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El 2015 fue el año del perdón
El 2015 pasará a la historia como el año en el que Colombia empezó a perdonar.
Luego de una larga y dolorosa historia de guerra, Colombia empieza a ver en el horizonte la reconciliación y el perdón. Este año estuvo lleno de hechos que demuestran que el país es capaz de superar las retaliaciones y el odio que han marcado su pasado. Dos de los impactantes episodios de perdón ocurrieron este mes. El 3 de diciembre se dieron cita en Ibagué el expresidente Belisario Betancur, el senador Antonio Navarro Wolff y la familia del inmolado presidente de la Corte Suprema de Justicia Alfonso Reyes Echandía. Los unían, 30 años después, los terribles hechos del Palacio de Justicia, que cada uno de ellos vivió de manera distinta. Betancur como presidente de la República, Navarro como guerrillero, y los Reyes como víctimas. Ante un auditorio universitario, Betancur dijo: “Quiero pedir perdón a Alfonso, a ustedes y a Colombia. Y como en otros momentos lo he hecho, acepto mi responsabilidad por el accionar del Estado en ese momento trágico en que fueron sacrificadas tantas víctimas inocentes e indefensas”. Su voz se escuchaba por primera vez en tres décadas, para admitir lo que ya la justicia ha probado: que durante el holocausto del Palacio de Justicia hubo crímenes en los que estuvo involucrado el Estado.
Navarro, quien también ha pedido perdón por los graves errores que cometió el M-19, estaba allí en representación de sus compañeros muertos. La familia Reyes dejó claro que ya ha perdonado tanto a la guerrilla por la aventura bélica en la que muchos terminaron sacrificados, como al gobierno por su insensible respuesta. La generosidad de los Reyes y la sinceridad de Betancur y Navarro conmovieron a un público que se puso de pie a aplaudir durante cinco minutos sin parar. Las palmas celebraban, sin duda, los gestos individuales, de cada uno de ellos, pero también el asomo de un nuevo país, dispuesto a perdonar.
Tres días después en un escenario similar, a orillas del río Atrato, en el antiguo Bojayá, en Chocó, el jefe guerrillero Pastor Alape pedía perdón a una comunidad que ha elaborado por 13 años el duelo de una tragedia sin nombre. Aquella en la que perecieron 79 de los suyos, casi todos niños, cuando las Farc lanzaron un explosivo de baja precisión en medio de combates con los paramilitares que usaron el pueblo como escudo humano. “Ojalá algún día seamos perdonados”, dijo con voz quebrada. Allí también estaba el país posible. No el que se ensaña en el pasado, sino el que mira hacia delante. No el que niega la guerra, sino el que admite que existe, que ha existido, y que hay que dejarla atrás cuanto antes. El que empieza a encontrar en el perdón un nuevo lenguaje.
Los de Ibagué y Bojayá no son casos aislados. De manera silenciosa o a veces pública se han multiplicado las escenas de perdón. Desde el Gimnasio Castillo Campestre, que se disculpó por haber discriminado al joven Sergio Urrego –quien se suicidó el año pasado– hasta John Jairo Velásquez, jefe de sicarios de Pablo Escobar, quien le dijo a la viceministra de las TIC Carolina Hoyos “yo le quiero pedir perdón a usted, por el cartel de Medellín haber participado en el secuestro y haber propiciado la muerte de su señora madre”. Hoyos, hija de Diana Turbay, quien fue asesinada por Pablo Escobar, aseguró que toda su familia optó hace años por perdonar. Ello sin mencionar que el Estado ha tenido que pedir perdón cada vez con más frecuencia. El pasado 6 de noviembre, el presidente Juan Manuel Santos dijo en una ceremonia solemne de conmemoración sobre los hechos del Palacio de Justicia: “Hoy reconozco la responsabilidad del Estado colombiano y pido perdón”. Algo similar hizo hace dos semanas el gobierno en Segovia, Antioquia, a propósito de la masacre cometida allí en 1988, con complicidad de la fuerza pública.
El año pasado, cuando asistió a una audiencia de justicia y paz donde se trataba de esclarecer su secuestro, la exsenadora Piedad Córdoba se encontró con que Ernesto Báez le pidió perdón públicamente. Poco después tuvo un encuentro con varios jefes paramilitares en la cárcel de Itagüí en el que todos los que participaron en ese cruel episodio le contaron la verdad al respecto. El secuestro fue cometido por las AUC en 1999 y partió en dos la vida de Córdoba, quien dice que a pesar de todo pudo liberarse y perdonarlos. “Han cambiado mucho”, afirmó. Y es que justamente de eso se trata la justicia transicional: de que cambien las personas y sus contextos, y por tanto, que no se repita la violencia.
Algo similar ocurrió en La Habana cuando en 2014 Constanza Turbay viajó como integrante de un grupo de víctimas y tuvo la oportunidad de hablar con Iván Márquez en privado. Se trataba de un agravio mayor: a Turbay las Farc le exterminaron la familia, incluida su madre y sus hermanos, en un episodio de violencia política extrema en Caquetá. “Ha sido el encuentro más importante y trascendental de toda mi vida”, dijo en su momento.
Una virtud política
El perdón en Colombia tiene un doble significado. El primero es la superación de la venganza entre antiguos enemigos. Es decir, cortar de raíz la ley del talión que tanto daño ha hecho. Fue en retaliación por el ataque a Marquetalia que Tirofijo y sus hombres volvieron a levantarse en armas hace medio siglo. Y decía Carlos Castaño que el asesinato de su padre lo movió a bañar de sangre el campo durante dos décadas. Posiblemente en ninguno de los casos esta fue la razón principal para hacer la guerra, pero fue una motivación importante. No en vano la prehistoria de este conflicto armado está llena de personajes que hacen eco de ese rencor incurable: Sangre Negra, el Capitán Venganza o Desquite.
En segundo lugar, en el caso de las víctimas, el perdón es una alternativa que se abre ante la sed de justicia de quienes han sufrido el conflicto armado. Si bien un sector muy significativo de víctimas pugna por el castigo implacable para sus victimarios, entendido como la cárcel, otra corriente también muy importante, y posiblemente mayoritaria, considera aceptable una justicia basada en la verdad y la reparación.
En esta nueva justicia, encarnada en la Jurisdicción Especial de Paz pactada en La Habana la semana anterior, el perdón es fundamental. Si bien esta palabra no se menciona en ninguna parte del acuerdo, se sabe que es un ejercicio para restablecer la relación entre las víctimas y victimarios. En el acuerdo se habla de reconstruir la verdad exhaustivamente y reconocer la responsabilidad en los más graves crímenes. Pero como se vio tanto en el caso del Palacio de Justicia como en el de Bojayá, el perdón también hace parte de las posibilidades de un país que busca la convivencia pacífica. En otras palabras: no repetir la experiencia de la guerra.
Camilo Sánchez, director de investigaciones de Dejusticia, aclara que jurídicamente nadie espera que las víctimas asuman el perdón, pero cada vez más los tribunales sí exigen como parte de la reparación que los ofensores lo soliciten. Esto se explica porque el perdón busca reconectar los lazos sociales y construir una relación democrática rota por la violencia.
La pregunta es qué tanto puede perdonar un país a guerrilleros que han cometido hechos tan atroces como la bomba en el Club El Nogal, o a militares que compraron a seres humanos para matarlos y hacerlos pasar por bajas en combate, o a paramilitares que jugaron al fútbol con la cabeza de sus víctimas.
Esta ha sido una preocupación de la filosofía contemporánea, especialmente después del genocidio cometido en Alemania durante la Segunda Guerra Mundial. Jacques Derridá argumentaba que se trata justamente de perdonar lo imperdonable. Y Hanna Arendt escribió que “el castigo tiene en común con el perdón que trata de poner término a algo que –sin intervención– podría continuar indefinidamente”. Ella lo veía como una posibilidad en la búsqueda de la no repetición. Porque frente a lo imperdonable tampoco hay castigo que alcance a satisfacer a las víctimas y en tal medida el perdón puede ser más eficaz si se trata de detener el sufrimiento de una sociedad.
La demanda de cárcel puede satisfacer un clamor de justicia, pero no garantiza la no repetición, ni la rehabilitación. En el caso colombiano, según dice el profesor Wilson López, líder del grupo de investigación lazos sociales y cultura de paz de la Universidad Javeriana, la experiencia con los desmovilizados demuestra que hay mayor reincidencia criminal en quienes van a la cárcel que entre quienes han tomado la ruta de la reintegración. Lo mismo ha encontrado el profesor Jean Paul Lederach de la Universidad de Notre Dame en el estudio comparado de 34 acuerdos de paz. Lederach asegura que no hay evidencias empíricas de que la cárcel favorezca la no repetición y que en cambio los actos de restauración de las relaciones entre víctimas y victimarios sí lo han hecho.
En muchos contextos el perdón se entiende como amnistía. Pero si algo está probado es que ni esta, ni el indulto, conducen al perdón automáticamente. Sudáfrica, el ejemplo de justicia restaurativa más citado en el mundo, 20 años después de finalizado el apartheid sigue lidiando con sus heridas. Colombia es otro ejemplo. Según el profesor Mario Aguilera, se han presentado 53 amnistías y 102 indultos en una vida republicana marcada por el reciclaje de la violencia.
Por ello el perdón tiene una dimensión política y cultural que va más allá de la firma de un acuerdo que le ponga fin a la guerra, o de un programa nacional para la reconciliación. “El perdón es una virtud política”, dice Óscar Tulio Lizcano en una entrevista con el portal Verdad Abierta. Lizcano fue víctima de un cruel y largo secuestro del que huyó con su carcelero, y se dedicó a estudiar este tema.
“Livianito, livianito”
El profesor López ha investigado desde 2010, desde la psicología, cuál es la disposición del colombiano del común a perdonar lo ocurrido en la guerra. Encontró que esa disposición se ha incrementado a medida que el proceso de paz avanza, que el perdón es más factible si se solicita con sinceridad y si hay una intención reparadora. Es un perdón condicionado a la verdad o al arrepentimiento.
Algo similar encontró la periodista Claudia Palacios, que publicó recientemente el libro Perdonar lo imperdonable, en el que entrevista a decenas de personas que han vivido experiencias de violencia. Ella encontró que hay una mayor capacidad de perdonar hoy que en el pasado. “Crecimos con la premisa de que el que la hace la paga y no siempre es así”. Palacios considera que la clave está en la no repetición. “La gente está dispuesta a otorgar el perdón mirando al futuro, si hay un compromiso sincero de cambiar”.
Aunque se dice que el perdón es un gesto individual que les corresponde a las víctimas, en un conflicto tan extendido, que ha afectado a comunidades enteras directa o indirectamente, ese perdón puede –y debería– ser una vivencia colectiva, como los de Ibagué o Bojayá. Entre otras cosas, porque lo que se ha probado –incluso clínicamente– es que el perdón disminuye las sensaciones negativas tanto del agresor como del agredido.
Antonio Navarro dice que se siente “livianito, livianito” luego del evento en Ibagué y que también sintió esta sensación al perdonar a quienes atentaron contra él con una granada. Algo similar expresó Pastor Alape luego de pedir perdón a las víctimas de Bojayá: “Quedé con la sensación de que la mayoría de las miradas estaban cargadas de pesar por nosotros. Éramos observados con lástima y a decir verdad las emociones y los sentimientos escaparon a mi control. No vi odio en ninguna de ellas, simplemente ojos humanos de pueblo humilde en espera de la reconciliación”.
El perdón es, como escribió Rudolf Hommes en una columna reciente, una nueva experiencia que está viviendo Colombia. Una que hay que multiplicar si se quiere dejar atrás la amarga página de la guerra.