crónica

La casa de la memoria

Nueve sitios de Colombia fueron postulados como monumentos históricos de la humanidad. SEMANA visitó uno de ellos, la Casa Arana, en Amazonas, cuna de un holocausto y hoy base para salvar 12 familias lingüísticas y la cultura de la selva.

21 de junio de 2008
Cuatro lenguas nativas se hablan en La Chorrera, en Amazonas: okaina, bora, uitoto y muinare, además del castellano. La Casa Arana (izquierda), donde murieron 40.000 indígenas, es el lugar donde ahora se rescata la tradición

Son las 2 de la tarde. Pero el techo de la maloca central de La Chorrera es tan bajo, que a pesar del sol canicular es difícil distinguir en la penumbra las caras de los caciques de las 22 comunidades del Amazonas que han viajado hasta este lugar en medio de la selva. Algunos de ellos han tardado dos semanas en llegar, remontando ríos de nombres poco conocidos como el Igará-Paraná, el Cotué y el Cahuinarí, pero todos con corrientes y paisajes imponentes. Ahora están sentados en troncos labrados para sesionar sobre sus vidas. Antes de empezar, se pasan de mano en mano el totumo que contiene el polvillo verde de la coca machacada, vital para la reunión y vetado a las mujeres. Antes de mambear la coca, toman unas gotas de ambil, un extracto de tabaco. Y entonces, en esa fresca oscuridad, comienzan a hablar.

El verbo hablar es poco frecuente en la zona. Y es curioso que así sea. Contrario a la uniformidad del país urbano, en La Chorrera confluyen cuatro lenguas nativas (okaina, bora, uitoto y muinare) y se dan el lujo de hablar una quinta: el castellano. Pero las 2.775 personas que residen en esta población abierta y dispersa, de las cuales el 99 por ciento es indígena, no suelen estar dispuestas a contar ni a relatar nada. Las palabras salen como forzadas con ganzúa cuando se toca el pasado. Y hay razones para ello. Frente al pueblo, cruzando el río Igará-Paraná, está la casa Arana, fundada en 1903, que hace apenas 100 años se convirtió en la Peruvian Amazon Company. Entonces era considerada como un ejemplo de prosperidad mundial, pero en realidad llevó a los pueblos indígenas del sur de Colombia a la extinción casi total. Más de 40.000 de ellos murieron por maltratos y tortura durante la época de la explotación del caucho, y no se sabe cuántos fueron llevados a Perú para que nunca contaran lo ocurrido. Lo llaman holocausto. Y así fue.

El recelo es comprensible. Las tres últimas generaciones han recibido de sus abuelos historias que cuentan cómo la Casa Arana, llamada así por su regente, el peruano Julio César Arana, fue un lugar de muerte. El caucho que los indígenas extraían con grandes penalidades de los árboles selváticos salía de allí hasta Iquitos, en Perú, y luego a Manaos, Brasil, para ser enviado a Londres para su comercialización mundial. Acosados en los años 30 por denuncias de esclavitud, con las selvas arrasadas, el precio del caucho en picada y ante el comienzo de la guerra colombo-peruana, los explotadores arrancaron los cultivos, se llevaron las semillas y sacaron a los nativos. Los que pudieron volver, traídos por los buques de guerra nacionales, encontraron un pueblo arrasado en el que sobresalía intacta la Casa Arana y nada más.

Todavía hoy está intacta. Los indígenas reconstruyeron su vida en esa zona en la que el río no trae peces y la selva da poquísimos frutos, a pesar de su espesura. El alimento se reduce a mafafa, batata, ñame y yuca, sobre todo yuca, con la que preparan la bebida de todos los días: la caguana, que se deposita en cantinas y se comparte entre los que pasen. No hay medios de comunicación distintos a un vuelo semanal y a las embarcaciones que remontan los ríos. Leticia queda a dos semanas en canoa. Para su fortuna, dice Víctor Martínez, cacique uitoto, del símbolo de su perdición no queda nada: ni un solo árbol del caucho o siringa. Pero queda la casa, dominándolo todo.

La victoria de su pueblo está en haber convertido ese lugar de muerte y sus grandes espacios en sitio de reuniones, salón de informática y hasta en habitaciones para aislar a los estudiantes enfermos, que duermen en hamacas, a la vista de todos y bajo candado, mientras se recuperan de gripas y fiebres.

Fany Kuiru Castro, de la Corporación para la Defensa de la Biodiversidad Amazónica, asegura que sobre los cimientos del horror se levantó una Casa del Conocimiento y que están enseñando allí y en el colegio adjunto las cuatro lenguas de la zona para que no se olviden.

Además, La Chorrera es el punto de partida de la política cultural de la Amazonía, que busca preservar las tradiciones y los saberes de otras ocho familias lingüísticas y de 23 pueblos indígenas de la Amazonía, que incluyen etnias como los guahibos, los salivas, los curripacos y los sikuani. "Somos la Patagonia de Colombia, dice Kuiru Castro. Eso es bueno porque es difícil acceder a la zona y nos puede salvar".

Con la casi certera inclusión de la Casa Arana en la lista de monumentos mundiales, el lugar está próximo a convertirse en lo que quiere Jon Landaburu, fundador del magíster en etnolingüística de la Universidad de los Andes: "Un lugar de memoria contra la incomprensión de la esclavitud. Una especie de Auschwitz que rememore la historia de este país". Una historia que contó José Eustasio Rivera en La vorágine pero que todavía pocos conocen. Cuando entre a formar parte de la lista del Observatorio Mundial de Monumentos, recibirá recursos mundiales para conservar su patrimonio.

Landaburu tiene claro que los indígenas todavía callan "porque tienen miedo de las retaliaciones de los blancos". Y sí. Los indígenas prefieren callar. El cacique Leonoro Manaideque sólo cuenta que en el pasado salían "chorros de sangre por el río". Y calla. Benito Teteye, del pueblo bora, sonríe y no pronuncia palabra. Emilia Gifichiu, de la etnia muinane, dice que sus padres les contaron cosas horribles. Pero no dice cuáles. Solo Fany Kuiru Castro narra un drama familiar: "A mi bisabuela la pusieron en un cepo con un niño en la espalda. La azotaron hasta dejarla lisiada, y el niño murió. Hubo maldad, mucha maldad. Por eso es importante que se sepa: para que no se olvide".

Los caciques mambean coca con ambil mientras sesionan en la maloca. Su petición primordial es una: hay que respetar a los mayores porque en ellos está la sabiduría. Y hay que preservar la memoria para, por fin, contarla sin miedo. n