PERFIL
Leonor Esguerra, la monja comunista
La directora del colegio MaryMount en Bogotá fue expulsada en 1969 por sus ideas revolucionarias, se enamoró del fundador del ELN y estuvo a punto de ser fusilada. Esta es su impresionante historia.
Conocí a Leonor Esguerra hace seis años, cuando decidió publicar su historia de vida en un revelador libro llamado La búsqueda. Ya me lo había devorado cuando llegué hasta su apartamento una tarde lluviosa de noviembre de 2011. Mi propósito era entrevistarla para la revista SEMANA.
Los 7 años transcurridos desde entonces no le han quitado su fuerza arrolladora. A sus 86, con la indignación a flor de piel y la misma convicción de rebelarse contra la injusticia y la desigualdad, sigue en la lucha. Hoy vive en Medellín, bajo el amparo de su comunidad religiosa y rodeada de amigos que la miman. Me confiesa que no ha vuelto a Bogotá porque ya está muy vieja.
Parece una venerable abuela, pero Leonor es todo menos una mujer convencional. Su historia daría para hacer una película. Criada y educada para ser una ‘señorita’, desde el principio se dio cuenta de que en su vida no iba a haber presentación en sociedad ni casamiento ni hijos. Sus padres la metieron interna al selecto colegio de monjas norteamericanas Marymount, donde estudiaba la crema y nata de la sociedad colombiana. No sabían que con el tiempo esa comunidad, influida por los vientos del Concilio Vaticano II, iba a abrirle a su hija un mundo que la Bogotá pacata y pueblerina de entonces no ofrecía –la noción de que existía un cristianismo comprometido con la justicia social, que se conectaba con lo que estaba pasando en el mundo–.
Corría 1948 y ya Leonor había presenciado el Bogotazo, en ese inolvidable 9 de abril. Como interna, desde el colegio vio al pueblo levantarse enardecido por la muerte de Jorge Eliécer Gaitán. Esa indignación fue la señal que esperaba para decidirse a algo que venía cavilando: convertirse en novicia. Leonor quería ser como las monjas del Marymount, conectadas con las tristezas y las desigualdades del mundo.
Puede leer: Una mujer que sobrevivió al holocausto y rehízo su vida en Colombia
Junto a su amiga, Margot Gómez, empacó maletas y se fue a hacer el noviciado a Tarrytown, Estados Unidos, en el colegio Marymount fundado en 1936 por las religiosas del Sagrado Corazón de María.
A los 2 años, en 1950, Leonor volvió a Bogotá como profesora en el mismo colegio donde se había educado y allí permaneció por casi 20 años, hasta el día en que las religiosas decidieron cerrarlo estrepitosamente, tras un escándalo que la involucraba a ella. En ese periodo estuvo en Barranquilla, en labores de docencia; luego partió a Medellín para dirigir el colegio Marymount de esa ciudad.
Allá su pensamiento y acción fueron rechazados, llevando a los escandalizados padres de familia a retirarla del cargo por los supuestos pecados que había cometido, entre los que contaban el tener una entrañable amiga que se había separado para casarse con el hermano de su mejor amiga y, como si esto fuera poco... ¡había dejado que una niña protestante coronara a la Virgen en la ceremonia de mayo!
Con el propósito de que bajara la temperatura del alboroto, la madre superiora la envió de vuelta a Tarrytown, cuando estallaba la lucha por los derechos civiles y se acrecentaban las protestas contra la guerra en Vietnam, que ya llenaban las calles de Estados Unidos.
“En esos años, hasta el setenta, casi se salva la humanidad”, me dice. Y agrega “Mayo del 68 en París, la Tlatelolco en México, la lucha por los derechos civiles en Estados Unidos... fueron años maravillosos. Si el mundo hubiera tomado esa vía, hoy no estaríamos en manos de alguien como Trump”.
En 1965 volvió a Bogotá como profesora y dos años después como directora del Marymount. Posteriormente fue nombrada superiora regional de los colegios de esta comunidad en Colombia. Convencida de lo que hacía, se dedicó a educar a sus alumnas para que tuvieran conciencia social, como lo mandaba el Concilio Vaticano II, sin saber que el mojigato establecimiento bogotano ya la estaba poniendo bajo la lupa.
Esta monja emprendió un bachillerato para niñas de bajos recursos en el barrio Galán y, apoyada por la metodología de varios profesores de la Universidad Nacional, encabezados por Germán Zabala, un matemático y marxista que acababa de regresar de París, inició una serie de clases ad honorem de las que se beneficiaron sus estudiantes.. A los padres no le gustó que a la directora del colegio la apoyaran sectores marxistas. Y para colmo de males, Leonor también le había dado un vuelco a las clases de religión, lo que tampoco había caído bien. En lugar del catecismo, decidió que iba a enseñar cómo ser cristiano.
En una de esas clases de religión, la profesora trajo la revista Playboy para que las jóvenes la analizaran. Eso indignó a los padres. Pero la gota que rebosó la copa llegó cuando estos se dieron cuenta de que el tradicional concurso musical, que se hacía todos los años, era una protesta contra la sociedad y la Iglesia.
A las pocas semanas salió en El Tiempo un artículo de Arturo Abella, un recalcitrante periodista conservador, titulado ‘Infiltración marxista en el Marymount’. Decía que las monjas del colegio eran unas marxistas que querían lavarles el cerebro a las señoritas de Bogotá. “El artículo fue infame porque ninguna de nosotras era marxista, quien acepta que llegó al marxismo mucho después”. La publicación tuvo una resonancia inesperada, ya que el papa Pablo VI estaba en Bogotá. The New York Times y Corriere della Sera registraron el escándalo. La magnitud fue tal que el hecho opacó el discurso del papa.
Desde entonces, Leonor Esguerra no tiene visa para entrar a Estados Unidos y las monjas estadounidenses, ante la perspectiva de que ya ninguna religiosa quería enseñar en los Marymount de Colombia y convencidas de que la incidencia de los padres de familia no era la adecuada para el colegio, decidieron cerrarlo.
Después de ese episodio, Leonor se sintió injustamente condenada por los medios y la sociedad. La única periodista que le permitió dar su versión fue Gloria Valencia de Castaño, quien la entrevistó pues su hija Pilar estudiaba en el colegio. Esa amarga experiencia la fue convenciendo de que la vía para que ella pudiese incidir en que las cosas cambiaran era la lucha armada.
Para entonces, esta religiosa ya frecuentaba las reuniones del grupo de curas rebeldes Golconda, donde Domingo Laín, Manuel ‘el Cura’ Pérez, René García, influenciados por el ejemplo de Camilo Torres, muerto en combate en las filas del Ejército de Liberación Nacional (ELN) el 15 de febrero de 1966, eran pioneros –hacia adentro y hacia afuera de la Iglesia católica– de lo que después se llamó la teología de la liberación.
Estos sacerdotes fueron objeto de una intensa persecución de los organismos de seguridad del Estado, lo que motivó que muchos de ellos se radicalizaran y entraran a engrosar las filas guerrilleras, principalmente las del ELN. A pesar de eso, el trabajo intelectual no cesó y la teología de la liberación se hizo pública como corriente de pensamiento en los años setenta.
Lo que les sucedía a sus amigos en Colombia no fue lo único que influyó en su decisión de irse a la guerrilla. Por su parte, ella se había reunido en Francia con los curas que lucharon al lado de los palestinos en la guerra de los Seis Días y esa experiencia la había impactado. Sintió que abrazar la lucha armada desde el cristianismo era lo que tenía que hacer.
Es así como esta mujer de baja estatura, pero de contextura firme, entra al ELN a finales de los sesenta. Allá descubrió que la rígida disciplina de la guerrilla se asemeja a la de las comunidades religiosas. Su nombre de guerra era Maira. Y aunque esta monja fue un ‘cuadro’ juicioso, nunca encajó totalmente en la guerrilla.
Cuando llevaba tres años en el ELN, un armamento y varios milicianos cayeron en poder del Ejército, en operaciones de las que ella era responsable. Le notificaron que tenía que pagar con su vida ese error. Ella, dispuesta a morir por la causa, no se fue para ningún lado. La enviaron acuartelada a Medellín, con otra guerrillera, a una casa situada en un cerro, a la espera de que dieran la orden para su ejecución.
Mientras estaba en capilla supo que su gran amor, el comandante en jefe Fabio Vásquez Castaño, uno de los fundadores de esta guerrilla, finalmente había tomado la decisión. Se resignó a su suerte y se sentó a esperar la parca, como suele decirse. Sin embargo, al cabo de unos días, uno de sus compañeros le abrió la puerta y la dejó ir. Leonor no lo podía creer.
Luego conoció la razón de su increíble suerte: tras la Operación Anorí, una de las más fuertes desarrolladas por el Ejército contra esta guerrilla, que prácticamente acabó con la estructura militar del ELN en 1973, Vásquez había sido relevado del mando y todas las ejecuciones ordenadas por él fueron desactivadas.
Allá, en el monte y en la clandestinidad, Leonor se enamoró de Vázquez Castaño, a sabiendas de que no iba a ser la compañera de su vida, pues se notaba a leguas que era un mujeriego. En su libro, Leonor confiesa que aunque al principio fue muy duro ver cómo este la abandonaba por otra guerrillera, acaso más joven, sentía que los sentimientos que la invadían eran indignos de una revolucionaria. ¿Cómo era posible que ella estuviera odiando a otra mujer porque Fabio la había preferido?
Entonces Leonor se propuso trabajar en sus sentimientos, hasta que se volvió amiga de su rival. Gestos como estos empezaron a hacerla diferente. También se caracterizó por animar ideas que hasta ese momento no tenían cabida en el mundo revolucionario, y por abanderar el tema de género en una guerrilla machista y patriarcal. Sin pelos en la lengua, Leonor tiene el mérito de haber sido la primera en atreverse a quitar el velo que cubre las relaciones de pareja en la guerrilla y de exponer en su libro, sin ambages, lo poco revolucionarios que eran los guerrilleros a la hora de enfrentarse con el poder y el sexo.
Recomendamos: La insondable selva en las ilustraciones de una guerrillera de las FARC
En la guerrilla Leonor se dio cuenta de que el tema de la igualdad con las mujeres se despachaba de esta manera: se les decía que cuando triunfara el socialismo todos iban a ser iguales y que las mujeres no tendrían que pelear más. Con ademán de que no traga entero, me dice: “¡Mira: mangos!”. Leonor viaja a Nicaragua en momentos en que la revolución sandinista había llegado al poder y cuando el ELN queda prácticamente desmantelado, tras la Operación Anorí. Desde Centroamérica envió libros para una guerrilla que se recuperaba del golpe y que se reactiva en los ochenta. Sus compañeros recibían esos libros en la selva y sabían que se los enviaba Maira, la icónica monja guerrillera.
Luego, cuando se conforma la Coordinadora Guerrillera Simón Bolívar, se crea un equipo de trabajo internacional en el que ella quedó como representante del ELN en México, donde permaneció hasta 1994, cuando decidió comunicarles a los jefes de esta estructura que, luego de siete años, había llegado a la conclusión de que a pesar de proclamar que luchaba por el pueblo colombiano los resultados del trabajo le demostraban que esto no era tan así, y quizás hasta ella misma se estaba engañando.
Por ende, decidió regresar a Colombia, como una mujer común, vivir de su trabajo y continuar su quehacer. Así como conoció el feminismo, cuando ya había abandonado las filas del ELN, en el trabajo directo con la comunidad. En 1996 se radicó en Medellín y, tras un año de laborar en la burocracia, decide entrar a una organización no gubernamental que abordaba el tema de la mujer.
Aquí encuentra el trabajo en el feminismo y logra meterse de lleno en él sin tener que dar explicaciones: “En la guerrilla, me notifican, ese tema era considerado un asunto de la burguesía”, dice. “Como no he vivido malas experiencias que me hayan hecho querer colgar a los hombres de los faroles, no soy de esas feministas que odian a los hombres”, me aclara.
Le pregunto por qué duró tantos años para decidir contar al mundo su tan azarosa vida y ella me responde con ese humor bogotano que la caracteriza: “¿Sabes qué le pasa a las mujeres que se atreven a confesar que son marxistas y que fueron guerrilleras?, que las llevan al cadalso”. Y es que a Leonor Esguerra le costó 25 años armar su libro y publicarlo. El primer obstáculo fue encontrar una escritora. Pese a que ella había sido de todo, no era escritora. Un día, de tanto oírle sus historias, su amiga del alma Inés Claux, una popular arquitecta peruana que Leonor había conocido tiempo atrás porque era compañera de René García en el grupo Golconda, le propuso escribirlo.
Comenzaron a trabajar cuando estaban en Nicaragua, de manera intermitente pues Inés tenía que ir a sitios alejados a construir casas para la revolución sandinista. Las sesiones eran intensas, Leonor grababa e Inés desgrababa y reescribía el texto. A lo largo de los años se encontraron en México y hasta en Cali. Cuando Leonor llegó a vivir a Medellín, el libro estaba casi terminado.
Vino entonces el segundo obstáculo: no había interés de ninguna editorial. En 2010 consiguió publicarlo en una edición privada de 1.000 ejemplares, gracias a la generosidad de sus amigos. Uno de los textos llegó a manos de Marianne Ponsford, en ese momento directora de Arcadia. Ella lo leyó y le gustó tanto que le dio la portada de la revista. A los dos días, Leonor tenía cinco propuestas editoriales.
Desde su casa en Medellín ha visto con esperanza el inicio de las negociaciones con el ELN. Sabe que no van a ser fáciles porque, a diferencia de las Farc, la guerrilla de la que hizo parte es una federación. Esguerra está convencida de que todos ellos miran con mucho interés el farragoso proceso de implementación de lo pactado con las Farc-EP.
Leonor nunca pidió que la exoneraran de sus votos, por lo que frente a la ley canónica sigue siendo una monja. Sin embargo, confiesa que ya dejó de serlo y que su religiosidad se le fue “cayendo como la piel de la culebra”. Se declara entonces una mujer espiritual, que cree en la vida y en la vida después de la muerte. Lo que sí sigue siendo es una intelectual marxista. Según ella, lo que está sucediendo en Estados Unidos con el arribo de Trump a la Presidencia no es producto de una crisis del sistema democrático, sino de un “cambio de modo de producción que ha sido ocasionado por la tecnología de punta”. Nada sirve ahora, me insiste: ni los partidos ni los presidentes.
Si quiere leer la entrevista de María Jimena Duzan con Leonor Esguerra
Con esa risa de niña traviesa que la acompaña a sus 86 años, pronuncia su sentencia: “Tenemos que organizarnos en otra forma y tengo la convicción de que a este mundo tan atrofiado solo lo pueden salvar las mujeres”. No me despedí de Leonor Esguerra porque espero encontrármela en la otra vida, después de la muerte. Y casi me atrevería a vaticinar que hasta allá, en esa otra vida, ella va a ser una mujer muy avanzada para su tiempo.
Texto tomado del libro ‘Mujeres que reconcilian’ de Reconciliación Colombia.