Homenaje

Un año sin Rafael Baena

Antes de morir el 14 de diciembre de 2015, el escritor, periodista y fotógrafo Rafael Baena dejó una novela inédita y autobiográfica que será publicada el 22 de febrero del próximo año. Un homenaje póstumo de alguien que quiso conocerlo mucho más.

Sara Malagón Llano
14 de diciembre de 2016, 3:05 p. m.
Rafael Baena nació en Sincelejo en 1956 y murió en Bogotá en 2015. Foto: Nicolás Ordóñez.

La verdad de este artículo es que iba a ser escrito después de una entrevista con el escritor Rafael Baena en diciembre de 2015. “No sé si puedas venir a mi casa, es que ando pegado a un tanque de oxígeno, entonces no es que pueda moverme de a mucho”, me dijo. Le escribí el lunes 7 de diciembre para acordar el día del encuentro en la semana del 21, pero nunca respondió. Supuse que se había ido de viaje. “A Baza”, pensé, la hacienda colonial en Boyacá donde pasó gran parte de su infancia, donde solía montar a caballo, donde le pidió a su esposa Amalia que se fueran a vivir juntos, donde procuró también que sus hijos pasaran parte de su infancia, donde se refugió un año cuando se enfermó y donde escribió Siempre fue ahora o nunca, una de sus últimas novelas.

Rafael Baena murió el 14 de diciembre de 2015, mientras yo revisaba Tanta sangre vista, su primer libro, con la ingenuidad de quien da la vida y el tiempo por sentado. Justo entonces, a eso de las siete de la noche, recibí un mensaje de texto de su hijo Samuel, que decía que su papá acababa de morir. Dejé el libro –su libro– a un lado. La noticia fue triste y sobrecogedora.

Me quedé, entonces, con las preguntas escritas al margen de sus libros. Las escribí con la seguridad y la emoción de que pronto se responderían y de que darían lugar a una conversación amena. Luego vinieron los homenajes póstumos. Los periodistas dedicaron sus columnas a recordarlo con el cariño y la admiración que le tenían. Me sentí incapaz de escribir algo valioso, y sin embargo luego supe que antes de morir le había dicho a Samuel que yo probablemente, con o sin entrevista, escribiría sobre él.

Decidí, de nuevo, dejar pasar el tiempo para hacerlo al calor del recuerdo y no de la muerte. Quise darle tiempo también a su familia para revivir historias y a mí para volver a sus novelas. Ese tiempo me permitió acceder, meses después de su muerte, al manuscrito de Memoria de derrotas, una novela inédita y autobiográfica que se aleja del tema de la que habría sido nuestra entrevista: su predilección por la novela histórica.

Rafael periodista

Rafael Baena nació en Sincelejo el 28 de noviembre de 1955 –no en 1956, como quedó por error en su cédula y en las publicaciones sobre él–. Estudió en el colegio Cervantes de Barranquilla, y después de varios ires y venires de la capital a la costa se instaló definitivamente en Bogotá con la excusa de querer estudiar Derecho en la universidad Javeriana. Samuel dice que se vino porque de costeño tenía poco. Y que su pasión por el rock y la necesidad de poner distancia con sus padres estrictos y asustadizos fueron sus verdaderos motivos.


Baena en la toma de la embajada de República Dominicana. Artchivo familiar. 

Empezó a estudiar Derecho y no le gustó. Luego entró a Economía, hizo diez semestres y se retiró. Entró a Periodismo y le gustó, pero nunca se graduó. El día de la toma del M-19 de la embajada de República Dominicana llegó allá con su cámara. Esas fotos se convirtieron en el grado que no necesitó para volverse periodista. Consiguió que le sacaran la tarjeta profesional y empezó a trabajar como fotógrafo y como reportero –una mezcla inusual en la época, y también hoy–, primero en Antena, luego en la revista Gente y después en Cromos. “Rafa tenía la virtud de saber hacer fotos y de saber escribir, y como siempre era más fácil enviar a un solo corresponsal, y no a dos, cubría de todo: reinados de belleza, la guerra en Centroamérica, los exámenes de las ballenas en Gorgona”. Al respecto Rafael dijo esto en una entrevista, con la sencillez que lo caracterizaba: “Los fotógrafos me decían que yo les estaba quitando una plaza, cerrando la puerta para que uno de sus amigos, o el primo, qué sé yo, llegara a la revista. Y los redactores creían que los fotógrafos eran gente cuyo único talento era hacer clic en el momento justo y que en la cabeza no tenían nada distinto a mierda de gallina. Curiosísimo. Yo me le medí igual a las dos líneas de trabajo, pero de haberlo sabido antes el susto me habría paralizado”.

En el 85, hastiado de los medios, se dedicó a la fotografía freelance. Poco tiempo después empezó a salir con Amalia Carrillo, quien para ese entonces militaba en un movimiento de izquierda. Un día ella y una compañera tuvieron que ir a desenterrar unas armas del jardín de una casa en el sur. Un carro empezó a seguirlas. Decidieron parar en el apartamento de Amalia, en el centro de la ciudad, y esconderlas debajo de su cama. Cuando llegaron a la oficina el mismo carro todavía las seguía.

Su familia pensó en enviarla a París, a Quito o a Australia. Pero Rafael propuso que se refugiara en Baza para que así Amalia estuviera cerca de su hija, Manuela. “Obvio, y de él también”, dice riendo.

Amalia Carrillo y Rafael Baena. / Margarita Carrillo.

“Yo caminaba los corredores de esa maravillosa hacienda y le preguntaba a cada baldosín qué iba a ser de mi vida. No era capaz de dejar a Manuela, y por otro lado sentía una decepción muy grande del movimiento. Mis compañeros se habían esfumado, ni siquiera sabía si los habían matado. Estoy hablando mucho de mí y poco de Rafael, pero es que todo este cuento va a un gesto que fue para mí absoluto”.

En una de sus visitas, durante los cuatro meses en que Amalia estuvo escondida en Baza, Rafael le propuso que se fueran a vivir juntos y le prometió ayudarla a deshacerse del armamento que seguía debajo de su cama en Bogotá. “Cuando levantó el colchón y vio eso y dijo ‘¡Jueputa! ¡Pero qué es lo que tiene aquí, hermana!’. Dijo que las armas había que cuidarlas, que no podíamos destruirlas, que mi vida corría peligro. Trajo un aceite tres en uno, aceitó cada arma, a cada una la envolvió en una bolsa plástica y las empacó en unas maletas. Él se echó eso encima siendo una persona totalmente imparcial. Rafael decía siempre ‘Banderas, ni bajo las negras’. Era un anarquista. No comulgaba con nada, no militaba con nada, solo profesaba su profesión. Por eso ese gesto, el haberse expuesto por mí y por una causa aunque en el fondo supiera dónde estaba su corazón, fue para mí determinante”.

Rafael vendió un pequeño lote en la Calera, Amalia vendió su apartamento y juntos compraron otro en donde siempre vivieron con Valeria –la hija de Rafael–, Manuela –la hija de Amalia– y Samuel –el hijo de ambos–.

En 1987 Heriberto Fiorillo se lo llevó a trabajar a Noticias Uno como editor deportivo, y luego trabajó como editor del Noticiero de las Siete. “Era una época muy brava. Llegaba destruido a casa porque, para abrir el noticiero, tenía que elegir la noticia del reportero que más muertos trajera”, dice Amalia.

En 1994 cogió la cámara de nuevo y se fue a Cambio 16. “Fue una época muy feliz de nuestras vidas. Él era muy papá, estábamos muy con los niños, los montábamos a caballo, hacíamos paseos. Rafael tenía un Willys, y en él llegábamos a una casita que teníamos en Sopó. Poníamos una sillita de cuero de niños entre él y yo, y ahí sentábamos a Samuel. Y atrás iban las niñas con perros, maletas, botas, ruanas, frío”.

Samuel, Amalia, Rafael, Manuela y Valeria en Quatarah, la finca familiar en Sopó. Archivo familiar. 

Más adelante Rafael trabajó dos años como editor en El Espectador y luego volvió a Cromos otra vez como fotógrafo. Finalmente trabajó por ocho años en Credencial. “Fue en Credencial que empezó a decirlo: ‘Quiero escribir una novela’. Un día estábamos en una cabalgata. Él se bajó de Casandra, una yegua a la que quería mucho, y le dijo ‘algún día voy a escribir un libro donde salgas tú’”, cuenta Amalia.

Empezó entonces a escribir su primera novela sin decírselo a nadie. Solo ella, la primera lectora de todas sus novelas, lo sabía. Y fue en el proceso de escritura de Tanta sangre vista que empezó la enfermedad.

Un escritor, una enfermedad

Samuel asegura que su papá siempre escribió. “No me di cuenta cuándo fue, pero estoy convencido de que él escribía literatura desde hacía muchos años. Decía que escribir no era un hobby, que era algo que el escritor simplemente hacía. Luego dio un primer paso, que fue admitir que escribía literatura en un círculo cerrado. Luego dio el siguiente, que fue publicar Tanta sangre vista. Es falso que empezara a escribir porque se enfermó. De hecho uno de sus amigos dice que esa novela fue lo que lo enfermó. Cuando llegaba a Credencial en la mañana ya se había fumado medio paquete de pielroja. Escribía desde la madrugada en el estudio, en un Compaq presario, y recuerdo que un día noté que la parte de abajo del computador estaba totalmente amarillenta”.

Amalia dice que una madrugada de repente se sentó y arrancó a escribir, junto a un termo de tinto y sus cigarrillos. Al volver del trabajo revisaba lo que había escrito en la mañana. Escribía un capítulo diario, por eso la mayoría son cortos. Al final repasaba la novela entera, Amalia la leía, le hacía sus críticas y correcciones, y la mandaban a la editorial.

“Él y yo lo discutíamos todo. Los personajes, por supuesto, se convirtieron en amigos de la casa. Fue una cosa muy intensa. En todas las novelas se enrollaba con dinámicas de sus personajes. No quiero decir con esto que los actuara, ni que se tratara de una cosa esquizofrénica, pero yo sí sentía que empezaba a respirar al ritmo de la época. Intentaba ver el mundo como sus protagonistas. Entraba en una pequeña dimensión de pulsación con lo que estaba haciendo”.

Cuando Rafael Baena se enfermó, Amalia decidió dejar su trabajo como productora de documentales y dedicarse a él. Empezó a sufrir cuando vio que llegaba alcanzado, ahogado de Credencial. “Seguía trabajando enfermo. Tenía un tanque de oxígeno en la revista, un tanque en la casa y otro en el carro. Un día le dije ‘Basta: yo me pongo al frente y sacamos tu pensión por invalidez. Cambiamos de estilo de vida y ya está. Estoy dispuesta hasta a pasar hambre con tal de no verte trabajar más”. Sacó la pensión en un año y Rafael se dedicó por completo a la escritura.

Cuando le preguntaban por qué había escrito novelas históricas, y por qué se había centrado sobre todo en el siglo XIX, respondía siempre que a sus hijos había que explicarles la violencia, y que los orígenes de la guerra de hoy estaban en las guerras de ayer, en la fundación misma de la patria. Esa se convirtió en una de sus principales motivaciones. Eso, y su conocimiento y pasión por esa época, y el estudio exhaustivo de la caballería como cuerpo militar, regida por ciertos códigos de honor que, como cuenta su familia, siempre trató de incorporar a su vida: “el código de honor del caballero”.

Rafael Baena en el criadero Alto de la Cruz en Sopó. / Margarita Carrillo.

Como le dijo la editora Ana Roda a El Tiempo, Rafael Baena supo iluminar aspectos enteros de la historia colombiana desde el lado humano, preguntándose por cómo vivieron los guerreros, los militares y las mujeres en la guerra.

Sabía entretejer las voces hasta formar una historia compuesta de fragmentos, de gentes, de pequeños amores. Parecía tener una conciencia profunda de que el todo son las muchas voces, y de que la verdad se esconde en cada una de ellas y en ninguna, porque la historia total es inaprehensible. Plasmó eso con palabras, con silencios y vacíos entre las pequeñas historias, sencillas y humanas. Hizo con ellas pequeños brochazos de la historia, puntos de un todo imposible, personajes que rondan el mundo y que le dan vida a la historia total con la suya propia, por un momento fugaz.

Baena se atrevió a desempolvar grandes acontecimientos que él presentó siempre como algo más cíclico que sepultado en el pasado. Novelas decimonónicas, por el tema, fueron cuatro: Tanta sangre vista (2007), ¡Vuelvan caras, carajo! (2009), La bala vendida (2011) y La guerra perdida del indio Lorenzo (2015). Escribió también lo que él llamó “un divertimento”, Samaria Films XXX (2010), sobre sexo, drogas y rock and roll; un ensayo sobre los caballos, Ciertas personas de cuatro patas (2014); una versión gráfica de Tanta sangre vista (2015); y otra novela histórica pero más contemporánea, Siempre fue ahora o nunca (2014). Escribía por la tarde, escribía los fines de semana, escribía los festivos, se ponía triste si no escribía. No paraba. Escribió ocho libros en nueve años. Y de esos ocho, el único que Amalia no comentó fue Memoria de derrotas.

La novela póstuma

Memoria de derrotas es la historia de su propia enfermedad y de su lucha contra el sistema de salud. Iba a ser una crónica, que se publicaría en Soho, sobre la experiencia de pedir un trasplante de pulmón. “Rafa alcanzó a hacer eso, y fue todo un martirio”, dice Samuel. “Lo perdieron en un laberinto burocrático y kafkiano. Ese es el origen de la novela: la rabia hacia lo que él siempre sintió rabia, el sistema, que esta vez se le manifestaba con el rostro de la salud. Él sentía que lo querían matar. Ya no era ni siquiera una cuestión de la distribución de la riqueza, sino de la vida y de la muerte. Sentía que le estaban negando la posibilidad de vivir”. La crónica nunca se publicó. Rafael decidió convertirla en su última novela y la dejó con orden de publicación póstuma.

“De alguna forma misteriosa mi papá sabía que estaba cerca el momento y alcanzó a anunciarlo. Los últimos meses fueron raros y a la vez muy lindos, porque la consciencia de la muerte estaba ahí. Nos decía ‘creo que es este año, prepárense’, y hablaba de un viaje del que no iba a volver. Al final dejó de hablar de la enfermedad y de la muerte –cuando se puso cita con ella, cuando la sabía inminente–. Hablaba de la vida: de sus amigos, de su familia, de lo feliz que había sido, de que había hecho todo lo que quería hacer. De que había sido pobre y rico, en todas las acepciones posibles. De que lo había estudiado todo, de que había tenido amor, de que había dado amor. Por eso Memoria de derrotas está permeada por la idea de que él era un derrotado, pero que en esa derrota siempre hay una forma de victoria”.

Como siempre lo hizo, también esta vez Rafael escogió la foto que aparecería en la portada de la edición de Alfaguara. Para Tanta sangre vista había usado una, encontrada en Baza, de Hermógenez Ordóñez, su bisabuelo y mayor durante la guerra de los Mil Días. Para La bala vendida hizo posar a Valeria Mejía, la novia de Samuel. Y para Siempre fue ahora o nunca puso al mismo Samuel a hacer de él, con su chaleco, su cámara y su maletín de reportero.

La historia de la portada de Memoria de derrotas, que está narrada en la novela, gira alrededor de una foto que tomó en 1993 con su cámara Hasselblad –su favorita–, y que Amalia encontró en los archivos. “Nosotros teníamos un revólver en la casita de campo en Sopó porque se entraban mucho los ladrones”, dice Amalia. “Un día cogió ese revólver, y en el tambor puso cinco cigarrillos pielroja. En su libreta de taquigrafía, que era donde tomaba sus notas de reportero, escribió: ‘Señor juez, pielroja satisface plenamente el deseo de fumar’. Sobre el papel puso el revólver con los cigarrillos. A esa foto la tituló ‘Premunición’. Es un poco dura, pero la novela es dura igual. Me encanta que la haya hecho él, que lo hubiéramos hablado y que realmente haya sido una premunición”.

La novela será lanzada el 22 de febrero de 2017 en la Librería Lerner del norte. Otro homenaje a Baena tendrá lugar en la próxima edición de la feria del libro, en el que se abordará su obra desde tres perspectivas: la fotografía, el periodismo y la literatura. Habrá un panel en el que conversarán amigos de él, seguramente, como sucedió en cada uno de los –para él terroríficos– lanzamientos de sus novelas. Amalia ya está preparando un video para la ocasión.

Rafael Baena en su casa con el manuscrito de una de sus novelas. / Nicolás Ordóñez.