Literatura

Adiós a Pedro Sorela

El escritor y periodista Pedro Sorela falleció de cáncer el pasado martes. Por su obra literaria, periodística, teatral y académica, será recordado como un gran pensador y humanista.

18 de abril de 2018

“En la vida hay que aprender a irse” le dijo su padre a Pedro Sorela, desde un barco anclado en Barcelona. Apenas entraba en la adolescencia, pero confesó aprender la lección con la fuerza de lo que se aprende muy pronto. “Me he marchado no pocas veces en mi vida, y casi siempre sin mirar atrás”, escribió en uno de sus textos de viaje.

Nació en Bogotá, en 1951. Hijo de padre español y madre colombiana, ambos viajeros que lo sacaron de Colombia a los seis meses para pasar una infancia por varios países. Así lo contó en una conferencia en Dublín, en la sede del Instituto Cervantes, donde aseguró que desde su primer recuerdo, su percepción del mundo fue la de extranjero, algo que aumentó con una biografía hecha de libros y de viajes, a pesar de haber vivido en Madrid, en Risco del Pájaro, una calle de nombre tan poético como su mirada del mundo.

Heredero de Stendhal y Saint-Exupéry, siempre desconoció cualquier sentimiento de pertenencia exclusiva a un país, a una patria, o a un nosotros, palabra de la que desconfiaba casi más que de ninguna otra. Eso determinó su vida, su visión del mundo y su decisión de hacerse escritor. Pero también pagó un precio alto por ello: ningún país lo reclamaba suyo, y en estos tiempos de industrias nacionales e identitarias, esto lo convirtió en un autor muy respetado y valorado por editores, lectores y críticos, aunque también, por eso mismo, no muy conocido por el gran público, a pesar de haber sido calificado como “prosista extraordinario” y “una de las voces más originales de la literatura actual” en los suplementos literarios en España y América Latina.

Fue autor de siete novelas publicadas por Alfaguara: Fin del viento, Aire de Mar en Gádor, Huellas del actor en peligro, Viajes de Niebla, Trampas para Estrellas, Ya verás y El Sol como disfraz, esta última, una alegoría de su visión del periodismo, oficio que ejerció primero como reportero en Europa Press y luego durante 13 años como cronista cultural de El País de España en los años ochenta, donde fue el gran impulsor de esa sección del periódico. Maestro de periodistas, hoy, en las redes sociales, quienes fueron sus alumnos durante más de 30 años de docencia convirtieron su nombre en tendencia: recuerdan sus lecciones singulares, en las que les pedía entrevistar una estatua del Museo del Prado o escribir un texto bailable.

También fue autor de cinco libros de cuentos: Ladrón de árboles, Cuentos Invisibles, Historia de las despedidas yLo que miran los vagos. Relatos que en su mayoría tratan de viajes, y el viaje fue para él un modo de estar en el mundo: “el viaje es lo que sucede detrás de los ojos, no delante, y al igual que la literatura hace posible que de nuestro mundo hagamos una creación”. 

Escribió lúcidos ensayos literarios, como El Otro García Márquez, los años difíciles (1988) y Dibujando la tormenta. Faulkner, Borges, Stendhal, Shakespeare, Saint-Exupéry, inventores de la escritura moderna (2006). 57 pasos por la acera de sombra (1988) recoge sus columnas y textos de periodismo experimental, y La entrevista como seducción (2017) muestra su teoría sobre el género a través del compendio de sus largas conversaciones con personajes como Susan Sontag, John Berger, Jorge Semprún, Iris Murdoch, Octavio Paz y Günter Wallraff, entre muchos otros.

Uno de sus últimos libros, el más difícil de encerrar en etiquetas y géneros es Banderas de agua (2016, FronteraD), una obra que recuerda la poética de El Principito de Saint-Exupéry; es el alegato de un humanista contra la que consideraba la mayor desgracia de nuestro tiempo: la industria de las fronteras, la identidad, las patrias y los pasaportes, “la superstición más nociva y fraudulenta en la historia de las creencias humanas”.

A Sorela hay que recordarlo como un escritor alérgico a los tópicos, a los lugares comunes, siempre enseñando a afilar la mirada, a viajar. Sus libros, sus clases en las que sembró en sus alumnos la lectura, la creatividad y la exigencia; el teatro experimental que dirigió de joven; sus conferencias y dibujos –que utilizaba en sus viajes como caligrafía y como mecanismo para afilar los ojos–, encierran el legado de un humanista que vivió más allá de su tiempo, que supo conservar la curiosidad y que conquistó como pocos una biografía singular y una mirada propia. La exigencia fue su sello y con ella conquistó la máxima de otro de sus maestros franceses: el privilegio de la escritura consciente de la propia vida, el triunfo de una vida elegida.