El rey Faruq de Egipto, cuando lo derrocaron hace más de medio siglo, pronosticó: “En el siglo XXI solo va a haber cinco reyes en el mundo: el de corazones, el de picas, el de tréboles, el de diamantes y el de Inglaterra”. Todo indica que va a tener razón.
Hasta hace poco, la monarquía de España parecía estar en esa reducida lista de sobrevivientes. Ya no es tan seguro. Los últimos acontecimientos que han sucedido alrededor de esta han acabado en menos en un año con el prestigio que tenía esa institución en la península Ibérica. Y como la supervivencia de los reyes depende exclusivamente del prestigio, la cosa se está complicando.
Todo comenzó con el famoso episodio del safari en Botsuana. Allá pasaron tres cosas: 1) El rey quedó lesionado porque se fracturó la cadera en una caída. 2) Salió a flote que tenía una amante alemana que lo acompañaba en sus viajes. 3) Los españoles se indignaron de que, en medio de una crisis económica tan grave, Juan Carlos estuviera matando elefantes en un safari pagado por un millonario saudí.
De esas tres cosas la más grave fue la tercera, a tal punto que el monarca se vio obligado a ofrecer disculpas. Que los reyes tengan amantes nunca había sido un problema. Los más importantes de la historia han sido los más adúlteros. Desde Luis XIV con madame de Maintenon, hasta Enrique VIII, que para cambiar de mujer tuvo que decapitar a dos de sus seis esposas, se había visto de todo.
Las razones por las cuales esas aventuras ahora hacen daño son la cultura de los tabloides y las revistas del corazón, que consideran esas noticias un banquete de cardenal. Portada tras portada aparecen los detalles del romance, lo cual acaba traduciéndose no en censura moral sino en el manoseo del monarca. Y si bien el adulterio no descalifica a un rey, el hecho de ser manoseado y ridiculizado sí.
Pero si hay algo más grave que el ridículo es la corrupción. Eso fue precisamente lo que sucedió con la noticia de que el yerno de Juan Carlos, Iñaki Urdangarin, se habría apropiado indebidamente de fondos públicos al haber desviado para su beneficio dineros de una fundación que presidía.
A pesar de que no era más que un deportista profesional (de balonmano), Urdangarin era considerado el yerno perfecto. Alto, buen mozo, fotogénico, discreto, con un matrimonio muy feliz y padre de varios principitos hermosos. El contraste con su antiguo concuñado, Jaime de Marichalar, lo hacía ver aún mejor. Este último tenía fama de bisexual y drogadicto y se distinguía por sus atuendos extravagantes. Había tenido un matrimonio desastroso con la hija mayor del rey, la poco agraciada infanta Elena, con quien había producido un par de niños normales, muy distantes a los de revista de Urdangarin y la infanta Cristina.
Independientemente de la estética, los cargos contra el yerno eran graves. La Justicia española lo acusa de evasión de impuestos, fraude fiscal, prevaricato y falsedad de documento. Urdangarin dirigía una organización sin ánimo de lucro para temas de responsabilidad social: el Instituto Nóos. Supuestamente a través de esta entidad habría desviado fondos públicos hacia una red de empresas privadas en las cuales tenía participación.
En el proceso, su propio socio acusó al rey de proteger y favorecer los negocios de su yerno. Pero la cosa no paró ahí. La bomba explotó cuando fue imputada su esposa, la infanta Cristina, como “cooperadora necesaria” en las actividades ilegales de su marido, pues era miembro vocal de la junta de la fundación y su nombre aparecía en sus folletos publicitarios.
Nunca en la historia de la monarquía española un miembro de la familia había sido llamado a los estrados judiciales. La Casa Real reaccionó con indignación en un comunicado declarándose “sorprendida” por el llamado que hace el juez a la infanta. Esto iba en contravía de la declaración del mismo rey, quien apenas se conoció la imputación contra su yerno, dijo en la alocución de Navidad que “la Justicia tiene que ser igual para todos”.
Todo esto ha hecho que el prestigio de Juan Carlos se vaya a pique. Los expertos en el análisis de encuestas consideran que no hay nada más grave que tener una imagen desfavorable superior a la favorable. Eso le está sucediendo a él. Su imagen positiva ahora está en el 42 por ciento y la negativa en el 53. Si hubiera una elección por voto popular sería barrido.
Todo esto dejaba el prestigio y la supervivencia de la monarquía en manos de una sola pareja: la del príncipe Felipe y su esposa Letizia. A pesar del cóctel explosivo del resto de la familia con el adulterio del padre, el divorcio de una hija, la corrupción de un yerno, la imputación de la otra hija y la insensibilidad frente a la crisis económica, la imagen del heredero y su esposa parecía perfecta. Él, buen mozo como un príncipe de cuento de hadas y ella, de Cenicienta como la plebeya (su abuelo era taxista) hermosa y buena que había conquistado el corazón del mejor partido de España.
Las dos hijas de la pareja también parecen de ensueño, y el único lunar en tanta perfección es que Letizia era una mujer divorciada. Sin embargo, ante las realidades del mundo contemporáneo, este pasado que hubiera sido imperdonable medio siglo atrás fue fácilmente aceptado en la España postfranquista. A esto contribuyeron mucho revistas como Hola, que en prácticamente todas las ediciones sacan a la pareja real radiante de felicidad, cogida de la mano y con mirada adoradora.
La semana pasada a ese retrato idílico le salió una grieta. Un primo de Letizia, en un gesto de poca solidaridad familiar, publicó un libro en el cual revelaba entre otras cosas que antes de casarse con el príncipe ella había tenido un aborto de una relación anterior.
Felipe habría estado enterado de esta situación, y según el libro, ambos movieron palancas para desaparecer la historia clínica. La razón no sería solamente por problemas de imagen, sino también legales puesto que en ese momento el aborto estaba prohibido en España. De ser verdad no solo la princesa habría cometido un delito, sino también el príncipe como cómplice en la obstrucción de la Justicia.
Aunque en el mundo de hoy la mayoría de la gente no percibe un aborto en términos tan graves, el episodio no deja de tener implicaciones morales y jurídicas.
Y ya para rematar, hace pocos días fue sancionado por la Justicia Amadeo Martínez, un coronel retirado que se atrevió a decir lo que muchos españoles piensan: “El rey cree provenir del testículo derecho del emperador Carlomagno, pero en el fondo no es más que el último representante en España de la banda de borrachos, idiotas, descerebrados, cabrones, vagos y maleantes que a lo largo de los siglos han conformado la foránea estirpe real borbónica”.
Por este horroroso y genial comentario, el coronel fue multado con 6.480 euros. Aunque la cifra no es muy alta, ni fue enviado a la cárcel, es inconcebible que en pleno siglo XXI, cuando la libertad de expresión es considerada un derecho sagrado, en un país europeo se haya podido imponer una pena por criticar a la monarquía. Esto en el fondo lo que significa es que la institución está tan desprestigiada que va a tocar defenderla a capa y espada, como en el Medioevo.
Sin duda alguna las monarquías son en la actualidad una especie en extinción. Con los reyes pasa lo mismo que con los magos: si a uno le cuentan cómo es el truco ya no interesa. Y con la cultura de los tabloides, de los paparazzi y de internet, la magia de las casas reales desapareció.
La única función que estas tenían era servirle de inspiración al pueblo con el engaño de que una familia perfecta había sido designada por Dios para trabajar incansablemente por el bienestar del país y darle unidad y continuidad a su historia. Walter Bagehot, el gran pensador de Inglaterra en el siglo XIX, escribió al respecto: “Nunca hay que permitir que a la magia de la monarquía le pueda entrar la luz del día”.
En esa época los reyes solo podían casarse con alguien de sangre real, no se podían divorciar y la información sobre sus actividades era totalmente controlada. Hoy se casan con nietas de taxistas divorciadas, se separan en medio de escándalos, las princesas aparecen en las revistas en topless y las conversaciones telefónicas de amor o sexo de la realeza son grabadas y publicadas por la prensa imprudente. Basta recordar que el príncipe Carlos fue interceptado diciéndole a Camilla Parker-Bowles “quisiera ser tu tampón”.
Así la cosa no funciona. Esto hace que muchas personas en los países donde aún existe esa institución piensen que lo que están haciendo es simplemente pagando impuestos para subsidiar la producción de un reality sobre una familia disfuncional. Por lo tanto, es casi imposible que las dos preciosas hijas del príncipe Felipe y Letizia, o incluso el hijo que va a dar a luz próximamente Kate Middleton, lleguen algún día a tener en sus cabezas una corona.