CRISIS CARCELARIA
La ‘bomba’ carcelaria explotó
SEMANA explica por qué la muerte de diez personas calcinadas en la cárcel de Barranquilla no fue un accidente y si no se toman medidas urgentes, pueden ocurrir cosas peores.
El año pasado todo el mundo puso el grito en el cielo. El defensor del Pueblo, Jorge Armando Otálora, rogó que se decretara una emergencia social para aliviar el tremendo hacinamiento de las cárceles. La Corte Suprema les jaló las orejas al Congreso y al gobierno y les dijo que cuando hagan reformas penales midan el impacto sobre las cárceles. Y varios medios prendieron las alarmas con informes titulados: ‘Cárceles: una bomba de tiempo’.
Pero nada valió: La bomba estalló. La semana pasada diez personas murieron calcinadas en la cárcel La Modelo de Barranquilla y 38 más resultaron heridas por un incendio que se produjo luego de una zambra entre internos y guardias.
Entre los muertos está Álvaro Urieles, un muchacho de 23 años, al que le quedaban pocas horas en la cárcel porque su madre había pagado la caución y ya le habían dado la boleta de libertad. Y Jefrey Mercado, que había sido capturado hace 15 días por tener en su poder un arma hechiza. Urieles le había dicho a su madre –según le contó ella a SEMANA– que cuando saliera se iba a comportar, porque él nunca se imaginó que eso fuera tan horrible allá adentro.
Ese pequeño infierno que se vivió en la cárcel de Barranquilla, sin duda, es una aterradora manera de dejar claro que el Estado no ha podido dar con la respuesta al problema de las cárceles. Y como si fuera poco, lo más grave es que tal y como van las cosas se pueden estar creando problemas aún peores.
El dato clave, al que todos apelan para explicar lo que está ocurriendo es el del hacinamiento: el 2013 terminó con una sobrepoblación en las cárceles de 58 por ciento. ¿Eso qué significa? Que en las cárceles hay cupo para 76.000 personas, pero el 31 de diciembre la población era de 120.000, es decir 44.000 internos no tenían en dónde acomodarse.
Pero más allá del dato lo más importante es lo que eso implica en términos de cómo se están haciendo las cosas en el Estado. Llama la atención, por ejemplo, que el grado de hacinamiento en 2006 era solo del 14,5 por ciento. En ese entonces, el total de presos era de 60.000 y ‘sobraban’ 7.600. ¿Qué pasó para que solo en siete años se duplicara la población carcelaria y se multiplicara por seis el hacinamiento?
La respuesta está en lo que los expertos llaman ‘populismo punitivo’. Eso quiere decir que los congresistas o el gobierno ante cualquier presión de la opinión deciden crear nuevos delitos o aumentar las penas. Y esa herramienta para ganar popularidad se ha vuelto tan común, que el Código Penal (Ley 599 de 2000), en apenas 13 años ha sido objeto de 38 reformas. Es decir, casi tres por año.
Como dice el ministro de Justicia, Alfonso Gómez Méndez, la reforma de las normas ha estado ligada históricamente a la incapacidad de hacerlas cumplir, “como no cumplimos la ley entonces cambiémosla”, dijo. “Hemos caído no solo en el populismo punitivo si no que hemos padecido de otro mal que es el fetichismo normativo: creer que cambiando las normas se cambia la realidad”.
Es posible que algunas de esas reformas se necesiten. El problema es que para ninguna de ellas se hizo un estudio de qué impacto tendrían en las cárceles. El propio viceministro de Justicia, Miguel Samper, reconoce que no ha habido una política criminal coherente, y citó un ejemplo: “Quince días después de que el país se levantó contra los ataques con ácido a las mujeres, en el Congreso fueron radicados siete proyectos de ley para endurecer las penas”.
Dos de las 38 reformas mencionadas han tenido un impacto demoledor sobre la política carcelaria. La primera fue la Ley 890 de 2004 que en uno de sus artículos aumentó las penas de los 440 delitos del Código Penal. Eso automáticamente provocó congestión en las cárceles. Y la otra es el Estatuto de Seguridad Ciudadana (Ley 1453 de junio de 2011) que incrementó de manera significativa las penas de algunos delitos y creó otros nuevos (como lanzar tiros al aire o el uso de menores para cometer delitos, entre otros) y eso se tradujo en un aumento automático de los detenidos. En los primeros diez meses de vigencia de la ley, el número de internos aumentó un 15 por ciento (13.933 personas, casi 50 nuevos reos cada día). “La ley de seguridad ciudadana pulverizó el sistema penal”, dijo a SEMANA un amplio conocedor del tema.
Fue en ese entonces cuando se desató la crisis que provocó imágenes dantescas en las cárceles, motines por doquier y un rosario de tutelas hicieron que los jueces vetaran la llegada de nuevos presos en 28 cárceles del país.
Está probado que la mano dura es rentable políticamente y más en un país agobiado por la delincuencia. Pero, lo que los expertos han descubierto es que aumentar los delitos o imponer penas más severas no necesariamente reduce la criminalidad. Y el efecto es a veces contrario.
“Hay muy poca evidencia de que un incremento en la severidad del castigo tenga efectos disuasivos significativos, mientras que existe evidencia sustantiva de que el incremento en la certeza del castigo es el que tiene efectos disuasivos importantes”, afirma en un detallado diagnóstico sobre la política criminal del país la Comisión Asesora que conformó para tal fin el Ministerio de Justicia. En otras palabras, lo importante no es aumentar la pena, sino garantizar que haya castigo efectivo, dice la comisión integrada entre otros por Yesid Reyes, Rodrigo Uprimny e Iván Orozco.
La situación es tan complicada que incluso el propio presidente Juan Manuel Santos, según el informe de política criminal, ha incurrido también en ese ‘populismo punitivo’. Según el documento, en 2011 el Congreso expidió cuatro leyes en las que no se tuvieron en cuenta los lineamientos de política criminal expresados en el Plan Nacional de Desarrollo “y, a pesar de ello, no fueron objetadas por el Ejecutivo y contaron con su decidido apoyo”.
El gobierno, no obstante, desde la publicación del informe ha tratado de recoger velas: se inspiró en ese estudio para la reforma al Código Penitenciario recién aprobado (que podría dejar tras las rejas de 7.000 a 9.000 reos) y el ministro Gómez Méndez ha dicho: “Mientras yo sea ministro este diagnóstico no va a caer en el vacío”.
Sin duda es clave taponar el problema. Tal y como iban las cosas, según cálculos del propio Ministerio de Justicia, en diez años el presupuesto de Prisiones podría superar al de Defensa. Pero lo que todavía no está claro es cómo se va a solucionar el problema ya creado. Sobre todo, si se tiene en cuenta que al hacinamiento se le suman elementos igualmente graves como la corrupción de la guardia, la pobre infraestructura y los líos administrativos (Ver ‘Los cuatro pecados capitales’).
Hoy en las cárceles reina el caos. En promedio, en un día, se registran seis riñas y siete heridos por arma blanca, de fuego o contundente. En los últimos tres años y medio han muerto 550 personas en las cárceles, de las cuales 66 se suicidaron, 28 fueron asesinadas con arma blanca y 6 con un objeto contundente, tres a tiros, tres más intoxicadas, 20 en accidentes y 424 fallecieron “de forma natural”.
Las mafias, conformadas por presos que hacen de capos de cada patio y por guardias corruptos, tienen el poder adentro. Cobran todo: desde una especie de peaje de 2.000 pesos para que los familiares pasen a visitar al interno, hasta 2 millones de pesos por dejarle a alguien dormir en una celda, pasando por 150.000 pesos por el derecho a tener su propio teléfono celular en la cárcel.
Se acaban de conocer los resultados de las requisas de la guardia en las cárceles: durante un año incautaron 71 kilos de cocaína, 13 de bazuco, 17.836 celulares, 48.190 armas blancas y cuatro armas de fuego. ¿Quién manda dentro de las cárceles?
Eso por no hablar de las palizas que los guardias les dan a los internos. Hace menos de tres meses, en la cárcel Pedregal de Medellín, llegaron 150 guardias a hacer, en teoría, una requisa. Pero, lo que ocurrió en realidad fue demencial. Primero les echaron agua fría a las colchonetas (cuando faltaban pocas horas para que los presos se fueran a dormir) e hicieron una ‘calle de honor’ con 75 guardias a un lado y 75 al otro, por la que tenían que pasar los presos en calzoncillos. “Cuando llegamos, 120 internos parecían nazarenos. Les habían dado una golpiza”, cuenta un funcionario. Los 150 guardias están siendo investigados.
Lo que ocurre adentro de algunas de las prisiones en Colombia, como La Modelo de Bogotá –guardando las proporciones en lo que a la geopolítica se refiere– no es muy distinto a lo que puede pasar en una cárcel como Guantánamo o a las mazmorras de la Edad Media que se ven en las películas. Las demandas por derechos humanos contra el Inpec hoy suman casi medio billón de pesos.
Las madres de los reclusos muertos en Barranquilla le dijeron a SEMANA que las condiciones en las que vivían sus hijos no eran humanas. Estaban hacinados, dormían en el piso y los que mejor estaban tenían unas colchonetas sucias que arrastraban todo el día. En ese solo pasillo había 200 reclusos. No tienen inodoros, las duchas son abiertas y una alcantarilla con un olor insoportable atraviesa el patio.
Uno de los internos del segundo piso, donde ocurrió la tragedia, recuerda por qué se desató el incendio: “Estaban peleando siete internos. Y la guardia en vez de frenar la trifulca con gas pimienta, soltó una pipeta de gas lacrimógeno. Cuando eso ocurre, prendemos una colchoneta pues sabemos que el humo absorbe el gas. Pero la guardia soltó una segunda pipeta, prendieron otra colchoneta. Todo se salió de las manos”.
El país cree que lo que pasa en las cárceles no es asunto suyo. Pero es un gran error.
Los cuatro pecados capitales
El hacinamiento y el ‘populismo punitivo’ no son los únicos culpables de la crisis de las cárceles.
La codicia de los contratistas.
La ira de la opinión.
¿Por qué no se liquidó el Inpec?
Guardias con récord mundial.
Así se maneja el poder en la cárcel
Una mujer cuenta cómo pagó 1 millón de pesos para que su hijo tuviera 14 baldosas donde dormir. Y otra, por qué su esposo cambió el BlackBerry.
“Mi hijo está en la cárcel desde hace 18 meses, pagando una condena de ocho años por droga. Duerme en un pasillo donde tiene derecho a siete baldosas de largo por dos de ancho. Eso lo establece el cacique del patio. Cada cacique tiene delegados en los pasillos, que llaman ‘pasilleros’. La orden es que si alguien se porta mal, lo golpeen, pero del cuello para abajo para que no se le vean las heridas en la cara. Cuando mi hijo llegó, tuvo que comprar un ‘parche’, que es el espacio donde duerme. Le cobraron 1 millón de pesos y a mí me tocó pedirlos prestados en una natillera. Le llevé la plata a una muchacha en una estación del metro de Medellín. Además hay que legalizar la compra ante el cacique y eso costó 50.000 pesos más”.
“Mantener a mi esposo allá adentro es muy costoso. Semanalmente no baja de 12.000 pesos lo que le tienen que pagar al cacique del patio por aseo, para poder estar en el patio después de las cinco de la tarde, que es cuando el Inpec cierra, y para poder bañarse a cualquier hora. Mi esposo tenía un BlackBerry que yo compré en la calle y le pagué 230.000 pesos a un guarda para que se lo entregara. Al cacique hay que pagarle 10.000 pesos más por tener el celular. Una vez, se lo quitaron en una requisa y le tuvo que pagar 100.000 pesos al guarda. Mi esposo se aburrió con el Blackberry porque lo persiguen mucho. Entonces compró otro equipo sencillito allá adentro de la cárcel que le costó 200.000 pesos”.