LITERATURA
¿Los escritores pueden vivir de sus libros?
Muy pocos escritores lo hacen. La mayoría, antes y ahora, ha tenido que recurrir a otros oficios para ganarse la vida como meseros, médicos o publicistas. Estas son algunas historias.
Aunque hoy muchos consideran a Franz Kafka uno de los escritores más importantes de la literatura universal, cuando murió por culpa de la tuberculosis, el 3 de junio de 1924, solo un pequeño grupo de lectores y amigos sabían que era novelista y que había publicado La metamorfosis (1915). Para la gran mayoría de sus conocidos era un simple analista de datos que redactaba informes en una compañía de seguros.
El mundo solo conoció la magnitud de su obra cuando Max Brood, su mejor amigo y editor, publicó sus obras póstumas a pesar de que el propio Kafka le había pedido que una vez muerto quemara sus manuscritos. Solo en ese momento sus libros fueron traducidos y generaron ganancias, pues en vida el checo sobrevivió de su salario de oficinista.
Kafka no fue el único. Como él, varios escritores tuvieron que hacer otras cosas para vivir. El provocador Charles Bukowski era cartero; Raymond Chandler, uno de los padres de la novela negra, encordaba raquetas y recogía frutas. Y hace poco se supo que Enrique Ferrari, un escritor de ciencia ficción argentino, limpia el metro de Buenos Aires por la noche.
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En Colombia también hay varios casos, pues muy pocos escritores alcanzan a vivir con las regalías. Aunque no hay cifras exactas, conocedores del mercado editorial dicen que solo algunos como Mario Mendoza, Juan Gabriel Vásquez, Evelio Rosero, Héctor Abad Faciolince, Fernando Vallejo o Laura Restrepo podrían vivir de sus obras. A ellos las editoriales grandes les ofrecen buenos anticipos y, una vez los recuperan con venta de ejemplares, empiezan a ganar alrededor de un 10 por ciento por cada libro adicional vendido. La mayoría, por el contrario, recibe adelantos más pequeños o un porcentaje por las ventas. Por eso casi todos dictan conferencias, trabajan de periodistas y se dedican a la docencia para complementar sus ingresos. Y no les cae mal ganarse un premio, vender los derechos de una obra para el cine o televisión o que una de sus novelas se convierta en best seller, que en Colombia significa vender entre 10.000 y 15.000 ejemplares (en Estados Unidos el conteo puede comenzar desde los 100.000).
Eso ha llevado a que los escritores colombianos a lo largo de la historia tengan oficios tan raros como los de Kafka o Bukowski. “Darío Jaramillo Agudelo cuenta que su papá tenía un dicho: el que escribe para comer, ni come ni escribe –dice el periodista y escritor Mario Jursich–. Ni siquiera José Asunción Silva que, además de escribir poesía, tenía una fábrica de baldosines con su papá en Bogotá”.
En la época de Silva (finales del siglo XIX), la mayoría de escritores e intelectuales eran cultos, estudiados y de familias adineradas. Jorge Isaacs, por ejemplo, era hijo de un hacendado del Cauca que quebró y él tuvo que trabajar como subinspector en la construcción de la vía entre Cali y Buenaventura mientras escribió María (1867). Fue además cónsul en Chile y desempeñó varios cargos en la educación pública. Murió en la ruina.
Tiempo después José María Vargas Vila (Aura o las violetas, 1887), uno de los escritores más polémicos de finales de siglo, vivió un tiempo como maestro y se enlistó en los ejércitos liberales en algunas de las guerras civiles de la época. Y José Eustasio Rivera, autor de La vorágine (1924), trabajó en el Ministerio de Gobierno e hizo parte de comisiones que investigaron en terreno las condiciones de los campos petroleros y las fronteras de Colombia con otros países. Allí encontró material para sus relatos.
“En muchos casos –explica Jursich– fueron empleados estatales. León de Greiff, por ejemplo, trabajó durante mucho tiempo como contador en el Banco Central y en el Ferrocarril de Antioquia. Era muy bueno para las matemáticas”. Lo mismo pasó con Luis Vidales, quien entre los años treinta y cuarenta fue considerado el gran poeta colombiano: fue director de propaganda en los Censos Nacionales, y en Chile –donde se exilió– trabajó en la Dirección Nacional de Estadística. Otros escritores, como Eduardo Zalamea Borda (Cuatro años a bordo de mí mismo, 1934) y Pedro Gómez Valderrama (La otra raya del tigre, 1977), trabajaron en cargos diplomáticos.Muchos también vivieron del sector privado. Álvaro Mutis (Ilona llega con la lluvia, 1987) trabajó en la Esso como jefe de Relaciones Públicas. Aunque tuvo que salir del país demandado por mal uso de los fondos de la compañía –fondos que él decía usar para ayudar a escritores y artistas en problemas–, en México consiguió trabajo como ejecutivo en una empresa de publicidad. En ese mismo sector trabajaron varios de los nadaístas: Jotamario Arbeláez fue uno de los creativos más importantes de Sancho y Jaime Jaramillo Escobar tuvo su propia agencia en Bogotá.
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Sin embargo, como dice Isaías Peña Gutiérrez, escritor y profesor en la Universidad Central, con el paso del tiempo los escritores encontraron trabajos más afines con las letras: “Los jóvenes comenzaron a hacer parte de las editoriales. Muchos son correctores de pruebas, algunos son lectores de manuscritos, otros montan sus propias editoriales, algunos son bibliotecarios o trabajan en promoción de libros”. En este grupo entran escritores como Giuseppe Caputo (Un mundo huérfano, 2016), gestor cultural en la Cámara Colombiana del Libro, o Juan Diego Mejía (Soñamos que venían con el mar, 2016), quien dirigió por muchos años la Fiesta del Libro de Medellín.
Otros encontraron un oficio con el paso del tiempo. “Yo empecé siendo novelista y escribía guiones de cine –explica Andrés Burgos, autor de Manual de pelea (2004) –. Pero en algún momento se me atravesó la televisión y me di cuenta de que podía vivir de eso. Ahora suelo decir que hago televisión para malgastar la plata haciendo libros y películas”.
Y aunque hoy la mayoría son docentes, traductores o escriben en medios, algunos se ganaron la vida de formas muy diversas. Tomás González (La luz difícil, 2011) era mesero en El Goce Pagano, uno de los sitios de salsa más importantes de Bogotá; Octavio Escobar (El último diario de Tony Flowers, 1994) fue médico cirujano; y Rodrigo Parra Sandoval (El don de Juan, 2002), sociólogo e investiga sobre los problemas de la educación en Colombia.
“Yo fui médico –cuenta Octavio Escobar–. Sin embargo, me gustaba leer y pensaba que podía escribir. Pero la escritura se creció y me gané un concurso, pude estudiar una maestría en literatura y un amigo me impulsó a dedicarme a esto. Ahora soy docente en la Universidad de Caldas y con eso me gano la vida mientras escribo”.
Incluso Héctor Abad Faciolince, autor de El olvido que seremos (2006), antes trabajó de profesor de español, jefe de Comunicaciones del Metro de Medellín y vendedor de libros viejos: “Desde hace unos diez años podría haber vivido exclusivamente de mis libros y de las traducciones, pero tal vez me quedó el vicio de hacer otras cosas. De hecho empecé la editorial que fundé hace un año (Angosta Editores) con mis ahorros de derechos de autor. No la fundé con el fin de ganar plata, sino con el de gastarla”.
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Como él, muchos de quienes hoy viven de sus libros dicen que llegar a este punto fue una gran sorpresa, pues casi todos los que se dedican al oficio saben que vivir de él es muy difícil. Pero todos coinciden en algo: escriben por gusto, porque les apasiona contar historias y que otros las lean. El fin no es ganar plata. Si eso sucede en algún momento, aún mejor. n