POLÍTICA
Acuerdos de paz: ¿Plebiscito o constituyente?
A pesar de lo que dicen algunos, el gobierno sí quiere el plebiscito. Y a pesar de lo que afirma el gobierno, la constituyente no es descartable.
La semana pasada no fue buena para el proceso de paz. El presidente Juan Manuel Santos y las Farc chocaron con posiciones distantes y vehementes sobre la manera de refrendar los acuerdos a los que llegue la negociación. El duro pulso sobre si debe ser un plebiscito, como quiere el gobierno, o una constituyente, como plantean las Farc, alteró por un momento el optimismo generado por el avance de los diálogos y hasta por la proximidad de un acuerdo final.
Las Farc hicieron la primera movida. “El plebiscito refrendatorio desconoce el acuerdo general (que fijó las reglas de juego de la negociación en La Habana)”, dijeron en un comunicado que el presidente respondió con vehemencia en un tuit: “Lo que se firme en La Habana se someterá a plebiscito, les guste o no a las Farc”, escribió. El asunto de la refrendación forma parte de la agenda pactada, y se está discutiendo en Cuba. Pero las posiciones son lejanas entre sí y el hecho de que se ventilen en público dice mucho sobre su importancia y sobre su complejidad.
Tanto es así, que en varios círculos se llegó a plantear que ambas alternativas, plebiscito y constituyente, habían entrado en un proceso de muerte lenta. Incluso se especuló que el propio gobierno se había desmontado de la iniciativa y había dejado en la Corte Constitucional –que en la actualidad estudia un fallo sobre su exequibilidad– la penosa tarea de hundirlo. Se llegó a decir que esa era la salida más digna para la encrucijada y que se volvería a repetir la suerte ya sufrida por el Marco Jurídico para la Paz y el referendo por la paz del 25 de octubre del año pasado. El Congreso aprobó ambas normas a iniciativa del gobierno, pero las Farc las rechazaron y se convirtieron en letra muerta.
La verdad, sin embargo, es que el plebiscito no está muerto. El presidente Santos está jugado, hasta el punto de que ya está haciendo campaña a favor del Sí. El jueves, en Mompox, Bolívar, dijo: “Necesito que ustedes me ayuden a mí, pero no a mí, a ustedes mismos. Cuando se les presente ese plebiscito, a decir y a votar: yo sí quiero la paz, quiero la paz para mis hijos”. Este discurso, antes del fallo de la corte, recibió críticas porque fue como ensillar antes de traer las bestias. Nadie puede decir que habrá plebiscito hasta tanto no pase la prueba de constitucionalidad, y hasta tanto no se defina, en la Mesa de La Habana, cuál será la fórmula para refrendar los acuerdos.
La posición del gobierno en la corte es fuerte. Es verdad que en todos los altos tribunales –incluido el Constitucional- hay mal ambiente frente al gobierno a raíz de la aprobación del Tribunal de Aforados en la Ley de Equilibrio de Poderes, que podrá juzgar a los magistrados. A Santos solo lo acompaña una minoría de dos o tres miembros de la corte. Sin embargo, la convergencia que genera el tema de la paz y la capacidad de muñequeo que siempre tiene el Ejecutivo son suficientes para construir una mayoría.
Algunas razones sólidas explican por qué Santos sí quiere el plebiscito. El propio mandatario le recordó esta semana la principal de ellas al cuerpo diplomático acreditado en el país: fue un compromiso que adquirió con los colombianos desde que anunció la apertura de las negociaciones con las Farc. Además, esa figura le daría solidez política a los acuerdos y los blindaría frente al futuro. El diseño de la fórmula aprobada por el Congreso, con un umbral que estimula la participación, le permite aspirar a una votación suficiente para darle a los acuerdos de paz un respaldo que hasta ahora no han tenido. Esta misma semana el gobierno comenzó a construir una alianza política que sigue los lineamientos de la estrategia electoral con la que Santos ganó la reelección en la segunda vuelta, para juntar a los partidos de la Unidad Nacional –La U, Cambio Radical y los liberales- y a otros que están fuera de ella pero que apoyan el proceso de paz: el Polo Democrático, los verdes y los conservadores. El plebiscito fortalecería la gobernabilidad del gobierno Santos en su etapa final.
Pero esa es, justamente, la razón por la cual no lo aceptan ni las Farc ni la oposición del Centro Democrático. Dos fuerzas que son como el agua y el aceite pero que se encuentran a la hora de cuestionar el plebiscito. La guerrilla considera que el mecanismo de refrendación debe salir de la Mesa de La Habana, pues así está pactado en el acuerdo general: forma parte del último punto.
Y, sobre todo, no está dispuesta de desmontarse de una iniciativa histórica, la asamblea constituyente, que además de formar parte del proceso de paz, le abriría un escenario inmediato para su nueva fase sin armas en la política. De la misma manera que la Constituyente de 1991 le permitió al M-19 inaugurarse en la política con un papel protagonista en un proceso de cambio institucional profundo, las Farc aspiran a tener cómo y dónde impulsar banderas ideológicas que consideran fundamentales.
Las Farc, además, defienden la constituyente con base en una teoría jurídica según la cual, desde el punto de vista del derecho, no se necesita una refrendación. Se trata del famoso artículo 3, común a los Convenios de Ginebra, que tiene que ver con mecanismos y reglas para humanizar los conflictos. Es decir, el llamado DIH. Según este concepto, los acuerdos especiales adquieren una categoría equivalente a los tratados internacionales, y no requieren trámites adicionales para hacerlos obligatorios para las partes. Los puntos ya acordados –por ejemplo, sobre desarrollo rural o narcotráfico– podrían ingresar en esa categoría. Eso sí, una vez se firme el acuerdo global pues, como se repite a diario, “nada está acordado hasta que todo está acordado”.
Para las Farc, en síntesis, la idea de darles a los puntos pactados el carácter de acuerdos especiales, y de convocar a una Asamblea Constituyente, le garantizaría los objetivos de darles seguridad jurídica a los acuerdos emanados de la Mesa de La Habana y de contar con un instrumento para adelantar reformas.
Sin embargo, así como las Farc critican al plebiscito, el gobierno y otras fuerzas del establecimiento cuestionan la constituyente. En cuanto a la teoría de los acuerdos especiales, señalan que estos se limitan a asuntos relacionados con el DIH. Es decir, a temas que tienen que ver con la confrontación. Puntos como el narcotráfico y el desarrollo rural difícilmente podrían tener esa connotación. Y en lo que se refiere a la constituyente, consideran que –como escribió Humberto de la Calle en SEMANA hace tres años- “una constituyente, más que un mecanismo de refrendación es un escenario de nueva deliberación. No es el punto final del diálogo, es por el contrario un nuevo comienzo del mismo”.
En otras palabras, si se elige una constituyente bajo la actual correlación de fuerzas políticas y de opinión pública, allí tendrían cabida el uribismo y otros grupos que no están de acuerdo con la agenda de La Habana y con los pactos que se han construido allí.
¿Para qué reabrir lo que se ha cerrado en Cuba? La respuesta tiene que ver con cuáles son los objetivos que se quieran enfatizar. El hecho de que desde varios sectores se hable a favor de una constituyente, por ejemplo, no significa que todos quieren lo mismo. La misma palabra puede llevar a fórmulas muy diferentes. Es el caso de las Farc y del uribismo. Las primeras quieren un instrumento para hacer cambios, fruto del proceso de paz, que en consecuencia pueda incluir mecanismos como la asignación de curules para miembros desmovilizados de la guerrilla, y cuotas de representación de sectores sociales, como el sindicalismo y organizaciones campesinas. El Centro Democrático ha hablado en ocasiones de convocar una constituyente para temas específicos, como la reforma de la justicia. Pero no hay, en verdad, una coincidencia de fondo como para plantear una posible convergencia –mucho menos una alianza- entre las Farc y el uribismo, a pesar de que en los últimos días figuras con acceso a las dos orillas –como Álvaro Leyva– han intentado construir puentes de comunicación.
En últimas, será fundamental lo que decida la Mesa de La Habana sobre el tema cuando, en cumplimiento de la agenda pactada, aboque formalmente el diálogo sobre cómo se refrendarán los acuerdos. Las partes tendrán que explicarle a la opinión pública lo que pacten para buscar propósitos que a veces se confunden. Una cosa es convertir en normas vigentes los acuerdos alcanzados por las delegaciones de paz del gobierno y de las Farc. Esto lo puede hacer un referendo de carácter obligatorio o el Congreso, mediante sus trámites ordinarios.
Otra, muy distinta, construir una base de apoyo popular para los acuerdos. En un país polarizado sobre la disyuntiva paz versus justicia -o reconciliación versus seguridad-, una opinión mayoritaria claramente expresada puede contribuir a un consenso que se considera necesario cuando se están dando pasos de carácter histórico, como el final de una guerra de 50 años. Un plebiscito, una consulta o un gran acuerdo político son instrumentos que pueden contribuir a lograrlo.
Y otra meta, adicional y diferente, es abrir un proceso de debate sobre reformas y temas nacionales, distintos a los que se han tratado en la Mesa de Negociación para terminar el conflicto. Hay temas prioritarios que las instituciones ordinarias no han abocado con la eficacia que sería deseable. El Congreso no ha dado la talla para modificar y redactar leyes en aspectos cruciales como la justicia, el desarrollo rural, la búsqueda de una mayor equidad. Para esto puede funcionar una constituyente, que no tendría que estar vinculada –ni en el tiempo ni en el proceso mismo– a los acuerdos de paz con las Farc. Así vista, una constituyente no puede ser descartable para nadie.
El dilema entre plebiscito y constituyente puede ser, en últimas, una falsa disyuntiva. Pero su discusión simultánea, y sin claridad de conceptos, lo hace parecer un galimatías. La verdad es que, por ahora, no es más que un punto de negociación difícil entre el gobierno y las Farc que se enredó aún más cuando las partes decidieron ventilar sus desacuerdos en público, en vez de tratarlos en la mesa.