MEMORIAS

Los Klarsfeld, cazadores de nazis

Los esposos Klarsfeld narran en sus memorias, recién publicadas, cómo han dedicado sus vidas a rastrear a numerosos exnazis en el mundo.

18 de abril de 2015
La pareja, compuesta por Beate Künzel, hija de un soldado nazi, y Serge Klarsfeld, hijo de un francés que murió en Auschwitz, se conoció en un metro. | Foto: A.F.P

A sus 21 años, la berlinesa Beate Auguste Künzel, hija de un soldado nazi, trabajaba como fille au pair en París cuando encontró a su futuro esposo, Serge Klarsfeld, francés e hijo de un judío deportado a Auschwitz. El 11 de mayo de 1960, a la una y cuarto de la tarde, Beate tomó el metro en la estación Porte de Saint-Cloud en dirección a la Alliance Française, donde estudiaba. Serge, entonces alumno en el Instituto de Estudios Políticos, se subió al mismo vagón y observó a la joven, cautivado por su aire extranjero. Dos paradas bastaron para hablarle y nueve más para pedirle su número de teléfono.

Ese fue el comienzo de una gran historia de amor, pero también de una batalla por la justicia y la reparación. Beate y Serge han dedicado sus vidas a cazar nazis, es decir, a recopilar información sobre antiguos miembros del partido nacionalsocialista, a identificarlos y a rastrearlos con el fin de develar la verdad e impulsar a las autoridades a capturarlos. La pareja decidió contar su historia a cuatro manos en el libro Mémoires (Memorias), recién publicado.

Una relación amorosa entre hijos de nazis y de judíos no era imposible luego de la guerra. Buena parte de los padres de los jóvenes alemanes de la época habían consagrado su inteligencia al Tercer Reich. Serge lo sabía bien y por ello no juzgó a Beate por los crímenes de Herr Künzel. Al fin y al cabo, cuando la guerra estalló, Beate apenas tenía 7 meses de edad. Serge la contagió rápidamente de sus ansias de justicia, sentimiento que nació el 30 de septiembre de 1943, día en el que su padre lo escondió detrás de un falso muro en su residencia al sur de Francia, antes de abrirle la puerta a la Policía alemana. Nunca lo volvería a ver.

Los enamorados emprendieron su primera gran batalla contra Kurt Georg Kiesinger, vicedirector de propaganda radiofónica de la Oficina de Asuntos Exteriores del régimen de Hitler y canciller alemán de 1966 a 1969.

Luego de organizar reuniones políticas, de gritarle “¡Nazi, renuncia!” en el Parlamento, y de publicar una investigación en la que se probaba que Kiesinger contribuyó activamente al proyecto nacionalsocialista, la pareja decidió atraer los reflectores a la causa con una acción simbólica, en medio de un congreso de la Unión Cristiana Demócrata (CDU, en alemán), el partido del dirigente. “Al momento de llegar detrás de Kiesinger, él siente una presencia y se da la vuelta ligeramente. De repente, mis nervios se distienden. Gané. Gritando con todas mis fuerzas ‘¡Nazi, Nazi!’, le doy una cachetada, sin siquiera ver la expresión de su rostro. Luego, recuerdo que Bruno Heck, secretario general de la CDU, se lanzó sobre mí y me inmovilizó. Detrás, escucho que Kiesinger pregunta: ‘¿Es la Klarsfeld?’”, escribe Beate. Resultado: pena de un año de prisión para la joven alemana y una mediatización aparatosa sobre el pasado del político.

Aunque Kiesinger no pagó ni un solo día de cárcel luego del escándalo, los años setenta y ochenta fueron mucho más fructíferos para Beate y Serge. Gracias a un trabajo lento de investigación y de técnicas de paparazzi, los esposos lograron la condena de tres nazis importantes que habían cometido crímenes en Francia: Klaus Barbie, jefe de la Gestapo en Lyon, Kurt Lischka, a la cabeza de la Policía en la región parisina y Herbert Hagen, jefe del Estado Mayor de la dirección de la Policía alemana en el país.

Capturar a Klaus Barbie, verdugo del resistente francés Jean Moulin, fue una obra colosal. A comienzos de los años cincuenta Barbie se refugió en Bolivia con el nombre de Klaus Altmann. Dos décadas después, la pareja logró identificar al criminal gracias a los datos de sus hijos. Inmediatamente lanzaron una campaña mediática y pidieron a las autoridades europeas detenerlo, sin éxito. El exfuncionario alemán, protegido en Bolivia, se negaba a aceptar su verdadera identidad.

Afortunadamente, les ayudó el periodista francés Ladislas de Hoyos. En medio de una entrevista televisiva en el país sudamericano, De Hoyos le tendió premeditadamente una foto de Jean Moulin. “¿Reconoce a este hombre?”, le preguntó. Al tocar la imagen, Barbie firmó su sentencia. Las huellas digitales sobre la imagen permitieron identificarlo, extraditarlo a Francia y condenarlo en 1987 a cadena perpetua. Barbie terminó sus días en una prisión de Lyon, la misma ciudad donde había torturado a Moulin y deportado a 44 niños judíos huérfanos.

Para cazar al criminal Kurt Lischka, Beate y Serge estaban listos a sobrepasar todos los límites: en 1971, con el fin de llevarlo al frente de los tribunales galos, planearon su secuestro en Colonia, Alemania, donde trabajaba en una tienda mayorista de cereales. El 22 de marzo de ese año, acompañados de tres amigos, arrendaron un Mercedes-Benz cupé y se estacionaron al frente de la parada del tranvía en la que el exnazi se bajaba para regresar a su casa. A la fuerza, intentaron meterlo en el carro. Sus 1,90 metros de estatura y sus 110 kilos de peso hicieron la tarea difícil y dieron tiempo a la policía de llegar. Los esposos pagaron dos meses tras las rejas por su intento fallido, pero sus esfuerzos no fueron en vano: gracias a la mediatización, Lischka fue condenado a 10 años de cárcel en 1980.

El comandante Herbert Hagen tampoco pudo escapar. La pareja lo filmó una mañana cuando salía de su apartamento, en la ciudad de Warstein, donde el antiguo comandante había reconstruido su vida como director comercial de una empresa de aparatos eléctricos. Hagen fue juzgado y sentenciado a 12 años de cárcel.

Gracias a las investigaciones de Beate y Serge, los traidores franceses también pagaron por sus crímenes, como Maurice Papon, funcionario de la Prefectura de Gironda, y Paul Touvier, jefe de la milicia lionesa. René Bousquet, secretario general de la Policía del régimen colaboracionista galo, no pudo ser procesado, pues fue asesinado a tiros en su apartamento parisiense por Christian Didier, un hombre que decía querer vengar a los judíos. Francia fue privada así de un juicio histórico contra el responsable de la deportación de 13.152 judíos.

Para los esposos, esta lucha no consistía solamente en capturar a criminales, sino en recuperar el pasado, en darle una visibilidad a las víctimas: “Yo no soy solamente un cazador de nazis, soy sobre todo un buscador de almas judías desaparecidas en la ‘Shoah’”, escribe Serge. Con los años, los Klarsfeld también se volvieron expertos en la identificación de víctimas, lo que los llevó a llevar a cabo labores enormes, como un inventario de los judíos enviados a Auschwitz, de los convoyes de deportados y de su contexto histórico preciso.

Beate y Serge viven todavía en Porte de Saint-Cloud, a dos pasos de donde se encontraron hace 55 años. Para ellos, el combate no ha terminado. La extrema derecha en Europa y los crímenes antisemitas recientes en el Viejo Continente demuestran que estas 688 páginas escritas a cuatro manos eran necesarias y que la lucha contra el ultranacionalismo, el antisemitismo y la xenofobia es, ante todo, una lucha contra el olvido.