En medio del creciente pesimismo que rodea las negociaciones de paz en La Habana, el secuestro de dos patrulleros de la Policía por parte de las Farc en el Valle del Cauca no podía haber llegado en peor momento. El hecho, que llevó a las partes a quebrantar por primera vez su acuerdo básico de no trasladar la guerra a la mesa de negociaciones y a los micrófonos, se ha convertido en la primera crisis seria que enfrenta el proceso y, de paso, le dio buena munición a los detractores. Es, sin duda, un campanazo para ambas partes: de no manejar con tino sus profundas diferencias, gobierno y guerrilla pueden acabar descarrilando la negociación aun antes de que esta produzca sus primeros resultados.
Para nadie es un secreto que las conversaciones en La Habana entre el gobierno y las Farc despiertan cada vez menos entusiasmo entre la opinión pública y se han convertido en el caballo de batalla de la oposición que lidera el expresidente Álvaro Uribe contra Juan Manuel Santos. Para un proceso que necesita mostrar resultados pronto, la caída en manos de la columna Gabriel Galvis de las Farc, el pasado 25 de enero, de los patrulleros de la Policía Víctor Alfonso González y Cristian Camilo Yate, fue un repentino apretón al tubo de oxígeno que alimenta la negociación.
Como un nervio desnudo, lo ocurrido con los policías tocó la fibra de un país que se vio de golpe devuelto a los tiempos, no muy distantes, en que las Farc mantuvieron durante años a uniformados y civiles encadenados en la selva, para presionar su intercambio por guerrilleros presos. Por eso, al secuestro de los uniformados, de la semana pasada se le dio vasto despliegue. A partir de ahí, la crisis escaló.
Escalada
Cuatro días después, las Farc publicaron un comunicado “Nos reservamos el derecho a capturar como prisioneros a los miembros de la fuerza pública que se han rendido en combate. Ellos se llaman prisioneros de guerra, y este fenómeno se da en cualquier conflicto que haya en el mundo”, decía, reiterando las propuestas de intercambio humanitario y de buscar un acuerdo para humanizar la confrontación. Además, el comunicado insistió en que las Farc habían abandonado las “retenciones de carácter económico”, aunque declaraban que seguía vigente la célebre ley 002, anunciada por el Mono Jojoy para extorsionar empresarios.
“Un secuestro es un secuestro”, dijo al día siguiente un severo Humberto de la Calle, jefe del equipo negociador del gobierno, rompiendo por primera vez el silencio que él y sus compañeros habían adoptado hasta entonces como mantra de las negociaciones. Dijo que acciones como esa “atenta(n) contra el proceso” y que si las Farc no quieren terminar el conflicto, “que nos lo digan de una vez, para no hacerle perder el tiempo al gobierno y a los colombianos”.
Al otro día, cuando se instaló la quinta ronda de las negociaciones, Iván Márquez acusó al gobierno de buscar “un ‘florero de Llorente’ para romper la mesa”. Reiteró que lo acordado es no discutir en esta asuntos de la guerra, como lo ha hecho la guerrilla “frente a los bombardeos (…) contra nuestros campamentos en tregua unilateral”. Y remató, en obvia alusión a los dos policías que “resulta insensato que mientras se hacen declaraciones de escalar la guerra se eleven quejas por las consecuencias que esta desata”.
De la Calle salió al poco tiempo a decir que las únicas leyes que imperan en Colombia son las del Estado y que “las Farc no pueden dictar leyes, menos para encubrir propósitos extorsivos”, en referencia a la ‘ley 002’. Y ratificó que el gobierno ni se dejará presionar a un cese al fuego bilateral, ni discutirá la ‘regularización’ del conflicto.
En los días siguientes otras voces se sumaron. “Yo no hablo con bandidos”, dijo el ministro de Defensa. “O negocian con sinceridad o serán responsables del final de los diálogos” espetó el ministro de Interior. E intervino el presidente Santos: “Si las Farc creen que con secuestros van a presionar el cese al fuego, se equivocan”. Y añadió: “Las fuerzas armadas conocen muy bien la orden clave y perentoria: con todo contra esta organización”.
Para complicar aún más este tenso cuadro, la escalada no fue solo verbal, fue también militar. El día que se reanudaban las negociaciones, las Farc mataron en una emboscada a cuatro soldados en Policarpa, Nariño, y los militares les atribuyeron el secuestro de tres civiles en Piamonte, Cauca, pronto liberados en medio de un gran operativo militar. Al día siguiente, los militares y la Policía anunciaron la muerte, en un bombardeo, de Jacobo Arango, jefe del frente 5 de las Farc, y otros cinco guerrilleros (un jefe de frente no caía hace casi ocho meses). Horas después, tres miembros de la Policía Fiscal y Aduanera morían abaleados en una carretera en Carraipía, La Guajira, presuntamente a manos del frente 59 de esa guerrilla.
La nota más alta la puso, en la tarde del viernes primero de febrero, el más recalcitrante opositor al proceso, Álvaro Uribe, quien envió a sus 1,7 millones de seguidores un trino con la foto de los policías ensangrentados tirados en el pavimento, y una frase: “Policías de la patria asesinados. Sijin informa que asesinos son del (frente) 59 de terroristas Farc”. Este trino del expresidente generó indignación en algunos sectores que consideraban que con la sangre de los muertos no se debería hacer política.
Todo esto ha producido la más grave crisis que hasta ahora vive el proceso de paz. Lo que se venía describiendo como una negociación que avanzaba lentamente y en la que empezaban a descubrirse puntos de acercamiento parciales en el tema agrario, el primero en la agenda, ahora tiene a las Farc desafiantes y al gobierno en tono de ultimátum. Las dos partes se están cruzando comunicados y declaraciones altisonantes ante la prensa, es decir, exactamente lo que habían anunciado que no harían cuando acordaron negociar en medio del conflicto y no discutir en la mesa de negociaciones los avatares de la confrontación armada.
Guerra es guerra
El problema de fondo es que el secuestro de los dos policías en manos de las Farc resume con descarnada perfección las profundas diferencias que separan al gobierno de la guerrilla –y a esta del país– y es una muestra de los peligros que acechan a la negociación y de los prejuicios que la dificultan.
Un ejemplo es que, aunque en los medios se asumió que las Farc habían puesto fin al secuestro, estas no prometieron eso. Lo que anunciaron en febrero de 2012 fue que ponían fin a “las retenciones de personas, hombres o mujeres de la población civil, que con fines financieros efectuamos”. Y se reservaron “la necesidad de recurrir a otras formas de financiación o presión política”. Es decir, las Farc no renunciaron a secuestrar soldados y policías –precisamente lo que han hecho en el Valle– e, incluso, civiles con fines de presión política.
Con estos actos de guerra las Farc buscan mostrarle al gobierno y al país lo que será negociar sin el cese al fuego que están pidiendo. El problema es que esta guerrilla considera que la opinión pública es un invento de los medios, y parece no importarle, o no entender, que una inmensa mayoría del país recibe como una provocación declaraciones como la de su “derecho” a llevarse policías y soldados.
No hay tema que más indigne a los colombianos que el secuestro. Fue la vía por la cual el conflicto se coló a todos los hogares de Colombia y quedó en la siquis del país como un trauma colectivo. Tan sensible es este tema que ha despertado más indignación el secuestro de dos policías –que todo indica que siguen con vida– que la muerte de cuatro soldados y tres policías.
Al estirar la cuerda con acciones de este tipo, la guerrilla parece perder de vista dos hechos claves. El gobierno no solo es sensible a esta presión de la opinión sino a las crispadas circunstancias del momento político. El caballo de batalla de la oposición uribista contra el presidente Santos es el proceso de paz y la reacción pública del gobierno en este caso denota que busca a toda costa no dar muestras de debilidad. Trinos como el del expresidente Uribe no son sino un adelanto de la polarización electoral que aguarda al país.
Pero si las Farc han actuado de forma desafiante y provocadora y parecen no entender que el proceso necesita cada día con mayor urgencia el oxígeno de una opinión pública favorable, que ellos le quitan con acciones como el plagio de los dos policías, el gobierno ha tenido que salir a hablar duro para sintonizarse con la indignación de la opinión y no ir a contrapelo del estado de ánimo del país.
¿Mirar adelante o a los lados?
La negociación de paz ha sufrido su primer impasse serio y, de no manejarlo ambas partes con tino, el proceso de La Habana puede verse afectado seriamente.
No es fácil. El gobierno está preso en su propio invento: después de las contundentes declaraciones de sus altos funcionarios, que han sido interpretados como un ultimatum, incurriría en un alto costo político si sigue conversando en la mesa de negociación como si nada, después de lo ocurrido. Y a las Farc les pasa algo similar. Para ellas, luego de semejante pulso verbal con la contraparte, soltar a los policías –lo que desarmaría la crisis– podría ser interpretado como una muestra de debilidad al menos en lo inmediato. En todo caso aunque el presidente no esté dispuesto a pararse de la mesa por este episodio, de institucionalizarse la práctica de secuestrar uniformados la presión de la opinión pública para romper las negociaciones sería insostenible.
Lo ocurrido a los dos policías no es sino el primero de muchos hechos de la guerra que, con toda probabilidad, van a ocurrir antes de que se llegue a un acuerdo para ponerle fin. El desafío está en la habilidad política y en la inteligencia táctica de la que hagan gala tanto el gobierno como la guerrilla para superar estos obstáculos.
La mesa de negociación necesita producir resultados urgentes, por parciales que sean, para que el país entienda que el proceso va para alguna parte. De lo contrario, la negociación se va a quedar sin credibilidad. Y este ingrediente, por insalvables que puedan considerar sus diferencias, lo necesitan por igual la guerrilla y el gobierno para mantener a flote unas conversaciones que pueden ahorrar a varias generaciones de colombianos un futuro similar a los pasados 50 años.