TESTIMONIO
Cómo es estudiar con un trastorno obsesivo compulsivo
Juan Carlos Montoya, estudiante de Comunicación Social, relata lo difícil que fue pasar por la universidad con retos como poca concentración y estados de depresión y euforia.
También soy obsesivo compulsivo diagnosticado, lo que me obliga a tomar diferentes medicaciones para ayudarme a regular mis emociones y mantener la concentración, pues el Trastorno Obsesivo Compulsivo (TOC) me genera dispersión y estados de depresión y euforia que pueden ser muy difíciles de controlar sin la ayuda de los medicamentos.
Cuando no ves bien, te cuesta mucho mantener la concentración y te frustras con facilidad. Hasta las habilidades más simples –esas que casi todo el mundo da por sentado- como leer, escribir, sumar, restar, multiplicar y dividir, se convierten en todo un reto.
Aun así, con el apoyo de mi familia, asesoría extraescolar y seguimiento académico constante, logré completar mi formación básica y secundaria. Luego de terminar el colegio quise estudiar una carrera universitaria -idea con la que mi familia estuvo de acuerdo- y pensando en mis intereses, que pasaban por la investigación, el periodismo, los medios digitales y la radio, llegué a la conclusión de que lo mío era la Comunicación Social.
La universidad
Me inscribí en una institución muy tradicional. Mis primeros resultados académicos no eran sorprendentes, pero no me iba mal. A pesar de todo, había un problema: veía a mis compañeros y no podía evitar sentir algo de envidia, quería ser como ellos, que me aceptaran, y, sobre todo, encontrar a ‘alguien especial’ capaz de quererme con todo y mis defectos.
Esta necesidad me llevó a un estado emocional complicado por el TOC. Sentía cariño y hasta amor por algunas de mis compañeras -incluso por una o dos profesoras- y como no tenía la estructura psicológica para entenderlo de la misma manera que lo hacían otras personas de mi edad, empecé a comportarme de formas extrañas.
Llamaba a mis compañeras hasta 50 veces al día, discutía con las profesoras en clase acerca de por qué no contestaban mis correos electrónicos o por qué no podían entenderme. Mi rendimiento se iba al piso y la mesa de noche junto a mi cama se llenaba con medicamentos.
Durante los siguientes años entré y salí de muchas instituciones educativas de nivel universitario, técnico y tecnológico. Estaba frustrado, dolido y asustado hasta el punto pensar que la universidad estaba fuera de mis posibilidades.
Aunque esa no fue mi mejor época no estaba dispuesto a rendirme. Decidí que me convertiría en autodidacta, un empírico, como la mayoría de los periodistas y locutores que admiraba.
Entre terapias, lecturas por mi cuenta y una variedad de cursos y talleres llegó el año 2006. Todo parecía indicar que comenzaba a lograr mi objetivo: trabajaba como practicante en un canal comunitario en la localidad de Usaquén y tenía el proyecto de crear un medio independiente donde no tuviera que acreditar nada más que mi propia experiencia, “porque la academia no sirve para nada cuando sabes hacer las cosas”, pensaba.
Un día el jefe de producción y me dijo que necesitaba hablar conmigo. Después de felicitarme por mi trabajo insistió en que las condiciones del oficio exigían que yo me profesionalizara como comunicador social, porque el espacio para el empirismo en el mercado laboral era cada vez más reducido.
Dos semanas después nos notificaron que el canal dejaría de existir porque había sido vendido a un operador de televisión por cable. ¡Adiós trabajo! Y yo sólo tenía una biblioteca llena y un certificado de un cursito informal de locución.
Esa noche de viernes volví a mi casa, estaba triste y nervioso. El jefe -debería decir exjefe- había tratado de empujarme a confiar nuevamente en mi capacidad, pero yo tenía miedo: mis recuerdos de la universidad dolorosos y no quería fracasar de nuevo. No podía resistir otra decepción.
Llamé a un amigo y le conté mi situación. Me escuchó por más de dos horas y después de varias llamadas entre mi madre, mis hermanas y mi amigo durante el fin de semana, el martes terminé montado en un taxi hacia la Universidad Central, porque tenía una entrevista de ingreso en la Facultad de Comunicación Social y Periodismo.
Supe que mi amigo, quien por ese entonces era estudiante en dicha facultad y era monitor académico, le había contado mi situación a un profesor con el que tenía alguna cercanía y que era parte del Comité de Carrera.
El profesor escuchó los detalles del caso, pidió datos específicos sobre mis condiciones físicas y psicológicas -informes pormenorizados acerca de tratamientos, medicaciones, etc.- y, en conjunto con los demás miembros del Comité, diseñó un plan para manejar mi proceso académico a partir de unos márgenes consecuentes con mis características particulares. Así fue como me matriculé en esta universidad.
De vuelta al ruedo
La propuesta que se formuló desde la Facultad para asumir mi proceso de formación tenía tres componentes claramente establecidos.
Aunque los contenidos y dinámicas de clase no tendrían ninguna modificación, cada profesor decidiría como evaluar mis avances particulares, en términos de qué trabajos o actividades específicas darían cuenta de mi progreso.
Contaría permanentemente con seguimiento, apoyo y asesoría adicional por parte de la Universidad.
Si bien era necesario mantener un contacto constante con mi familia, yo debería asumir la responsabilidad completa de mi proceso en términos tanto académicos como de mis relaciones interpersonales dentro de la Universidad, sin excusas ni excepciones.
Más allá de esas tres líneas generales, se insistió mucho en que se me debía tratar de la misma manera que a los demás estudiantes, para facilitar mi integración a las dinámicas propias de la institución.
Así comenzó el recorrido para convertirme en Comunicador social y Periodista. No siempre ha sido fácil, he tenido algunos altibajos en el camino, pero actualmente estudio sin asesoría adicional, curso el séptimo semestre de la carrera, estoy desarrollando el anteproyecto de mi trabajo de grado y espero iniciar las prácticas profesionales el próximo semestre.
Hacia el futuro
Siempre quise ser líder. Destacarme positivamente, aportar en la construcción de un mundo mejor. Creo firmemente que la formación que he recibido -sumada a mi experiencia de vida y mis características particulares- me proporciona elementos suficientes para lograrlo.
El jefe en el canal comunitario me dijo más de una vez que mis limitaciones me daban una perspectiva única frente a los temas de salud, discapacidad, ciencia, tecnología, cultura y sociedad, porque mi sensibilidad se construía desde otro ángulo para esos temas. Tal vez como periodista profesional realmente pueda aportar algo para mejorar las condiciones de vida de quienes, como yo, viven con alguna forma de discapacidad.
No todas las personas con limitaciones cuentan con las mismas oportunidades que yo he tenido –y no me refiero únicamente a tener dinero suficiente para pagar drogas y tratamientos- de hecho, son muy escasas las instituciones educativas que se arriesgan a asumir la formación de personas con discapacidad.
Sí. Existen institutos de “educación especial” que cubren una ínfima parte de la demanda existente y, en su gran mayoría, solo abarcan el ciclo básico y medio de la educación. Pero si alguien con una discapacidad cognitiva, psicológica o que tenga una afección seria en términos de movilidad aspira a alcanzar un título profesional, se encuentra con un sinnúmero de obstáculos que en muchos casos terminan por relegarlo a la educación no formal o la autodidaxia.
Si existiera mayor conciencia en torno a las necesidades de la población discapacitada, nosotros dejaríamos de protagonizar notas lacrimosas en los noticieros y empezaríamos a considerarnos como lo que somos: personas ejemplares que, igual que los demás, tenemos derecho a recibir una educación adecuada, a ser incluidos y a tener las mismas posibilidades.