El último miércoles de abril muchos empleados en Dacca se negaron a ir a trabajar. Las grietas en las paredes hacían presagiar que el edificio Rana Plaza no aguantaría mucho tiempo el peso de las 3.000 personas y de las decenas de máquinas que producían ropa para distintas marcas. Pero cuando se gana menos de 50 dólares al mes, ausentarse significa un día sin comer.
Sin más opción, los empleados obedecieron a sus jefes, pero en cuestión de minutos la estructura de ocho pisos se vino abajo y más de 500 personas murieron atrapadas. El incidente le dio la vuelta al mundo y volvió a desnudar las precarias condiciones laborales de una industria que mueve miles de millones de dólares.
En los países emergentes coser camisas, pantalones y zapatos es una mejor opción que trabajar en el campo, pues las jornadas son más cortas y los salarios unos centavos más altos. Cuando las grandes marcas de ropa europeas y estadounidenses decidieron liberarse de mantener sus propias fábricas, millones de personas en otros países dejaron de vivir con un dólar al día.
En un principio el negocio resultó rentable para todos. Las marcas pudieron ofrecer precios más competitivos, pequeñas fábricas se convirtieron en subcontratistas y muchos países pobres crecieron económicamente.
En Bangladesh, por ejemplo, el 80 por ciento de las exportaciones y el 17 por ciento del PIB provienen de la industria textil. Solo en 2012 el sector produjo 15.000 millones de euros. En Dacca, la capital, y sus alrededores 100.000 fábricas les dan empleo a más de 3,5 millones de costureros al año.
Pero todo esto a un costo humanitario muy alto, pues como le dijo a SEMANA Ilana Winterstein, de la campaña Labour Behind the Label, “la carrera por ofrecer los precios más bajos lleva a las fábricas a reducir gastos en salud y seguridad para sus trabajadores”.
Por eso lo ocurrido la semana pasada no fue un caso aislado. Entre 2005 y 2010, 118 personas perdieron la vida en otros edificios que se desplomaron solo en Bangladesh y, en noviembre de 2012, 112 murieron asfixiadas en una fábrica en Dacca porque las obligaron a permanecer sentadas en sus puestos mientras el edificio se quemaba.
A la lista se suman también los vacíos legislativos en torno al salario mínimo, los niños sometidos a trabajos forzados y las persecuciones a activistas como Aminul Islam, asesinado el año pasado por defender los derechos de los trabajadores en su país.
Aunque existen estándares globales como los de la Organización Mundial del Trabajo y muchas empresas se acogen a iniciativas internacionales de monitoreo, las leyes de los países donde operan las fábricas son muy débiles y hasta el momento ninguna ha sido sancionada.
Meenakshi Ganguly, directora de Human Rights Watch para el sur de Asia le dijo a SEMANA que “el monitoreo de las fábricas es responsabilidad de los gobiernos locales, pero las empresas deberían también asegurarse de que los proveedores cumplan con las condiciones éticas laborales”.
Entre los escombros del Rana Plaza se encontraron etiquetas de las marcas Mango, El Corte Inglés, JC Penney, Benetton y Primark. Sin embargo, cuando sus nombres salieron a la luz pública, algunas aseguraron estar inscritas en grupos de monitoreo, quienes a su vez dijeron que inspeccionar las edificaciones no era responsabilidad suya sino del gobierno.
El gobierno bengalí, que solo cuenta con 18 inspectores para vigilar cientos de miles de fábricas en Dacca, argumentó que el día anterior ordenaron a los dueños del lugar detener la producción hasta no reparar las grietas. En últimas, los grandes perseguidos fueron los propietarios del edificio, quienes afirmaron que las fábricas se habían negado a detener la producción aún después de ser advertidas.
Si bien algunas de las marcas involucradas anunciaron ayudas de emergencia e indemnizaciones y la Unión Europea amenazó con quitarle a Bangladesh el trato preferencial de sus exportaciones, aún no se escuchan medidas concretas para asegurar a los trabajadores mejores condiciones laborales. Ojalá no se tengan que caer más edificios, incendiar más fábricas y morir más personas para que los controles sean una política obligada en todo el mundo.