"He luchado contra dominación blanca, he luchado contra la dominación negra. He acariciado el ideal de una sociedad libre y democrática en la que todas las personas vivan juntas con armonía e igualdad de oportunidades. Es un ideal por el que espero vivir y por el que espero triunfar. Pero si fuere necesario, es un ideal por el que estoy dispuesto a morir".
El recien fallecido expresidente de Suráfrica, Nelson Mandela, dijo ésas frases lapidarias en 1963, en uno de los momentos más difíciles de su vida, cuando su lucha parecía estéril y Suráfrica se hundía cada vez más en el abismo de la segregación racial. Pocos soñaron entonces que ese mismo hombre de entonces, acusado por sabotaje contra el Estado, reconocía sus delitos para convertir el suyo en un juicio polìtico, viviría no sólo para superar la cadena perpetua que se le impuso, sino para convertirse en un verdadero prócer, fundador de una nueva patria para los millones de surafricanos raizales que hasta ahora habían sido ciudadanos de segunda en su propia tierra.
Mandela tenìa 44 años cuando entró a prisión, y salió de 71, pero sobre él no pesaba la carga del odio ni el deseo de venganza, lo que se convirtió en un poderoso estímulo para la construcción de la confianza entre la minoritaria comunidad blanca, y de la tolerancia entre la negra mayoritaria.
Nelson Rolihlahla Mandela nació el 18 de julio de 1918 en Qunu, una aldea de chozas de barro, pero su ascendencia es aristocrática. Miembro del clan real de los Thembu, desde la muerte de su padre, a sus 12 años de edad, el niño fue criado por su primo, a la sazón jefe del clan. Su gran estatura y sus maneras formales revelan su formación real, así como su tolerancia por la tradición, que ayudó a limar las asperezas entre los muy urbanizados líderes del Consejo Nacional Africano (CNA) y las autoridades tribales que todavía ostentan algún poder en el ámbito rural. Y, por encima de todo, su liderazgo tiene algo de jefatura natural, en la confianza que despliega para hacer que sus puntos de vista se impongan sin demasiado esfuerzo.
En la Universidad de Fort Hare conoció a Oliver Tambo, quien con los años se convertiría en otro líder liberacionista, y su amistad produjo lo inevitable: ambos fueron suspendidos por una protesta estudiantil en 1940.
De regreso en su villa natal, encontró que su familia le había escogido una esposa, pero su falta de atractivo, sólo comparable con la perspectiva de quedarse estancado en la política local, le hicieron escapar. Buscó refugio en Johannesburgo, en el suburbio de Soweto, y allì encontró la ayuda en quien se convertiría también en un gran aliado de luchas: Walter Sisulu. Trabajando para su firma de finca raíz, Mandela se convirtió en un personaje casi instantáneamente. Terminó sus estudios de leyes y abrió con Tambo el primer bufete negro del país. Se casó con una enfermera, Evelyn Nkoto, y tuvo tres hijos.
Pero la política estaba primero, y en unión de Tambo y Sisulu creó la Liga Juvenil del Congreso Nacional Africano que, fundado en 1918, parecía muy aburguesado para su tarea revolucionaria. Sólo cinco años después el grupo se apoderó de la dirigencia del partido.
En 1961, luego de una matanza de manifestantes pacíficos por parte de las fuerzas de seguridad en Sharpeville, Mandela lanzó al Congreso a la insurrección armada, y se convirtió él mismo en el primer comandante del grupo guerrillero conocido como "Lanza de la Nación". Ocho meses más tarde, luego de hacerse conocer por su habilidad para escapar como el 'Pimpinela negro', fue capturado.
Fue entonces cuando pronunció sus famosas palabras, y comenzó su largo cautiverio hacia la gloria. Afuera quedaba su segunda esposa, Winnie Madikizela, con quien tuvo dos hijas que jamás disfrutaron de su padre en su niñez.
Su prisión en el penal de Robben Island se convirtió en un medio para refinar y rediseñar las tácticas contra la injusticia imperante. Su convivencia con otros presos políticos sirvió como una verdadera universidad de la liberación. Pero pese a haber sufrido indeciblemente, lo más sorprendente fue su falta de revanchismo. Sisulu sostiene que fue la filosofía de unión de las razas lo que les ahorró ese nuevo sufrimiento que es el odio. Mandela afirmó que también la prisión le puso en contacto con la bondad de algunos guardas blancos, con quienes desarrolló eventualmente una gran amistad, y además colocó bases para su aproximación con los líderes del gobernante Partido Nacional, quienes le visitaron para intentar iniciar el diálogo.
Así, en una visita del ministro de Justicia, Kobie Coetsee, en 1986, fue cuando Mandela, en un despliegue de autoridad, comenzó las conversaciones sin contar con sus correligionarios. No era momento para debates, dice. Esas negociaciones produjeron su liberación, en febrero de 1990.
El resto ya hace parte de la historia. Su capacidad para construir consensos se debió desplegar no sólo frente a los enemigos, sino en el seno del propio CNA. Para el año de 1994 los despachos de los corresponsales contaban la solemnidad que reinaba en las filas durante las primeras elecciones libres en la historia del país. El CNA se convirtió en mayoría y Mandela en el primer presidente negro de Sudáfrica.
El milagro no se había sellado aún. Al año siguiente, Sudáfrica fue la sede del mundial de rugby, que siempre había sido el deporte de los afrikaaners. En la final, Mandela apareció en el campo con la camiseta verde del equipo. El estadio, casi todo blanco, comenzó a corear su nombre. Y los negros bailaron en las calles cuando ganaron el partido. Por primera vez, negros y blancos tuvieron una causa común. El genio de Mandela fue entender esa tremenda energía emocional y canalizarlo. Después de un año de ser presidente, era difícil encontrar un blanco surafricano que no pensara que Nelson Mandela era su presidente y un gran hombre.
Tal como lo prometió, el hombre de la sonrisa luminosa no se presentó a la reelección y cedió el poder en 1999 a Tabo Mbeki. A pesar de que los últimos tres gobiernos surafruicanos han dejado mucho que desear el legado de Mandela no se está desvaneciendo y por contraste, se está fortaleciendo.
Hoy, los sitios donde Mandela estuvo recluido son museos que le rinden tributo y en las principales ciudades surafricanas se llora al hombre que fue capaz de cambiar el rumbo de la historia de un país y porque no del mundo entero.