LOS DESAPARECIDOS

Con la fe y la patria refundidas

La mañana del 6 de noviembre, Gloria Anzola fue a parquear su Renault 12 en el Palacio de Justicia. Desde entonces, su esposo Francisco, y su hijo Juan, que entonces tenía un año, no han parado de buscarla. Ella fue una de los 11 desaparecidos.

Andrea Díaz, especial para semana.com
3 de noviembre de 2010, 12:00 a. m.

Mientras Consuelo revisaba entre los dientes de los cadáveres una señal que le permitiera encontrar a su hermana Gloria, Francisco buscaba entre los escombros la argolla de matrimonio que podía haber resistido a las llamas. Todo era caos, las paredes mostraban los impactos de los disparos, los casquillos de las balas estaban regados en el suelo, había algunos cuerpos incompletos, y los escritorios, los archivadores y las máquinas de escribir estaban quemados.

Un día después de que finalizó la toma del Palacio de Justicia se permitió el ingreso a algunos familiares de las víctimas. Francisco acudió de inmediato porque esperaba encontrar alguna pista de su esposa. Consuelo; su cuñada se ofreció a acompañarlo. Ella, como odontóloga, conocía a la perfección la dentadura de su hermana.

Francisco no sospechaba entonces que esa visita sería sólo un intento de muchos que tendría que hacer para tratar de saber de la suerte de su esposa, Gloria Anzola de Lanao.

Conoció a Gloria en 1970, cuando eran estudiantes de colegio. Ella estudiaba en el Sagrado Corazón de Jesús. Él, en el Calasanz. Estaban en sexto de bachillerato y coincidieron en una fiesta en la que Francisco se propuso conquistarla y así fue: logró llevarla a cine y hacerle visita en la sala de la casa. El noviazgo no duró mucho.

Decidieron casarse en Miami. Fue una boda sencilla en la que se declararon amor eterno y de la que regresaron a Bogotá con ganas de construir una familia. Sus vidas laborales continuaron, Gloria tenía su oficina particular a pocas cuadras del Palacio de Justicia y dictaba clases de derecho en algunas universidades. Francisco trabajaba en un cultivo de flores como jefe de producción.

Después de un año de vivir juntos, en 1984 llegó su único hijo: Juan Francisco Lanao Anzola. Con él vinieron las rutinas propias de una familia. Francisco salía de la casa muy temprano y trabajaba de lunes a sábado, Gloria, un poco más tarde. Pasaba por la casa de sus padres, llevaba a Juan Francisco al jardín infantil hacia las 9 de la mañana y después se iba a trabajar a su oficina en el centro de la ciudad.

En noviembre de 1985 Juan ya tenía un año de vida, el único que pudo compartir con su mamá. El último día que la vio, según le cuentan, ella lo alistó, lo subió a la silla del carro y lo dejó en el jardín, pensando que lo recogería en la tarde como lo hacía todos los días. Gloria nunca volvió. Fue a parquear su carro en el Palacio de Justicia y desapareció.

Hoy, a sus 26 años, Juan Francisco es un hombre fumador como su padre, amiguero y buen conversador. De su mamá no tiene recuerdos, pero de un tiempo para acá se ha empeñado en reconstruirlos, aun cuando la tarea no sea sencilla.

Cuando cumplió 19 años dejó Ecuador, el país al que su papá lo llevó a vivir cuatro años después de la toma, y regresó a vivir a Colombia. Ya en Bogotá se interesó por lo que había pasado con su madre. Se dio cuenta de que no tenía una imagen clara de la mujer que le había dado la vida. Por casualidad, un amigo le sugirió explorar las posibilidades de denunciar ante la justicia la desaparición de su mamá. Fue así como empezó a investigar.

Contactó al Colectivo de Abogados José Alvear Restrepo, una entidad colombiana defensora de los derechos humanos, sin ánimo de lucro y no gubernamental. Allí, habló con Rafael Barrios, experto en derecho penal, quien le explicó que ya no podía demandar al Estado porque ese tipo de casos prescribía a los dos años. Incluso, le mostró otra demanda que, en efecto, estaba negada por prescripción.

Pero, como él mismo dice, “estuvo de buenas”. En agosto del 2007, el Consejo de Estado cambió su jurisprudencia y declaró que las muertes presuntas, en las que hay una desaparición por más de dos años y no hay pruebas de supervivencia, no prescribían. Además, por esa misma época se dio a conocer la labor de la Comisión de la Verdad, nombrada el 5 de noviembre del 2005 por la Corte Suprema de Justicia. La conformaron los ex magistrados de la Corte José Roberto Herrera, Jorge Aníbal Gómez y Nilson Pinilla, con el objetivo de investigar y tratar de esclarecer los episodios oscuros de la toma del Palacio de Justicia.

A raíz de esa reforma, el Colectivo de Abogados le comunicó a Juan que podía llevar la demanda al Tribunal Contencioso Administrativo, encargado de juzgar la responsabilidad del Estado, que se deriva de la omisión de sus deberes. Era un proceso delicado, porque si llegaba a haber alguna equivocación en el texto de la demanda, no era posible retomarla, resultaba mejor opción presentar el caso a la Corte Interamericana de Derechos Humanos, perteneciente a la Organización de Estados Americanos (OEA). Esa entidad internacional funciona en Costa Rica y se encarga de evaluar y juzgar los casos de violaciones a los Derechos Humanos cuando la justicia nacional de cada país no lo hace.

Juan inició el proceso y gracias a él ha reconstruido la historia de su madre y la de su niñez. No ha sido fácil. De hecho, ni en su propia familia hay una versión oficial sobre lo sucedido.

Ese miércoles 6 de noviembre, después de que Francisco se enteró de la noticia de la toma del Palacio de Justicia e intentó averiguar por Gloria sin obtener resultados, abandonó su trabajo. Trató de ir al centro, pero todas las vías estaban bloqueadas y decidió irse para la casa de sus padres. Con las horas confirmó que la única opción era que Gloria estuviera en medio del fuego cruzado en el Palacio, todo indicaba que había ido a parquear y no había salido.

Francisco pasó la noche en vela junto a toda la familia. El jueves vio que varias personas fueron rescatadas y llevadas a la Casa del Florero y supuso que Gloria estaba entre ellas. Ese mismo día, con la ayuda de familiares, trató de buscar contactos que le dieran razón de su esposa y llegó a un escolta conocido de la familia que era capitán del Ejército. Él lo acompañó a la Casa del Florero.

Allí no les dieron información y les dijeron que fueran al Cantón Norte, porque allá había unas personas que por varias razones estaban siendo identificadas. Francisco fue con el capitán, les dijeron que ya no tenían a nadie, les ofrecieron revisar un cuaderno en el que no encontraron el nombre de Gloria. No les mostraron ninguna lista oficial.

Francisco reconoce ahora que fue ingenuo, que pecó por crédulo porque cuando le mostraron un cuaderno en el que no aparecía el nombre de su esposa, creyó que ese era el proceso normal, que ella no había sido llevada a ese sitio.

En la visita de Francisco y Consuelo al Palacio lo único que pudieron averiguar o, más bien corroborar, era que Gloría había guardado su carro allí. Su Renault 12 estaba bien parqueado, sucio y lleno de polvo, incluso tenía la silla en la que ella acostumbraba a cargar a Juan.

La búsqueda se trasladó entones a hospitales, clínicas y a la calle. La familia de Gloria pensaba que ella había podido sufrir un shock o que de pronto había perdido la memoria. Francisco salió con algunos allegados a recorrer las calles del centro de la ciudad esperando ver a Gloria. Fueron hasta la morgue y no la encontraron.

El paso siguiente fue hablar con Aydé Anzola, la tía de Gloria. Ella trabajaba en el Palacio, había estado en la toma y había logrado salir con vida. Aydé aseguró que nunca vio a Gloria.

Cuando Juan Francisco se puso a averiguar con toda la familia lo que había ocurrido con su mamá, se dio cuenta de que todos coincidían en que Gloria tenía una cita en el Club de Abogados y que parqueó como siempre en el Palacio. Pero con respecto a lo que ocurrió cuando terminó la toma no había un consenso, cada uno tenía su propia versión sobre lo sucedido.

Las tías de Juan, hermanas de Gloria, creen que su tía Aydé la debió haber visto, que lo más probable es que Gloria la hubiese buscado en medio de la toma. Sin embargo, Aydé lo niega.
 


 
Francisco siguió su búsqueda. Se enfrentó a varios episodios desagradables porque llamaban a la familia para que reconociera los cuerpos que aparecían quemados. Consuelo acudía a esas citas porque para ella era más fácil identificarla. Todos estaban pendientes de cada pista que se pudiera presentar, iban a donde les decían que había alguna posibilidad de saber algo.

Pero ese proceso se vio interrumpido, según Francisco, cuando ocurrió otra tragedia nacional, la avalancha de Armero el 13 de noviembre de 1985. En aquel pueblo del departamento de Tolima, el Nevado del Ruiz hizo erupción sepultando a 25.000 habitantes, justo ocho días después de la toma del Palacio de Justicia.

El país volcó la atención en la nueva tragedia. Aunque Francisco sentía pena por lo que ocurría, en su cabeza estaba el recuerdo de Gloria y las posibilidades de encontrarla. Él siente que lo ocurrido en Armero fue como un telón que cubrió su drama, que los medios de comunicación se concentraron en la avalancha y que nadie volvió a hablar del Palacio y menos de los que no aparecían.

La búsqueda siguió en cuanto lugar se le ocurría a Francisco, pero cada vez le era más difícil mantener la calma. El hermetismo de las entidades oficiales frente a su situación, dice él, le generó una condición mental de rechazo. Empezó a culpar al Ejército y al M-19, los convirtió en un mismo bando porque, dice, no sabía realmente quién era el responsable de la desaparición de su esposa.

Por ser insistente con su búsqueda, empezó a recibir llamadas anónimas a la casa. A veces le hablaban hombres y a veces mujeres. En ocasiones le decían que Gloria estaba en el Hospital Militar, otras, que estaba en el Cantón Norte y otras, que estaba en el F-2 del sur. Las llamadas no siempre buscaban proporcionar información, algunas veces le decían que dejara la situación así porque averiguar tanto estaba poniendo en riesgo la vida de su hijo Juan Francisco.
La situación era cada vez más desesperanzadora y en medio de la presión por encontrar respuestas, Francisco trató de buscar entre jóvenes algún contacto con el M-19. Lo hizo porque había personas que le decían que si Gloria no aparecía, era porque tal vez era guerrillera y quizás él no lo sabía. Logró contactarse con jóvenes del movimiento, les mostró la foto de Gloria y le aseguraron que nunca la habían visto.

Con el tiempo, los esfuerzos de Francisco parecían en vano porque no recibía noticias alentadoras. Su desempeño laboral no era el mejor, estaba afectado emocionalmente y le era difícil llevar una vida normal sin saber de su esposa.

Cuando se cumplieron 11 meses de la tragedia, Francisco decidió acogerse al decreto que declaraba a las personas desaparecidas en la toma del Palacio como muertas. Lo hizo porque sentía que necesitaba cerrar ese doloroso ciclo. Ese gesto no les gustó a los padres de Gloria, ellos pensaban que declararla muerta era declarar una derrota, era asumir que su muerte se había comprobado. Para ellos, el hecho de que Francisco aceptara esa teoría generaba sospechas sobre él, hacía pensar que sabía quién la había matado sin denunciarlo. Al parecer, no entendían que se resignara a su muerte sin tener certeza.
Lo que buscaba Francisco, por duro que fuera, era cerrar el capítulo de su amor con Gloria. Vivía mortificado con la incertidumbre, él pensaba que podía llegar a aceptar la muerte de su esposa por trágica que hubiera sido, pero que no podía vivir sin saber si había muerto o no, sin ver su cadáver para hacer el duelo.

Los años siguientes fueron difíciles. A finales de 1987 se le presentó a Francisco una oportunidad laboral, la empresa de flores en la que trabajaba quería expandirse fuera del país y él se ofreció para iniciar la labor en Ecuador. Empezó a viajar y en 1988, cuando Juan tenía 4 años, se radicó con él en el país vecino.

Allí pudo cambiar de rutina, pero su historia de amor con Gloria seguía inconclusa. Francisco pensaba que debía seguir adelante y por eso después de un tiempo volvió a casarse. Con María rehizo su vida, tuvo otro hijo y le dio una familia a Juan.

Para Juan, su madrastra es un ángel que ha ocupado el lugar que Gloria no pudo tener, María y su medio hermano son su familia. Y tal vez por eso, por tener una familia, Juan creció sin involucrarse demasiado en la historia de su mamá. Él dice que creció con una versión: se habían tomado el Palacio de Justicia, hubo explosiones, incendios, violencia, su mamá quedó ahí y no se sabe qué pasó.
 


 
Con el interés de Juan en la historia del Palacio y en las consecuencias legales de la desaparición de su mamá, ha venido también el empeño por recordar. Él dice que viendo fotos de Gloria hace un esfuerzo por imaginar el momento en el que le contaron que su mamá había desaparecido. Tiene el video de la luna de miel de sus padres en Canadá y cuando lo ve, confirma que su mamá era muy dulce y amorosa con su padre.
Ahora entiende mejor por qué sus tías lo llamaban en febrero y le decían: “Hoy tu mamá está de cumpleaños”. Está tranquilo porque siente a su mamá más cercana, pero cuando indaga por los detalles de la toma, se pregunta si será adecuado saber lo que se especula con respecto a los desaparecidos, cree que eso no le dice la verdad sobre lo que ocurrió.

Francisco piensa que cada uno asume las situaciones de la manera que considera adecuada y por eso respeta y apoya a Juan en la búsqueda por la verdad que decidió emprender. Él en su momento no fue muy optimista, la situación lo llevaba a pensar que no iba a encontrar respuestas y la historia le ha dado, en parte, la razón. Se cumplen 25 años de la toma y él sigue sin saber qué pasó con Gloria.
Francisco cree que la reapertura del caso es una labor prolongada que seguramente no le va a resolver sus dudas. Le parece bien que indemnicen a Juan o a los familiares de Gloria porque es un derecho que tienen. Ha empezado a leer libros y documentos sobre el Palacio para que la familia no piense que es un tema que le es indiferente. Aceptó hacer parte del caso, pero no le interesa mucho, cree que con eso no va a encontrar la respuesta que realmente necesita. No va a poder cerrar el capítulo.

Su duelo y su resignación los considera un poco aislados con respecto a los de otros familiares. Nunca ha tenido contacto cercano con los casos de otros desaparecidos del Palacio. Piensa que su historia ocurrió así porque Gloria parqueaba en ese edificio; si su tía no le hubiese prestado ese espacio, tal vez no habría estado ese día allí. Francisco sostiene que el lazo familiar entre Aydé y Gloria es el único hilo que los une con la tragedia de la toma.
Cuando lo han llamado a declarar a la Fiscalía le ha quedado la sensación de que dudan de la existencia de Gloria. Le preguntan cómo estaba vestida y cuando él responde que no sabe porque la última vez que la vio estaba en pijama, parece que no le creyeran. Le preguntan por qué deben asociar a Gloria con la toma, que si acaso conserva, después de casi 25 años, la papeleta que garantiza que el carro fue parqueado allí ese día. Francisco responde que no y cree que con las preguntas no le están ayudando a solucionar nada. Respeta que se interesen de nuevo por el caso, aunque no sabe cuál es la razón que está detrás de tal interés.

Él cree que va a pasar lo mismo que pasa con los desplazados o con los descuartizados del campo: “se vuelven fuente de campañas políticas. Les van a ofrecer ‘tierrita’ o una ‘platica’ para tenerlos contentos. Y después de que paguen las indemnizaciones, ¿qué hacemos? ¿Volvemos a hacer una reunión para alabanza y nombre de quién?, ¿del Fiscal?, ¿del Presidente?, ¿de cualquier general?” se pregunta Francisco.

Juan Francisco quiere luchar por su papá porque le debe todo a él. El joven espera que el Estado le reconozca lo que le adeuda en calidad de víctima y de hijo de desaparecida. Está a la espera de la respuesta de qué pasó con su mamá aquel miércoles que lo dejó en el jardín y no regresó.