extranjeros y colombianos, por estudiantes y embajadores– van apareciendo obras y obras: esculturas, fotografías, pinturas, dibujos, instalaciones.

La colección de Gutiérrez se enfoca en arte colombiano, con una que otra excepción latinoamericana que está allí para enfatizar en líneas de reflexión precisas, y tiene dos ejes. Uno es el de las modernidades: los paisajes de finales del XIX y principios del XX, de la llamada Escuela de la Sabana; la modernidad nacionalista de los años veinte a cuarenta que cobija al Grupo Bachué, el indigenismo, las representaciones del trabajo campesino y el mestizaje; y la modernidad de Marta Traba, la de los grandes nombres del canon del arte colombiano: Grau, Obregón, Negret, Ramírez Villamizar. Allí están todos, pero con cuadros difíciles de identificar. “De ellos”, dice Gutiérrez, “me interesan los momentos de tensión, más que aquellos en los que se revela un estilo definido: un Roda que comienza como retratista, un Grau en sus inicios. Me interesan los procesos, no las soluciones. Al fin y al cabo lo reconocible ya todo el mundo lo conoce”.

El segundo eje de la colección es el arte contemporáneo, que cuando empezó a llegar a la casa, más o menos a partir de 2010, fue transformando las dinámicas internas. Vicky Turbay cuenta que una empleada de servicio renunció porque no soportaba las tumbas de Réquiem N.N. de Juan Manuel Echavarría –mientras habla muestra un cuarto oscuro que pasó de ser un closet al recinto de una instalación–.

Valentina Gutiérrez, la hija mayor de la pareja, odiaba una escultura de Carlos Castro hecha de dientes humanos porque olía feo, y odiaba también las fotografías en blanco y negro de la serie Karmasutra, de Andrés Sierra, que muestran a personas mutiladas y desfiguradas mientras tienen relaciones sexuales. “Un día llegué a la casa. Mi papá estaba con el artista y varias de esas fotos extendidas en el piso. Yo no sabía cuál odiaba menos, y ellos me decían que escogiera la que odiara más. Sin embargo en esa etapa, con esas obras, mi papá empezó a llamar nuestra atención, y nosotros empezamos a ser mucho más conscientes del valor de la colección. Hoy en día mi mamá es la relacionista pública de la colección; yo, la heredera de esa pasión que se convertirá en mi oficio. Antes pensaba que el arte era una cosa banal y burguesa. Tal vez mi hermano siga pensando así”, dice Valentina.

José Gutiérrez parece no querer responder a la pregunta de cuántas piezas conforman la colección (Vicky y Valentina dicen que ni siquiera podrían aventurarse a dar un número porque mucho está expuesto en la casa, pero también hay otro tanto prestado y mucho otro guardado). Tampoco le gusta hablar de sus negocios, de cómo hizo el dinero que hoy le permite, como dice su hija, comprar arte casi diariamente. Sin embargo, afirma Vicky Turbay, algo parece claro, y es que todos sus negocios parecían estar dirigidos al objetivo de invertir en arte y hacer algo más con ello.

Cuando Vicky Turbay se casó con José Gutiérrez, él ya tenía esa afición y cuenta que el coleccionismo, aunque inexplicable, fue desde la primera adquisición una decisión consciente. A los 23 años compró su primer cuadro, con su primer sueldo: un paisaje de Kat (Enrique Calle), pintor nadaísta, cuyos cuadros decoraban las pizzerías y los consultorios dentales. “Era un hippie que vendía en la calle, yo creo que cambiaba cuadros por comida. No era un artista deseable porque era bastante ‘perrateado’, pero ese óleo que vi era el mejor Kat que había visto. Y si Kat había hecho 500 cuadros y yo compré el mejor, tengo entonces algo que vale”. Aclara que cuando habla de valor no se refiere al valor económico, transaccional, sino a la significación de una obra para entender un contexto determinado. Desde ese día José Gutiérrez dedicó siempre una parte de su sueldo al arte.

El gusto viene de su madre (profesora de historia del arte), de su padre (amigo de pintores), de su tío (alguna vez director del área cultural de Coltejer) y de su abuelo, un fotógrafo aficionado y un recopilador del folklor antioqueño. “Nací en Medellín, muy de la cercanía del maestro Pedro Nel Gómez, antioqueño orgulloso de la raza y del ancestro, de la pujanza. Llegué a Bogotá a los 13 años. Llegué llorando. En Medellín nos preocupábamos demasiado por lo que sucedía en Bogotá”. Ríe, y luego dice: “El arte siempre fue algo normal en mi casa. Aunque no había intención coleccional, se decoraba con arte y las obras correspondían a un criterio artístico, no a uno decorativo. Aun así es difícil para mí descifrar la tendencia a coleccionar. Es como una condición mental o psiquiátrica: un deseo de control, o el placer de verse rodeado de cosas que invitan a pensar. En principio no es una actitud muy generosa, es más bien acaparadora. Pero lo que han demostrado los procesos es que el coleccionista es un tenedor temporal que conforma una colección a veces tan valiosa que no es posible venderla, y termina convirtiéndose en patrimonio de los países, de las ciudades”.

Gutiérrez estudió Derecho, lo ejerció durante un tiempo, se especializó. Después formó, con un par de amigos, un grupo de inversión que se llamó Inveco. La primera inversión, si mal no recuerda, fue un camión para un almacén de antigüedades que se llamaba Sanalejo. Luego, según un perfil publicado en la revista Esquire, trabajó en la banca e incursionó en el mundo de las empresas mineras. Pero los que lo que lo conocen dicen que su fortuna la hizo fundando en Colombia Synmed, una importadora de instrumental quirúrgico. Hace tres años se retiró y se dedica exclusivamente a los proyectos de arte. “Compró varios locales, vive de eso y de los negocios que ha hecho. No heredó nada y dice que tampoco dejará nada. Y nos dice: ‘Lo único que les dejo a ti y a tu hermano es la educación’”, cuenta Valentina Gutiérrez.

En 2008, con la compra de la Bachué (1925) de Rómulo Rozo, una escultura emblemática que en su momento los museos rechazaron, José Gutiérrez decidió darle un giro a su afición y encausar su conocimiento sobre arte hacia una labor investigativa, editorial y expositiva. “Tras 25 años coleccionando me preguntaba ¿qué utilidad tiene todo esto? ¿Qué camino puede tomar? Decidí entonces colaborar en la construcción de materiales que permitan tomar decisiones de una manera más documentada, soportada, racional, no por el parecer del momento, que fue lo que sucedió cuando salió al mercado la Bachué. No se puede criticar a las instituciones, porque de hecho no había ninguna valoración distinta a la que hacía un historiador aislado, y una institución no tiene por qué hacerle caso a una persona. De ahí la propuesta de revisar los procesos, y de tomar la Bachué como una excusa, del mismo modo en que sirvió Botero para mostrar, en la primera publicación de la editorial, a un artista en construcción que no siempre tuvo un estilo consolidado”.

Ya son tres las investigaciones publicadas y otras cuatro están en marcha. A Autorretrato disfrazado de artista, el próximo libro, lo acompañó una exposición itinerante en el Instituto Cervantes de Madrid, durante la feria Arco del año pasado y otra en el Banco de la República. Es una investigación de Santiago Rueda sobre la fotografía conceptual en los años 70. En la colección personal de José Gutiérrez, Rueda pudo ver por primera vez en físico algunas fotografías de Manolo Vellojín. Entonces descubrió detalles que no se veían en el papel y que, al ser identificados, modificaron ligeramente la investigación.

El 20 de febrero se inaugura el paso siguiente en el proyecto de Gutiérrez: El Dorado, un espacio expositivo y de promoción para artistas activos colombianos que estará a cargo de Valentina Gutiérrez. El ya casi terminado edificio, del arquitecto Guillermo Carreño, tiene tres pisos: uno quedará en obra negra, el otro en obra gris y el último con acabados de galería. Un solo artista tendrá que intervenir todos los niveles con una exposición. A esos tres pisos los atraviesa un espacio vacío, interrumpido solo por un puente levadizo, que permite montajes ambiciosos.

Para la inauguración habrá tres muestras: una exposición titulada Silicios en la que participan varios artistas y extiende el tema de la exposición central, a cargo de Leonel Castañeda, sobre el cuerpo, sus modificaciones, el dolor, el control: “La huella del ser humano está en el deshecho, hay gente que compra tu ropa cuando tú ya no la usas”, dice Castañeda. “La memoria de los objetos, el desgaste y los encuentros que se dan en esos objetos… Eso es lo que me interesa. Es increíble las cosas tan raras que se encuentran en los mercados de la ciudad, y que al unirlas se repotencializan. Adquieren otro sentido, otras lecturas, otros significados. Esto es esta muestra”.

Por último estará Caja negra, que viene del Centro de Memoria Histórica y se trata de una intervención sobre fotografías inéditas de Justo Pastor Velázquez, el primer fotógrafo que registró la tragedia de Armero y que mantuvo su trabajo escondido, y en negativos, durante treinta años.

Este tercer estadio del proyecto de Gutiérrez podría recibir críticas, pues hay quienes afirman que un espacio expositivo de un coleccionista privado que se sostenga a partir de ventas, a la manera de una galería, puede impactar en el mercado a beneficio personal. Pero el proyecto también es elogiado por quienes defienden la necesidad de ese tipo de iniciativas. “Aunque el sector ha crecido mucho en los últimos diez años”, dice la curadora María Belén Saéz de Ibarra, “está todavía atrasado y muy desatendido, si se le compara con el de otros países de la región y del mundo”.