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La desunión europea
La bomba de tiempo catalana, que explotó esta semana, hace que muchos teman un efecto dominó que eche leña al fuego de otras pretensiones separatistas europeas.
Poco importaron las advertencias del gobierno central español o de la Unión Europea: el Parlament catalán aprobó el pasado viernes la resolución para declarar unilateralmente la independencia. Después de casi un mes de incertidumbre, los ciudadanos de Cataluña que apoyan la separación absoluta de España salieron a la calle para festejar.
Y lo más grave es que este caso es solo uno de los tantos separatismos en Europa. Las dificultades históricas de formas Estados-nación con grupos que tienen culturas, lenguas y pretensiones políticas disímiles parecen estar pasando factura. Guardando proporciones, unas más avanzadas, otras incipientes y otras a fuego bajo, estos son algunos separatismos que desean formar nuevas fronteras en el Viejo Continente.
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Los escoceses, por ejemplo, han querido independizarse del Reino Unido desde hace décadas, pero cuando tuvieron su oportunidad dorada (el referendo independentista de 2014) el 55 por ciento de los votantes afirmaron categóricamente que no querían separarse. Asimismo, en Irlanda del Norte siguen existiendo los unionistas (que quieren permanecer británicos) y los republicanos (nostálgicos por una Irlanda unida). Recientemente, los sentimientos de estos últimos se han ido exacerbando a raíz del brexit. Es entendible: la salida del Reino Unido de la Unión Europea significaría la reaparición de fronteras entre Irlanda del Norte e Irlanda, cosa que, en vez de acercarlos, los alejaría aún más.
Incluso en la misma España, los vascos han tenido una historia diferente a la de los catalanes. Luego de que la dictadura franquista los reprimió por décadas, los ciudadanos del País Vasco tuvieron que lidiar con la estigmatización que produjo la violencia terrorista del grupo ETA. Sin embargo, hoy, con este desarmado y un fuerte sistema de partidos nacionalistas moderados, la comunidad autónoma de los vascos es la única de España que tiene total control sobre sus impuestos, una conquista que vale oro.
En otros casos, como el de los flamencos, en Bélgica, la mayor exigencia no consiste en separarse totalmente, sino que piden mayor autonomía en asuntos fiscales y tener el control de Bruselas, la capital. Es la misma posición que están tomando recientemente los vénetos y los lombardos, en el norte de Italia, que hace una semana votaron un referendo para mostrarle al gobierno que su gente quiere más autonomía económica.
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Es claro que en algunas de las situaciones hay más tensión que en otras, pero si se miran en conjunto, todas las fronteras son artificiales. Las divisiones de cualquier mapa corresponden a las conquistas de unos y las derrotas de otros. En muchos casos, es inexplicable cómo comunidades tan diferentes terminaron por convivir en el mismo Estado-nación. Los separatismos evidencian estas contradicciones históricas y obligan a los países a encontrar salidas democráticas que dejen feliz –o por lo menos tranquilo– a todo el mundo.
La aventura independentista catalana está lejos de terminar. Cualquiera que sea su desenlace, lo cierto es que marcará un importante precedente para los nacionalismos de Europa y del mundo entero. No hay que olvidar las pretensiones de los kurdos, los cachemiros e incluso los californianos. El caso catalán le echa leña al fuego nacionalista, pero pone sobre la mesa una pregunta aún más difícil: ¿y después de la independencia, qué?