CRIMINALIDAD
¿Adiós a las armas?
El viejo debate sobre la restricción al porte de armas está de regreso por cuenta del alcalde de Bogotá. Todos los vientos soplan a favor de mayores controles.
Bogotá no es el Lejano Oeste. Esa es la idea que, palabras más, palabras menos, dejó clara el alcalde Gustavo Petro el día de su posesión. Nada de revólveres humeantes, ni Jesse James que entran a los bares con dos pistolas al cinto, para disparar al menor agravio. Petro habló de una ciudad desarmada, y el eterno debate sobre la restricción a su porte está de vuelta. Pero esta vez, a diferencia del pasado, parece tener mayor eco y posibilidades de terminar en una reforma seria.
La discusión se ha movido en dos terrenos. El primero, si deben seguir siendo los militares quienes tengan la facultad de prohibir o restringir las armas, especialmente en las grandes ciudades. Aunque así ha sido siempre, y desde 1993 el Comando General de las Fuerzas Militares tiene una oficina dedicada a este tema, hoy día esta se ve como una instancia anacrónica, por lo menos en las grandes ciudades, donde la seguridad depende de los alcaldes y su estrecha coordinación con la Policía.
La idea de que los militares dejen de ser la instancia decisoria en esta materia parece ganar cada vez más adeptos. Por un lado, tres congresistas del Polo Democrático Alternativo han anunciado un proyecto de ley para cambiar esta situación y que los alcaldes asuman estas facultades.
El propio gobierno, en cabeza del alto consejero de Seguridad Ciudadana Francisco Lloreda, anunció que se está redactando una reforma que contempla que la restricción, para el caso de las grandes ciudades, sea una decisión de los consejos de seguridad. "Debe ser una instancia más colectiva, donde se comparta información y argumentos sobre la necesidad de estas medidas" dice Lloreda. No obstante, el gobierno defiende la idea de que los militares mantengan un poder de veto. El gobierno no ha decidido todavía si será un proyecto autónomo o una reforma al código de Policía, y en todo caso busca endurecer los requisitos para portar armas y, sobre todo, que deje de ser un delito excarcelable. Para el gobierno portar armas debe ser algo excepcional. El problema es que hoy, según la ley, también lo es y aun así hay una verdadera proliferación. Existen 1.200.000 armas con salvoconducto y se calcula que circulan cerca de 4.000.000 ilegales.
En 2006 el entonces alcalde de Bogotá, Luis Eduardo Garzón, y otros ocho mandatarios locales impulsaron un proyecto de ley de iniciativa popular, para el que recogieron un millón y medio de firmas, y que contemplaba un aumento en la edad para el porte, una profesionalización de los portantes y controles y requisitos similares a los que tiene el pase de conducción, pero la idea no tuvo ningún eco en el Congreso. "El gobierno no estaba interesado en él. Incluso Uribe dijo que no se necesitaban palomas sino fusiles" dice el exalcalde Garzón. El senador Luis Carlos Avellaneda, uno de los congresistas que apoya la idea de Petro, dice que en aquel entonces el Congreso estaba profundamente penetrado por los paramilitares. "Estamos en otro momento, hay un clima propicio y, quiérase o no, caminamos por un sendero de paz" dice. De hecho, el senador Roy Barreras, del Partido de la U, dice que apoya la iniciativa de Petro. "Es una señal democrática. No somos ingenuos y sabemos que la violencia proviene en su mayoría de las armas ilegales, pero la restricción tiene un impacto cultural" dice.
El tema de la restricción también cuenta con la simpatía de la Policía y de expertos. Las cifras explican por qué. Según Medicina Legal, en Colombia el 77 por ciento de los homicidios se comete con armas de fuego (13.500 aproximadamente) y, aunque se presume que la mayor parte de estos provienen de armas ilegales, es muy difícil establecer cifras al respecto, puesto que de un 70 por ciento de los crímenes no se tiene información sobre la 'trazabilidad' del arma. Sobre la precaria información existente se puede establecer que el 5 por ciento de los homicidios son cometidos con armas legales. La mayoría de ellos en riñas o eventos de intolerancia. De hecho, el Observatorio del Delito de la Dijín tiene estudios en los que demuestra que en los últimos años los homicidios en riñas pasaron del 10 al 40 por ciento y que los que se le atribuyen a la intolerancia social vienen subiendo desde hace cinco años.
A eso se suman las absurdas cifras de muertes y heridas por balas perdidas. Jorge Restrepo, director del Centro de Recursos para el Análisis de Conflictos (Cerac), presentó el año pasado un primer informe en el que documentó 2.670 víctimas de estos episodios en las últimas dos décadas, 693 de las cuales murieron. Con el agravante de que el 35 por ciento de las víctimas de estas balas son niños.
Las restricciones temporales de armas han demostrado ser muy eficientes para bajar los homicidios. El hoy alcalde de Cali, Rodrigo Guerrero, impulsó el desarme y la restricción durante su primer gobierno y solo en 1993 logró bajar los homicidios de 124 por 100.000 habitantes a 86, y en el resto del mandato se mantuvo en una reducción del 30 por ciento. Antanas Mockus consiguió la restricción de armas de fuego en 1994, y los homicidios disminuyeron un 10 por ciento y al año siguiente otro 5 por ciento, y al levantarse la restricción en 1996, estos aumentaron de nuevo. Incluso, en 2008, el entonces alcalde de Medellín, Alonso Salazar, le reclamó públicamente a la IV Brigada por su laxitud en la aprobación de armas en la ciudad. En Antioquia la restricción ha sido tan eficiente que en este momento el porte está prohibido por un año.
El segundo debate que hay sobre el tapete es mucho más de fondo y es cuánta restricción es posible y deseable. Cuando Petro habló de 'prohibir' y de una ciudad sin armas, sin duda lo estaba haciendo desde un plano ideológico y político. Por un lado, la Constitución y la Ley en Colombia son claras en que el monopolio de la fuerza lo debe tener el Estado. Pero se establecen excepciones que se han convertido a la larga en una profunda tradición de autodefensa, que ha enardecido los conflictos y que en muchos momentos ha sido aupada por el Estado.
Aunque sea loable la idea de la prohibición, y funciona muy bien en sociedades con alta disciplina social como la japonesa, esta es muy difícil de aplicar en contextos donde el crimen organizado campea. En 2006, después de haber aprobado una ley de fuertes restricciones, el presidente Lula, de Brasil, se jugó buena parte de su capital político en un referéndum para prohibir las armas en su país, en donde el problema es mucho más grave incluso que en Colombia. Resultó estruendosamente derrotado con un 64 por ciento que votó en contra, a pesar de que las encuestas de opinión le daban un holgado triunfo a su iniciativa. La gente se siente desprotegida, y si los gobiernos no tienen suficiente éxito en la lucha contra el crimen y la impunidad es alta, la prohibición se vuelve inviable.
Por eso el debate este año se concentrará especialmente en cuáles serán los casos excepcionales, cómo endurecer los controles y a quién le toca la tarea de restringir y hacer seguimiento a las armas. Allí es donde está el pulso fuerte, especialmente con los militares, a quienes muchos ven como el mayor obstáculo. De hecho, el ministro de Defensa, Juan Carlos Pinzón, ha dicho que el mecanismo actual es eficiente, y abogó por afinar la comunicación entre las diferentes autoridades.
Precisamente por esta razón en el primer consejo de seguridad el secretario de gobierno de Bogotá, Antonio Navarro Wolff, le pidió a la XII Brigada una restricción mínima por tres meses como experimento. Todavía no hay respuesta, pero sin duda esta será la prueba ácida, tanto para Petro, que entró pisando callos, como para los militares de Bogotá, que tienen por primera vez como interlocutor a un viejo adversario. En medio de todo el debate, la ciudad espera una política de seguridad integral, basada en la convivencia, y no en las pistolas humeantes.