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¿Por qué no cae el gobierno de Maduro?
A pesar de la profundidad de la crisis, el presidente de Venezuela está contra las cuerdas pero no en la lona. Por ahora no habrá desenlace.
La encrucijada que vive el presidente Nicolás Maduro en Venezuela plantearía serios interrogantes sobre su sostenibilidad en el poder en cualquier lugar del mundo. Y en el vecino país se han planteado escenarios catastróficos prácticamente desde el momento mismo de la estrecha victoria del actual mandatario sobre Henrique Capriles, después de la muerte de Chávez.
Sectores de la oposición han esperado durante los dos últimos años una inminente ‘implosión’: que el malestar causado por la escasez de bienes esenciales, por la ineptitud del gobierno, y por la cada vez más evidente corrupción, produzca un estallido de protesta espontánea que obligue a Maduro a dejar la Presidencia. Otros han hablado de un autogolpe generado por la división entre facciones del chavismo. Pero nada de eso ha ocurrido.
Maduro atraviesa, sin duda, su peor momento. Su favorabilidad, según las últimas encuestas, está en un 22 por ciento. Algunos observadores consideran que la detención de Antonio Ledezma es un acto desesperado que deja ver su debilidad. La semana pasada se cumplió el aniversario de la detención de Leopoldo López y de la ola de protestas lideradas por los estudiantes, y esa coyuntura le sirvió a la oposición para poner sobre la mesa temas incómodos para el gobierno como el control de los procesos judiciales por parte del chavismo. Desde la cárcel, López se las arregló para hacer entrevistas que le dieron la vuelta al mundo en las que cuestionó la falta de garantías para ejercer oposición y pidió la renuncia del presidente.
Maduro no respondió con una actitud conciliatoria y, de hecho, casó más peleas. Convocó a los principales empresarios españoles que tienen negocios en Venezuela, para quejarse por el cubrimiento crítico, de los medios de comunicación de ese país sobre la crisis venezolana y les pidió que intervinieran para cambiar el ‘sesgo’. La gestión, obviamente, cayó en el vacío. Maduro también fustigó a SEMANA por opiniones humorísticas publicadas en esta revista por el caricaturista Vladdo y el columnista Óscar Alarcón. Y en varios escenarios volvió a hablar de un plan para derrocarlo orquestado por una alianza de la oposición, Estados Unidos, Colombia y España. El Departamento de Estado, en Washington, rechazó la acusación y el presidente Juan Manuel Santos, el viernes, dijo que “desde Colombia no existe complot alguno contra ningún gobierno”.
Pero la principal causa de la tormenta que golpea a Nicolás Maduro está en el campo económico. La enfermedad venía desde hace meses, causada por las inconsistencias de un modelo de gasto desbordado, pobre gestión y alta corrupción. Venezuela terminó 2014 con cifras que harían tambalear a cualquier presidente. La inflación supera el 70 por ciento, la más alta del mundo; el déficit fiscal supera el 10 por ciento del PIB; la producción cayó un 4 por ciento y en 2015 tendrá un desempeño semejante; los draconianos controles de precios e importaciones, y un sistema cambiario con tasas múltiples que fomentan la trampa, produjeron escasez e inimaginables colas para acceder a productos básicos.
Y al enfermo con dengue le cayó encima el chicungunya. La caída de los precios del petróleo golpeó aún más a un país que depende de ese producto para el 90 por ciento de sus ingresos fiscales. En un momento crítico para la economía y decisivo para la política –en el segundo semestre habrá elecciones legislativas-, el gobierno se vio obligado a hacer un ajuste indispensable para la economía pero desgastante desde el punto de vista político. Maduro buscó, sin éxito, apoyo de China y otros aliados, para mitigar la apretada del cinturón. Pero a regañadientes y con cuentagotas adoptó medidas que golpearán el bolsillo de los venezolanos de a pie. En especial, la devaluación. Modificó el sistema cambiario y permitió una cotización libre –una de tres tasas diferentes- lo que en la práctica legaliza el mercado negro que venía funcionando a cerca de 190 bolívares por dólar, bien por encima de los 6,30 que se pagan para bienes esenciales y de los 50 que rigen para otras exportaciones. El disparo en la cotización del bolívar se traduce de inmediato en los precios de las importaciones. Y, como se sabe, Venezuela nunca construyó un aparato productivo y vive de la compra de bienes en el exterior con las divisas provenientes del petróleo.
Si, como decía el exasesor de Bill Clinton, James Carville, “es la economía, estúpido”, el panorama para Maduro no podría ser más difícil. Peor aún en un país consumista, acostumbrado a gasolina casi regalada, bajos impuestos y altos subsidios, incrementados durante la era chavista en favor de los simpatizantes de la revolución. En Caracas pesa como una espada de Damocles la imagen del Caracazo, una protesta masiva en 1989 contra un paquete de medidas de austeridad adoptadas por Carlos Andrés Pérez. En aquella ocasión hubo más de 100 muertos por la violencia con la que la fuerza pública frenó el desborde de los manifestantes inconformes.
Maduro ha dado muestras de que le teme a una versión siglo XXI de un Caracazo. Hace dos semanas emitió un decreto que le permite a la fuerza pública enfrentar a manifestantes que protestan contra el régimen. La detención de Ledezma, además de sacar del juego a una de las figuras más sólidas de la oposición –ha ganado dos veces las elecciones para la Alcaldía de Caracas-, envía el mensaje de que al gobierno no le tiembla la mano para usar todos les recursos disponibles contra sus contrincantes. El carcelazo del alcalde de Caracas ha sido muy mal recibido en los medios internacionales, pero el Palacio de Miraflores prefiere un debate sobre garantías políticas que una ola de manifestaciones contra el desabastecimiento, la inflación y el desempleo. No importa que para ello tenga que echar mano de un argumento tan débil como catalogar una propuesta política para una transición hacia la democracia –firmada por Ledezma, María Corina Machado y Leopoldo López- como prueba de que se está fraguando un golpe de Estado.
El gobierno chavista está en crisis pero no está caído. Además de su demostrada intención de apelar a todos los medios necesarios para mantenerse en el poder, el presidente controla el Estado. Maduro domina un régimen cívico-militar, y su presencia es funcional para el aparato chavista porque sirve de pararrayos para el desgaste causado por la crisis económica y porque no obstaculiza –sino, por el contrario, facilita- prácticas non sanctas que favorecen, política y económicamente, a sus compañeros de equipo, tanto a los políticos como a los uniformados.
La renuncia del mandatario, pedida por Leopoldo López, no es un escenario probable. Según las normas vigentes, si el mandatario dimite antes de la mitad del periodo (19 de abril de 2016) habría que convocar elecciones. Y bajo las condiciones actuales, para la oposición ese sería un banquete que, obviamente, el gobierno no le va a ofrecer.
La oposición, además, no ha logrado capitalizar a su favor la precaria posición de Maduro. Sus principales líderes tienen diferencias reconocidas sobre la estrategia que se debe seguir para buscar un cambio. Ledezma y María Corina Machado le han apostado a que el chavismo salga como consecuencia de un gigantesco movimiento de protesta en las calles. Henrique Capriles cree más bien que hay que buscar un triunfo en las elecciones legislativas y, sobre esa base, intentar un referendo revocatorio en 2016, figura que solo se puede aplicar cuando se supera la mitad del periodo. Por más polémica que sea, la detención de Ledezma profundizará las divergencias entre la oposición sobre el camino a seguir. Maduro ha demostrado ser un pésimo gobernante, pero –con fórmulas legítimas o no- también ha sabido debilitar a sus contrincantes.
No es fácil predecir lo que viene. Ni los apocalípticos escenarios que dibujan los antichavistas, ni la normalidad que busca Maduro al reprimir a la oposición son opciones realistas en el corto plazo. La sin salida continúa. Y los perdedores son los venezolanos comunes y corrientes.
La caricatura de la discordia
Con cinco días de diferencia, Nicolás Maduro se vino lanza en ristre en dos ocasiones contra Vladdo, por una caricatura publicada en SEMANA el 25 de enero, en la que, utilizando el escudo de Venezuela, opinó con ironía sobre la inflación y la escasez de alimentos e incluyó una declaración del propio mandatario que decía: “Dios proveerá”.
Según Maduro, “un caricaturista tiene toda la libertad, pero no para ofender al país”. Y agregó: (Vladdo) “es un típico cachaco que odia a Venezuela, odia a nuestra patria, odia a Bolívar, desprecia a Venezuela. Es esa versión cachaca santandereana que tuvieron sobre Bolívar y sobre Venezuela”.