OPINIÓN
Maestros, ¿responsables de la inequidad?
Alberto Martínez Boom, miembro de la Academia Colombiana de Pedagogía, analiza el estudio de la Fundación Compartir “Tras la excelencia docente”
Días después en una de las separatas de El Tiempo se puede leer el titular: “Educación, el motor del cambio”. Desde la editorial hasta la nota periodística final sobre los procesos de alfabetización, se llama la atención sobre un equipaje de impresiones comunes: educación inclusiva, formación para el desarrollo social, educación rural, universidad étnica, educación de adultos, formación permanente, emprendimiento, etc., etc., etc.
No creo que se trate de una reiteración azarosa, mucho menos cuando el nueve de marzo, el día de elecciones al congreso, El Espectador anunció en su portada: “Voto por la educación” y editó una fotografía en la que veíamos a un grupo de jóvenes que mojaban primera plana por liderar un pacto educativo que había logrado, en medio de la coyuntura electoral, el compromiso de 71 candidatos a cargos de representación popular y de unos seis mil ciudadanos de a pie.
El slogan del novedoso pacto es contundente: todos por la educación. Como si fuera poco, la segunda semana de mayo, la Revista Semana, edita un informe especial que titula: ¡Exigimos educación! Llegó la hora de un pacto nacional para formar a los colombianos del siglo XXI.
Afirmar que la educación es la variable clave para lograr que una sociedad progrese es la consigna que repiten por igual individuos, medios de comunicación, políticos y expertos de la economía. Se trata de una consigna poco novedosa aunque es indudable que su sentido común conlleva un profundo valor redentor: la educación nos redime hasta un punto en el que sólo funciona como coartada.
En la lógica del estudio Compartir la educación se muestra como la solución, precisamente porque su falta de análisis profundo supone que ella misma es causa, fuente y origen de todos nuestros males.
Mirar el sistema educativo solo a través de estándares internacionales, reducir su complejidad a fórmulas que no se argumentan, validar experiencias exógenas sin el más mínimo interés por lo propio indica que, para estos expertos, estamos como estamos por los maestros que tenemos, incluso que es improductivo el trabajo que realizan diariamente nuestras escuelas.
Al final ¿será que ahora la pobreza, nombrada como inequidad, ya no alude a causas económicas, a corrupción, a falta de inversión, sino que se remite a la mala calidad de la educación y por derivación a la existencia de malos maestros?
Y lo paradójico, que tampoco sería tal, es que el mismo estudio anuncia al maestro como el nuevo héroe. No hay antinomia en ese recurso manido que al mismo tiempo hace héroe y culpable al maestro. Los economistas y los politólogos saben que el problema de la inequidad se resuelve de otra manera pero es menos problemático tener una coartada, volver heroica la tarea del maestro y anticipar una que otra culpa por si algo falla.
Entusiasmado aun por el eureka del Informe Compartir que insiste categóricamente en la necesidad de invertir más en educación –cuestión que por demás es cierta–, habría que interrogar la ilusión de algunas de sus suposiciones.
El informe parte del supuesto de que la educación es un factor de progreso económico que contribuye de por sí a la disminución de los problemas de equidad en los que vivimos. Semejante afirmación es un sofisma publicitario que se construye sobre datos endebles, carentes de prueba y que el estudio no muestra.
Ya aprendimos de otro viejo sofisma, que con el tiempo perdió vigencia, y que aseguraba que la educación promovía la movilidad social. Los beneficios económicos de la educación no son los mismos para todos y hay demasiadas evidencias empíricas para descreer de este entusiasmo.
Al lado de esta suposición, el estudio Compartir repite una carencia común a otros informes elaborados por economistas, politólogos y sociólogos en el pasado: ignoran la realidad histórica de la escuela, del sistema educativo, de la propia educación y carece de cualquier reflexión pedagógica como si esta discursividad nunca hubiera existido. Buscan intervenir asépticamente en un asunto que no conocen en profundidad, y del que reflexionan desde una sola parte de lo actuado: su analítica económica.
En los años noventa aparecieron doce estudios realizados por Diálogo Interamericano y por la Corporación de Investigaciones para el Desarrollo, ambos organismos contrataron economistas y otro tipo de expertos que buscaron armar consenso en favor de las reformas educativas a la luz de los nuevos desarrollos de la economía internacional. Los resultados fueron la formulación de cuatro políticas específicas: descentralización educativa, evaluación, calidad educativa y profesionalización docente.
Según el informe que estoy comentando, ya no se trata de profesionalizar, el asunto novedoso sugiere encaminarnos tras la excelencia docente, lo que no es más que la ambivalencia de una propuesta práctica de reforma entre los maestros que tenemos y los futuros héroes que se buscarían formar.
Nótese además la importancia de construir opinión pública alrededor de este nuevo consenso. Entre nosotros, los consensos tienen historia, así no sea de grata recordación los efectos del consenso de Washington. Consensos que en sus procedimientos suelen eliminar las diferencias, justamente lo contrario de lo que dicen buscar resolver: la inequidad.
En todo caso, se trata de una cierta concepción de la excelencia docente que, según sus fundamentos y sus justificaciones empíricas, tienen como objetivo y principio de racionalidad un interés económico. Lo que reactiva el negocio de la educación.
No es gratuito que universidades como los Andes y el Rosario tengan tanto interés por los asuntos de la educación, en particular de la formación de los docentes que la nueva excelencia requiere, o que la Universidad Nacional de Colombia haya reabierto un staff de educación después de haber cerrado, décadas atrás, el Departamento de Pedagogía.
Más allá de introducir el debate sobre si la excelencia docente se mediría en pruebas estandarizadas como Pisa –supuesto bastante cuestionable–, llamo la atención sobre la aparición de un tipo de racionalidad que sería intrínseca al individuo y al anhelo construido de educarse. Desde los fisiócratas las bondades del gobierno económico insisten en ver la educación de los miembros de una sociedad como un factor que produce riqueza.
No veo razón para rechazar este hechizo económico, a no ser los efectos derivables sobre ese grupo de maestros y facultades de educación que en este nuevo “compartir” quedarían avocados a la obsolescencia.
Toda esa monótona reiteración que clama por mejores resultados en las pruebas estandarizadas omiten los cuidados de quienes trabajan los enfoques comparados con mayor seriedad. Omitir diferencias entre las naciones y deducir explicaciones que no superan el más elemental sentido común resulta un procedimiento obtuso.
Un buen maestro en Colombia, con doctorado, que se queda en la escuela pública, no es lo mismo que un maestro con doctorado en Finlandia o Singapur. Presentar unas estadísticas entre naciones no constituye ni un estudio riguroso ni se aproxima a las exigencias de detalle de las disciplinas comparadas.
Pablo Gentili, doctor en educación de la Universidad de Buenos Aires, nos habla en uno de sus últimos artículos de Ha-Joon Chang, un importante economista de la Universidad de Cambridge quien explica cómo Corea comenzó sus ciclos de crecimiento y expansión económica cuando tenían aún sistemas escolares atrasados y muy bajos niveles educativos en buena parte de su población, ese sólo ejemplo sería suficiente para interrogar la obviedad de algunos estudios que suelen confundir causas con consecuencias.
Al igual que el encantamiento que produce el canto de las sirenas, Tras la excelencia docente, se inscribe en la lógica de los informes que convierten la desigualdad educativa en un problema de gestión. Imaginen la sorpresa de don Pedro Gómez ante un asunto que bien puede funcionar al contrario: una mejor distribución del desarrollo económico nos podría llevar a un más alto nivel educativo; reduzcamos la inequidad y casi con seguridad mejoraremos la educación, pero no al revés, la culpa no es solo de los maestros.