MÚSICA

Filarmónica de Bogotá, un viaje de 50 años entre el vallenato y Strauss

En septiembre se cumple medio siglo del comienzo de la travesía en la que cientos de músicos han explorado a los compositores sinfónicos más complejos, y también las raíces del vallenato o la cumbia, en busca de un sonido único. Recorrido por esa apasionante historia.

10 de septiembre de 2017
| Foto: Archivo Particular

Ya vivía por la emoción artística y esa, suponía, podía sentirla junto al mar, en la pequeña ciudad porteña de Bulgaria donde nació o en Bogotá, la urbe en crecimiento contenido entre cerros y sabana. Con esa certeza, el maestro Orlin Petrov dejó su Varna natal, donde lo había vivido todo, y viajó hacia un país del que apenas tenía un par de referencias por la literatura de García Márquez. Atrás quedaba el hogar, pero se llevaba lo necesario. La música, su esencia y su espacio vital, se iba consigo.

Corrían los años 80 y en Bogotá, del otro lado de la cortina de hierro que partía el mundo, la Orquesta Filarmónica vivía momentos de gloria. Era 1983 y al auditorio León de Greiff de la Universidad Nacional lo rodeaba una larga fila de asistentes ansiosos por comprar una boleta para escuchar al grupo, dirigido entonces por el maestro búlgaro Dimitr Manolov, que comenzaría ese día a interpretar un ciclo de las nueve sinfonías de Beethoven.



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Y no era una época en la que se podía comprar en preventa. La fila para entrar al concierto comenzó al mediodía. A Manolov no le preocupaba la exagerada demanda ni el sobre cupo. Al público no le importaba quedarse de pie, treparse algunos pasamanos o sentarse en las escaleras. En todo caso, ni el atril más pequeño cabía en el León de Greiff. Los que no llegaron a tiempo para comprar la boleta se alborotaban a tal punto que rompieron algunos de los enormes vidrios del auditorio para entrar. “Era una necesidad de música más que un acto de vandalismo”, recuerda Ricardo Rozental, el curador de la exposición de la historia de la Orquesta Filarmónica de Bogotá (OFB).

En esos conciertos, el ruido y el desorden de la entrada eran antesala para el silencio. Luego aparecía Manolov. Y como si fuera un vampiro, extendía sus alas, alzaba la batuta y marcaba el compás con la precisión del metrónomo más fino. Así se ve en una fotografía de entonces: con los hombros a la altura de la cabeza, como si no fueran sus articulaciones sino la música la que movía su cuerpo.


Dimitr Manolov. Cortesía Orquesta Filarmónica de Bogotá

Y al final el silencio no regresaba. Cuando un recital del búlgaro llegaba a su fin, el público saltaba encima suyo para pedirle autógrafos, para tocarlo, o solo para estar cerca de él. Fue ese memorable director búlgaro el que le habló a Petrov de la vacante que había en la Orquesta para dirigir los oboes.

Petrov llegó el 21 de julio de 1984 a Colombia y una semana después tuvo su primer ensayo, en el teatro Jorge Eliécer Gaitán. Tocaron el Pájaro de Fuego de Stravinsky y él supo que la música, tan lejos de casa, producía la misma emoción, esa que, dice, después de escuchar o interpretar una obra "nos convierte en mejores personas". Pese a ese encuentro con la vocación, aún tenía sus búsquedas pendientes.

En sus primeros días en Colombia anduvo tras la pista, mapa en mano, del Macondo que le prometieron los libros García Márquez. No pudo encontrarlo, pero desde entonces cada que puede viaja al Caribe colombiano, tal vez porque no renuncia a hallar algo de ese mítico pueblo, o tal vez para reencontrarse con el mar, el que marcó sus primeros años en Bulgaria. La Filarmónica de Bogotá tenía un viaje similar por emprender.

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Para que la OFB llegara al nivel de las mejores orquestas del mundo necesitaba emprender una travesía que explorara a los más grandes y más complejos músicos. Que pudiera interpretar a compositores que le dieran el estatus que hoy tiene. Y esa ambición la tuvo en los 90 el director chileno Francisco Retting, quien se embarcó con la Orquesta hacía un recorrido por las partituras de Mahler y Strauss. Durante toda su historia la Filarmónica ha interpretado un abanico extenso de obras del romanticismo, posromanticismo, clasicismo y del siglo XX.

Y la casa también suena. Por eso, la búsqueda también ha sido hacia adentro. Las composiciones autóctonas le han dado festividad y alegría a innumerables conciertos. A todos los directores titulares les han encargado hacer adaptaciones a la música sinfónica. La sencillez de los ritmos ha encajado perfectamente en la complejidad y diversidad que brindan los instrumentos sinfónicos. Bambuco, vallenato, cumbia y pasillo: la orquesta ha logrado con la música tradicional que los espectadores se levanten de sus sillas, dejen a un lado el formalismo que infunde el teatro y se pongan a bailar, a aplaudir, como si no fuera un concierto sinfónico sino una fiesta, donde se vale cantar y hacer bulla.

Estas expresiones quedaron registradas en valiosas grabaciones como Memorias musicales colombianas, una entrega anual que resaltaba la música tradicional o Jardines sonoros, en donde se hicieron adaptaciones a composiciones que contaban el mestizaje en América.



Mientras Petrov empezaba a comprender el español y a adaptarse a Colombia, Santiago Suárez crecía escuchando las grabaciones que el búlgaro, junto a su abuelo, el trompetista Gonzalo Suárez (uno de los fundadores del grupo), y el resto de la Orquesta hacía. En su casa nunca dejaba de sonar un LP de música colombiana de la OFB que todavía atesora.

En 2005, el joven aspirante a percusionista tuvo detrás de él a la orquesta a la que admiró toda su vida. Con apenas 15 años iba a ser el solista en un concierto con la que siempre soñó. Tuvo más nervios en el primer ensayo que en la presentación definitiva. Sentía más presión por estar entre los otros músicos, los que creció escuchando, que por el mismo público.

Tenía que interpretar el concierto para percusión y orquesta de Milhaud. Sin empezar a tocar, apenas sentado contando los compases ya se sentía pleno. Diez años después, Suárez es músico titular de la orquesta, como lo fue su abuelo, como lo sigue siendo Petrov después de tres décadas. Pero para logarlo estuvo vinculado antes como juvenil. De cierta forma, la sinfónica mayor es solo la fase más visible de una red musical que se extiende por toda la ciudad.
Durante sus 50 años a muchos les resultaría normal que la asociación de la orquesta con los auditorios de grandes dimensiones es natural, como llenar el Jorge Eliecer Gaitán, el León de Greiff, el Julio Mario Santodomingo o el Fabio Lozano. Pero también se ha vuelto natural ver a la orquesta en los barrios, colegios, iglesias y centros comunitarios. A la Filarmónica no le falta ninguna localidad de Bogotá por conocer.

El grupo siempre se ha conformado por jóvenes y maestros experimentados. Los primeros le imprimen energía y los segundos aportan peso musical. Rozental recuerda a uno que ha pasado por las dos facetas en la OFB: el joven director Andrés Orozco, quien volvió a la Orquesta luego de haberse ganado en Europa el apodo de “El milagro de Viena”. Su marca al dirigir es esa energía desbordada al marcar el compás, controlar el volumen y mantener los tiempos. “Creían que era exagerado, pero era natural”, dice el curador.

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En un concierto a comienzos de este año, solo unos cuantos músicos aparecieron en el escenario del León de Greiff, donde tampoco se veían los instrumentos de viento. El público no entendía de qué se trataba. Orozco se paró en frente de los músicos y comenzó a escucharse el sonido amplificado de una obra de Andrés Posada. Orozco se contorsionó como poseído. Exagerado en apariencia. Pero aquel movimiento enérgico de torso y brazos tuvo sentido para los espectadores cuando los vientos aparecieron. No estaban en el escenario. Sonaban desde las esquinas del auditorio y arroparon al público, lo atraparon como en una emboscada de música. Por eso Orozco se movía de esa manera… tenía que dirigir a músicos que se encontraban a sus espaldas.

***

Antes de tocar en las orquesta de su país, antes de prestar el servicio militar, antes de siquiera saber la ubicación de Colombia en el mapa mundial, Orlin Petrov empezó a tocar el oboe en su pueblo. Solo había tres de esos instrumentos en Varna, y el joven aspirante tuvo que practicar muchas veces en su mente, sin el oboe en sus manos pero con la música adentro.

Cuando llegó a Colombia tenía la idea de regresar a casa pronto. Pero estalló la Perestroika, la reforma de Mijaíl Gorbachov para que las naciones comunistas agrupadas en la URSS hicieran el tránsito a un nuevo modelo económico. Fueron años de crisis y escases en Bulgaria y entonces Petrov decidió quedarse, casi refugiarse. En últimas, el viaje es pleno mientras tenga música.