El caracazo
Violentos disturbios, mas de 700 muertos y 3000 heridos son el resultado inmediato de la destorcida de la economía venezolana.
El lunes de la semana pasada la ministra de Finanzas de Venezuela, Eglée Iturbe de Blanco, se encontraba almorzando en un lujoso restaurante de Washington con el director del Fondo Monetario Internacional, Michael Camdessus. El tono de la conversación era relajado y alegre, pues los funcionarios acababan de firmar en la mañana la famosa "carta de intención" que abriría al país las puertas de créditos por US$4.300 millones que, aunque eran menos que los US$5.000 millones que el gobierno esperaba obtener, no eran un mal resultado. Los créditos, a otorgarse escalonadamente hasta 1991, ayudarían al país a salir de la encrucijada económica en que se encontraba, y se condicionaban, como es usual en esas operaciones, al estricto cumplimiento de la "receta" del Fondo en materia del manejo interno de la economía.
El almuerzo protocolario, sin embargo, no terminaría como comenzó. Las noticias sobre las revueltas populares en varias ciudades del país, con Caracas a la cabeza, ensombreció el ambiente. Tanto la ministra como su comitiva, en la cual estaba Pedro Tinoco, presidente del Banco Central y responsable del diseño de las medidas económicas anunciadas por el gobierno, debieron regresar al país a marchas forzadas, en el avión oficial que los había llevado. Lo que estaba sucediendo en su país, era una verdadera revolución, en cuyo origen profundo estaban las mismas razones que habían llevado a la ministra a su gestión en Washington.
El paquete de medidas económicas, anunciado desde la semana anterior como un esfuerzo para salvar la economía del país y destinado además ajustar su manejo a los requisitos del FMI, incluía, fuera de esos incremetos el alza en los servicios público la liberación de las tasas de interbancario y el establecimiento de cambio único y flotante para la moneda del país, el bolívar. Pero fue solamente cuando supieron los usuaris que los dueños del transporte habían adoptado alzas "salvajes" superiores al 100 de los pasajes, superando con creces el 30% autorizado por gobierno, que las revueltas explotaron como una bomba.
Los primeros grupos comenzaron reunirse en las calles, inicialmente en la ciudad satélite de Guarenas, donde bloquearon desde un comienzo el tránsito hacia el oriente del país. Cuando los "autobuseros" resolvieron además negarse a recoger a la estudiantes que tienen derecho a medio pasaje, la situación se hizo más tensa, y pronto los amotinamientos dieron paso a la toma de las principales arterias viales de Caracas, al levantamiento de barricadas y al incendio de buses y automóviles particulares. La violencia se incrementó aún más con miles de pobladores de los barrios pobres -situados en las colinas que rodean la ciudad-, que comenzaron a descender y, mezclado con turbas enardecidas, arremetieron contra los primeros negocios en los que, una vez ganado el acceso, llevaban a cabo un saqueo total.
La revuelta se generalizó por toda la ciudad cuando bandadas de 100 y hasta 200 "motorizados", como se llama a los mensajeros con moto, se distribuyeron por todo Caracas sembrando el desorden, a tiempo que bloqueaban calles y promovían más saqueos. Ciudades como La Guajira el principal puerto abastecedor de Caracas, Puerto la Cruz, Maracaibo, Barquisimeto, Valencia, Maracay, Merida y San Cristóbal, en mayor o menor grado, vieron brotes desconocidos de violencia, ante unas autoridades que no atinaban a manejar la situación. El panorama que se apoderaba del país era de una anarquía casi total.
Mientras el número de muertos crecía alarmantemente, y con medio país paralizado por completo, el presidente Carlos Andrés Pérez se dirigió al país por la televisión, minutos después de suspender las garantías dispuestas por seis artículos de la Constitución, en lo que se refiere al derecho de manifestación pública o privada, libertad de expresión, libre tránsito por el territorio nacional e inviolabilidad del hogar, así como a la protección de la libertad y seguridad personal.
Ante sus conciudadanos, que ya sabían que había sido decretado además el toque de queda entre las 8 de la noche y las 6 de la mañana a partir del martes, el presidente pronunció una apasionada alocución de más de 40 minutos, en la que reconoció que la frustración y el resentimiento "de los sectores más desposeídos, por las penurias que padecen", fue la causa del estallido de violencia. Defendiendo el ajuste económico como el único camino para salir de la crisis, Pérez insistió en que esas medidas y los tratos con el FMI llevarían al país a retornar pronto al "desarrollo sin inflación".
En un comentario que contrastó con la violencia observada en las calles (incluso de parte de las fuerzas del orden), hizo hincapié en que su gobierno había actuado frente a la explosión social "como lo debe hacer un gobierno democrático, pues cualquier régimen dictatorial lo hubiera resuelto rápidamente, pero a sangre y fuego".
El mismo día, mientras los hospitales se declaraban en estado de emergencia por el número de heridos, y las calles eran tomadas por un nuevo tipo de motines, caracterizados como del "hampa", se anunció una serie de medidas de emergencia destinadas a calmar de alguna manera el furor popular. Los precios de los productos básicos (que por otra parte habían desaparecido por completo de los "abastos") y el valor del transporte terrestre fueron congelados, mientras los representantes patronales (Fedecámaras) y obreros (la Central de Trabajadores de Venezuela) acordaron un aumento único de los salarios del sector privado, de US$54, el equivalente a unos 2.000 bolívares que siguieron al aumento de los sueldos de los empleados públicos, que osciló entre el 5 y el 30%.
A partir del jueves, la tormenta pareció comenzar a amainar. Las calles y avenidas caraqueñas, que el miércoles parecían pertenecer a una ciudad fantasma, comenzaron a ser ocupadas de nuevo por los primeros ciudadanos que, timidamente, trataban de regresar a sus trabajos tras un receso obligado de dos días. Para los observadores extranjeros resultaba particularmente impresionante ver las grandes cantidades de muertos que permanecían en las calles, frente a filas impasibles de parroquianos que debían esperar horas para comprar los víveres más indispensables. Pero poco a poco, se comenzaba a ver la luz al final del túnel.
En medio de una ciudad que parecía haber sido escenario de una guerra, los observadores extranjeros ensayaban explicaciones para la extraordinaria ferocidad que caracterizó los levantamientos populares de la semana. Para muchos extranjeros, y principalmente para los latinoamericanos, resultaba sorprendente un brote de violencia de esas caracteristicas en un país que había sido un remanso de paz y prosperidad durante muchos años. Pero con sólo descorrer un poco el velo de la realidad económica venezolana en las últimas décadas, la situación aparecía con toda su claridad. Si bien Venezuela conserva el mayor ingreso per cápita de Latinoamérica, el nivel de vida, sobre todo en los estratos más pobres de la sociedad, ha venido en un constante deterioro desde julio de 1981.
La circunstancia misma de la riqueza del país durante tantos años, en que era común que los venezolanos viajaran al exterior y en las viviendas más humildes se consumiera whisky escocés, le dio, por contraste, mayor dramatismo a su caída. La década de 1970, con sus favorables precios de su mayor producto de exportación, el petróleo, hizo que la mayoría de los venezolanos se forjaran ilusiones sobre una gran prosperidad que los llevaría a una eventual salida del subdesarrollo, hacia fines de la presente década. Pero en cambio, la caída de los precios del crudo trajo consigo una época de inflación, devaluación y desempleo, que hizo que, en conjunto, los ingresos reales de los venezolanos cayeran en un 38% desde 1993.
Sin embargo, la crisis no alcanzó a Venezuela sino hasta ahora por cuanto los sucesivos gobiernos, empeñados en mantener a ultranza una prosperidad aparente, resolvieron utilizar sus reservas de divisas acumuladas en los años 70 para mantener, no sólo al día los pagos de su creciente deuda externa, sino para sostener un enorme conjunto de subsidios a nivel nacional .
Injusto y todo lo que se quiera, pero el gobierno de Carlos Andrés Pérez no tenía nada más que hacer. Al cabo de esos años de esconder la verdad, la hora cero llegó a finales del año pasado cuando se vio que las reservas operativas del país, simple y llanamente, se terminaron. Aunque contablemente quedaban reservas internacionales por US$4.200 millones, lo cierto es que éstas estaban representadas en oro y otros valores de dificil liquidez. Como consecuencia, el regalo de despedida del gobierno de Lusinchi consistió en decretar la moratoria temporal sobre parte de los pagos de la deuda externa, estimada en US$33 mil millones.
La llegada a esa situación fue resultado de la simple matemática. Durante 1988 Venezuela exportó bienes por un valor global de 10.200 millones de dólares, suma que fue inferior a la de 10.800 millones de dólares en importaciones, a las cuales se les sumaron 5.600 millones, que hubo que pagar por concepto de servicio de la deuda.
La gran culpable de la situación fue la política de importaciones. De esos 10.800 millones de dólares en compras externas, más de un 90% se hizo a la tasa subsidiada de 14.50 bolívares por dólar, mientras que en el mercado oficial el billete norteamericano se cotizaba por encima de los 35 bolívares. Como resultado, el gran negocio de muchos comerciantes -con la anuencia tácita del gobierno- consistió en sobrefacturar importaciones para recibir más dólares, que eran vendidos en el mercado libre. Por cuenta y obra del Banco Central de Venezuela, un importador hábil podía amasar una ganancia superior al 100% en cuestión de días.
Ante semejantes desequilibrios, lo lógico era unificar las tasas de cambio, dejando tan solo la del mercado. Esa política, a más de dictada por el Fondo Monetario Internacional, se derivaba de las leyes más básicas de la economía. El problema, claro está, consistía en que al subir la tasa de cambio, los precios de los artículos importados tenían que aumentar. Ante el anuncio de las medidas la reacción de los comerciantes fue la de subir los precios aprovechando el pánico de la gente, y dedicarse a acaparar los articulos de primera necesidad. Esa reacción fue la que causó el estallido de cólera de la semana pasada.
Curiosamente, todos los analistas coinciden en que el paquete de medidas estaba bien diseñado. Aparte de las medidas cambiarias, se preveía la elevación en las tasas de interés (para evitar la fuga de capitales), la eliminación de subsidios, el alza en el precio de la gasolina y toda una serie de disposiciones encaminadas a proteger a las clases más pobres.
No obstante, el plan falló completamente en su aplicación. Los experimentados en estas cuestiones saben que, en lo que hace a planes de ajuste, lo más importante es el factor sorpresa. "Uno no se explica cómo el presidente Pérez avisó el golpe un mes antes de darlo, dejando que la confusión se convirtiera en la norma del día", le dijo un observador a SEMANA. La política estuvo tan mal aplicada, que aún la semana pasada no se habían tomado ni la tercera parte de las medidas que Pérez anunció a mediados de febrero.
Además, no se hizo un esfuerzo para convencer a la población de que era necesario apretarse el cinturón. El alza de los precios en la gasolina hizo que el galón pasara de costar 16 centavos de dólar a 26 centavos de dólar un nivel aún irrisorio en términos internacionales. Tal como comentó ácidamente un observador, "Venezuela pasó de tener la gasolina más barata del mundo a tener la gasolina más barata del mundo".
Sin embargo, lo más curioso de todo es que el plan de ajuste, si por fin se pone en práctica, va a golpear, ante todo, a las clases media y alta, que no fueron las que protagonizaron los disturbios de la semana pasada. Las medidas sociales conseguirían amortiguar el golpe que recibirían las clases más pobres, pero es innegable que el golpe duro va a ser sentido por la gente que se beneficiaba del esquema anterior, comenzando por los importadores y los comerciantes.
Dentro de todo ese esquema, claro está, falta ver lo que sucederá finalmente en las conversaciones con el FMI en Washington. A pesar de su buena historia como deudor, lo cierto es que Venezuela no tiene mucho espacio para negociar. La falta de divisas es tan aguda, que las operaciones de comercio exterior se encuentran paralizadas. Como si fuera poco, no todas las reservas internacionales que quedan pueden ser utilizadas debido a que Venezuela ya entregó parte de sus fondos en oro como garantía de préstamos que ya se le hicieron. Ante la falta de argumentos económicos, Carlos Andrés Pérez tendrá que apelar a los políticos. Lo sucedido la semana pasada fue tan grave, que Estados Unidos concedió un crédito de emergencia por 350 millones de dólares para ayudar a solucionar temporalmente la crisis.
Y esta, por lo visto, apenas está comenzando. Aunque es posible que no se vuelvan a presentar disturbios, lo cierto es que lo que viene es duro. Aparte de los líos que ya se formaron el gobierno tiene todavía varias "papas calientes" en la mano, una de ellas, lo que debe hacer con cartas de crédito por un valor global de US$6 mil millones, que los importadores desean pagar al tipo de cambio viejo en abierta pelea con el Banco Central, que dice que se deben liquidar al cambio nuevo.
Al final de la semana pasada se confirmó que al menos 12 colombianos habían muerto en los desórdenes, y que 500 más habían sido deportados por participar en saqueos, pero hubo quien habló de un brote de xenofobia, que se manifestó también contra peruanos, ecuatorianos, brasileros y dominicanos. Pero lo cierto es que la colonia colombiana se mantuvo al margen, como finalmente lo reconocieron las autoridades de Venezuela.
Superada la emergencia, las miradas se voltearon hacia el Fondo Monetario Internacional, que parecía ser, a pesar de todo, el malo del paseo. Pérez, en sus declaraciones para los corresponsales extranjeros, no dejó pasar la oportunidad de echarle la culpa de todo a la carga de la deuda externa, no sólo en su país sino en la mayoría de los países deudores del Tercer Mundo, al punto de que "constituye una amenaza para la estabilidad de la democracia". Así y todo, la esperanza de que el país salga del atolladero descansa en la aparición de dineros frescos, que debe aportar el FMI en forma paulatina.
En medio del dolor de los deudos, de los destrozos de la capital v del rompimiento de unas ilusiones que jamás sintieron realmente amenazadas, los venezolanos se convencieron de que su país jamás volverá a ser el mismo.-