La Justicia tocó fondo. Los colombianos ya no se sorprenden al ver los distintos escándalos que involucran a los más conspicuos representantes de la rama judicial. Carruseles de pensiones millonarias en las altas cortes, cartel de jueces que negocian fallos, luchas a muerte para no jubilarse, clientelismo judicial, y cruce de favores componen el abanico de episodios con el que semanalmente se deleitan los medios.
El último dejó al país aún más perplejo. Noticias Uno reveló una grabación en la cual el magistrado del Consejo Superior de la Judicatura Henry Villarraga conversaba con un coronel detenido por la muerte de 12 personas relacionadas con los macabros falsos positivos. La sala disciplinaria, de la que hace parte Villarraga, debía resolver si al uniformado lo juzga la Justicia militar o la ordinaria.
En las grabaciones, el coronel habla de “400 para el magistrado”, lo cual se ha interpretado como un supuesto pago de 400 millones de pesos. Y como si eso fuera poco se escucha a Villarraga pedirle al coronel que le ayude para que no registren sus entradas a la base castrense.
Más allá de si le pagaron o no, el hecho de que el magistrado entre clandestinamente para reunirse con una de las partes interesadas en el caso, deja en evidencia el talante de lo que está en juego en la cúspide de la Justicia.
Es claro que la Justicia colombiana tiene unos problemas estructurales que vienen de tiempo atrás: la fragilidad de la Justicia regional, la desigualdad salarial, los altos índices de impunidad, la ineficiencia, la corrupción y la politización. Lo que no se había visto es que salpicara de manera tan escandalosa y recurrente a miembros de las altas cortes.
Históricamente, estas cortes tenían una majestad, estaban integradas por respetados juristas y se encontraban relativamente blindadas frente a la seducción del dinero fácil, los muñequeos por los puestos o las presiones políticas.
En algunos momentos, incluso, algunas cortes se convirtieron en un referente ético o filosófico para los colombianos, como ocurrió con la Corte Suprema que murió en el holocausto del Palacio de Justica, la Corte Constitucional en la década de los noventa o la Corte Suprema que enfrentó los tentáculos de la parapolítica. Esos momentos de gloria en la cúspide de la Justicia son cosa del pasado.
¿Por qué se llegó tan lejos? ¿En que momento se jodió la Justicia?
Hay cierta unanimidad, incluso en las propias cortes, en la necesidad de corregir una arquitectura que quedó mal planteada en la Constitución de 1991.
El primer pecado es haberle dado a las altas corte funciones electorales, es decir, participar en la elección del fiscal, el procurador, el contralor y el registrador. Si bien las intenciones de los constituyentes eran razonables, pues querían ponerle contrapesos al poder presidencial, con lo que no contaron fue con que los políticos se volcaran a tomarse esa renovada rama judicial.
El poder de la rama judicial, más allá del poder ‘divino’ de dictar sentencias, es un gigantesco poder burocrático. La rama tiene 5.000 jueces y cerca de 1.000 de ellos son de libre nombramiento que ganan entre 6 y 8 millones de pesos. Cada juzgado tiene seis empleados. “Así las cosas, más poder tiene un magistrado de tribunal al que le den dos o tres juzgados que el alcalde de Abriaquí”, explica un conocedor.
Este sistema perverso ha hecho que la movilidad en la rama solo se produzca través de pactos de favores. Brillantes juristas que antes, por derecho propio, tenían garantizado su cupo en los altos tribunales hoy están en vías de extinción. El criterio político doblegó al jurídico. Y los magistrados, que antes hablaban solo a través de sus fallos, hoy le dedican más tiempo a la componenda y a los cálculos políticos.
Luis Fernando Uribe, uno de los magistrados que sobrevivieron al asalto del Palacio de Justicia, quien fue elegido presidente de esa Corte Suprema convaleciente, decía que la Justicia era “la rama seca del poder público. Y por eso ardió tan fácil”. Ahora, por el contrario, es considerada por algunos como el más poderoso partido político.
Y el segundo pecado, tal vez el más grave en esta coyuntura, es el origen político del Consejo Superior de la Judicatura, y en especial de la Sala Disciplinaria, que se ha convertido en el tumor cancerígeno de la Justicia. Esta sala es el juez de los jueces. Es decir, es la que se encarga de controlar y sancionar a todos los jueces, fiscales y abogados del país. Si la cabeza de la pirámide se corrompe no es extraño que el resto también.
Desde febrero de 2009 lo advirtió el entonces presidente de la Corte Constitucional, Nilson Pinilla: “Hay un organismo terriblemente descompuesto, que es la Sala Disciplinaria, en donde se están tomando decisiones preocupantes”, dijo.
La creación del Consejo de la Judicatura en la Constitución del 1991 no ha estado exenta de polémica, pero funcionó relativamente bien los primeros años. Los presidentes de turno nombraron, con uno que otro descalabro, a juristas respetables. Pero cuando llegó el ímpetu reeleccionista, el presidente Álvaro Uribe dejó en manos de los partidos políticos la decisión de quiénes serían los magistrados de la Sala Disciplinaria de la Judicatura.
Para ese entonces, en pleno escándalo de la parapolítica, entre conocedores de los intríngulis del poder se decía que la idea era que los nuevos magistrados, a punta de tutelas, les ayudaran a los congresistas en sus líos con la Justicia. Y llegó a la Sala Disciplinaria una nómina muy cuestionada. Como Angelino Lizcano, del grupo político de Luis Fernando Almario, un congresista investigado por parapolítica y farcpolítica. O como el polémico Villarraga (ver artículo ‘El ‘diablo’ de Purificación’). O como Pedro Sanabria, que terminó salpicado por la pirámide de DMG, y como se quemó a la gobernación de Boyacá, le dieron de premio de consolación ser magistrado.
Casi todos eran unos perfectos desconocidos en el mundo jurídico. Tenían origen puramente político y comenzaron a introducir un esquema de intercambio de favores, de puestos y de fallos (ver artículo ‘Los tentáculos de la Judicatura’). De tal suerte que la Sala Disciplinaria de la Judicatura, desde 2008, ha sido protagonista de todo tipo de escándalos. Fallos de tutelas amañados (el más reciente llevó a la liberación de un peligroso capo de Medellín), cambios sin lógica de la jurisprudencia y el famoso carrusel de las pensiones (vendían ‘palomitas’ a juristas a punto de pensionarse para que pudieran multiplicar sus mesadas).
El problema, claro, no es exclusivo de la Judicatura. De hecho, las otras cortes han mostrado claros síntomas de descomposición. Pero este es sin duda el más preocupante.
¿Qué hacer entonces? La respuesta no es fácil. Muchos de los intentos de reforma a la Justicia han sido interpretados como un atropello a la separación de poderes o una violación a la autonomía de la Justicia. Y la última reforma terminó convertida en un orangután de favores entre el Legislativo y las Cortes que le dejó claro al país que es imposible hacer una gran reforma de la rama por la vía del Congreso. Hoy parece aún más difícil.
Cerca del 70 por ciento de los congresistas tendría que declararse impedido por tener procesos en la Corte Suprema o en el Consejo de Estado o por tener parientes en la rama. Ya no se cuenta con la reforma constitucional que les permitía a los congresistas votar a pesar de las inhabilidades, pues la Corte Constitucional la tumbó.
Quedan entonces dos caminos: o una constituyente o una reforma parcial. La primera tiene el problema de que nadie sabe en qué terminaría. Sectores de izquierda –y las Farc– quieren que el proceso de paz concluya en un escenario como este y los uribistas la quisieran también para poder volver a reelegir a Uribe. En esas condiciones políticas, esa puerta está cerrada con llave.
La otra opción es una reforma más quirúrgica, que centre sus esfuerzos en el Consejo Superior de la Judicatura. El presidente Santos tiene margen de maniobra para liderarlo, y el Congreso tendría encima los ojos de los medios y la opinión pública para sacarlo adelante. Sería un primer paso hacia recuperar la confianza en la Justicia.
Una confianza que no solo necesita el país para fortalecer una de sus instituciones más emblemáticas, sino para devolverle la dignidad y el valor a los miles de funcionarios judiciales que siguen haciendo un trabajo honesto y que cargan a cuestas un desprestigio que no les corresponde.