CRONICA DEL FIN DE UN PUEBLO
SEMANA visitó el municipio de Nariño, Antioquia, y pudo constatar cómo la población <BR>civil es hoy la principal víctima del ataque indiscriminado de la guerrilla a las poblaciones de <BR>Colombia. Nadie está a salvo.
LAs 2:45 de la tarde del martes de la semana pasada, bajo un sol inclemente,
algunos habitantes del municipio antioqueño de Nariño echaron a correr por la Calle Real, hacia la
parte baja del pueblo. Cuando el tropel de gente desembocó en la plazoleta, ubicada frente a la
imponente iglesia de Nuestra Señora de las Mercedes, el pánico se había generalizado. Mujeres con
lágrimas llevaban a las volandas a sus hijos pequeños. Los hombres no corrían pero tampoco
escondían el temor que se dibujaba en sus rostros.
"¿Qué pasa? ¿Qué pasa?", preguntó alguien. "La guerrilla...volvió la guerrilla", respondió cualquiera de
los que huía de un enemigo invisible. Al oír esto los soldados que permanecían en los alrededores de
la iglesia y la casa cural se tensionaron. Levantaron las boquillas de sus fusiles hacia el cielo, los
desaseguraron con rapidez y comenzaron a caminar cautelosamente, pegados a las paredes, hacia la
plaza principal. Los nariñenses que los observaban a través de las ventanas apenas entreabiertas de
sus casas pensaron que la pesadilla que habían soportado durante 36 horas el pasado fin de semana
comenzaría de nuevo. Un hombre pensó en voz alta: "Sinceramente esto no es justo".
La guerra toca a la puerta
Nariño es conocido como 'El balcón de Antioquia'. Un apelativo justo para esta población del suroriente
antioqueño, ubicada a 134 kilómetros de Medellín, en el filo de una loma desde la cual se divisa un
paisaje montañoso como de tarjeta postal. El municipio se extiende a lo largo y ancho de 300
kilómetros cuadrados, sobre los cuales se localizan 47 veredas y un corregimiento limítrofe con el
departamento de Caldas. El pueblo cuenta con unos 15.000 habitantes, la gran mayoría de los
cuales viven en la zona rural dedicados a la agricultura o la ganadería.
El viernes 30 de julio los nariñenses se preparaban para el mercado de fin de semana. En algún
momento entre las 3:30 y las 4:00 de la tarde un número indeterminado de hombres del frente 47
Leonardo Posada, de las Farc, copó el pueblo e instaló un carrobomba en la Calle Leticia, sobre el
costado izquierdo de la estación de Policía. La explosión del vehículo, una camioneta sin una puerta,
de la Central Hidroeléctrica de Caldas (Chec), marcó el comienzo del ataque guerrillero que todo el
mundo esperaba desde Semana Santa. El estallido produjo los primeros muertos y heridos. Las
viviendas de la Calle Leticia desaparecieron. Bajo los escombros murieron la señora Eva Toro, su hija
Cristina y su nieto Santiago.
El combate se concentró en la plaza principal, en una de cuyas esquinas estaba el cuartel de Policía,
defendido por 32 agentes comandados por el sargento José Ruiz Arias. Los guerrilleros arremetieron
contra la edificación de tres pisos, donde antes existía una antigua tienda de abarrotes, con
ametralladoras M-60, lanzagranadas y pipetas de gas, algunas de las cuales fueron transportadas en la
ambulancia que robaron del corregimiento de Puerto Venus, a dos horas de Nariño. En el fuego cruzado
lo primero que desapareció fue la cafetería y el restaurante del quiosco municipal.
A Janeth Fernández la guerra la encontró en medio de la plaza. Angustiada, buscó refugio en la cantina
El Guadal, pero una amiga le dijo que se saliera de ahí. Hacerlo le salvó la vida porque las Farc
pusieron una bomba en el edificio contiguo, donde quedaban el despacho de las flotas y la vivienda
del alcalde. Janeth se fue para la casa de su madrina y allí permaneció hasta el domingo sin saber
nada de su familia.
El viernes a la hora del ataque el padre John Jairo Serna y el seminarista Nelson Patiño estaban
reunidos con los 60 niños del grupo Sembradores de Paz para organizar el encuentro que tendrían al
día siguiente. Con los primeros disparos se disolvió la reunión. Todos corrieron. Algunos de los
menores, como la niña Leidi Granada Franco, se fueron a sus casas. Otros se escondieron en el hogar
de las Hermanas de la Anunciación. En la casa cural se refugiaron los sacerdotes y nueve personas
más del pueblo.
En la otra loma del municipio por lo menos 40 personas, entre mujeres, niños y personal sanitario,
permanecían encerradas en las instalaciones del Hospital San Joaquín. Más o menos hacia las seis de
la tarde los guerrilleros ingresaron por sus propios medios al centro médico. Uno de ellos se identificó
como comandante, luego dijo que iba a requisar el lugar y a todos los presentes. Afirmó además que
no quería civiles en el hospital. Uno de los médicos le replicó con fuerza que era uno de los pocos
sitios seguros de la población. El guerrillero al final cedió, pero dejó a cuatro de sus compañeras en
el hospital porque, según dijo, "tenían que vigilar los teléfonos para que no salieran llamadas".
Dos noches de pesadilla
El viernes en la noche llegó el apoyo aéreo. Los policías que resistían atrincherados en el
comando escucharon el ruido de las ametralladoras del avión fantasma y de los helicópteros artillados.
Hacia las 7:30 p.m. los guerrilleros entraron al hospital con una señora herida en el cuero cabelludo por
un objeto contundente. Más tarde llegaron heridos por arma de fuego los esposos Gustavo Marín y
Luz Elena Pérez, habitantes del barrio Obrero. Los médicos de turno, Wilson Moreno y Jorge
Vanegas, los atendieron en medio de la emergencia. Para ambos fue la primera experiencia de este
tipo. No la olvidarán jamás porque, además de salvar vidas, tuvieron que atender un parto difícil al filo
de la medianoche del viernes. Un niño más que nació en medio de la guerra.
Al otro lado, en la casa cural, se vivió otro drama que pudo haber terminado en tragedia. Los
subversivos golpearon la puerta en repetidas ocasiones y a gritos preguntaron por el párroco, el padre
Antonio José Alzate, quien en ese momento se encontraba en La Dorada, Caldas. Al no recibir
respuesta los insurgentes colocaron una bomba contra la pared de la edificación. Los vecinos cuentan
que una guerrillera los regañó por ese hecho, les dijo que no fueran tan brutos y les ordenó
desactivarla. Nadie durmió esa noche ahí ni en ningún hogar de Nariño. La gente estuvo despierta a
punta de tinto, rezando el rosario.
El sábado en la mañana los hombres de las Farc volvieron a tocar en la casa cural. Nadie les
respondió pero vieron en el segundo piso al padre Pedro Nel Quinchía. Una docena de guerrilleros
volaron las chapas con tiros de fusil, entraron, obligaron a los curas a vestirse con sus atuendos
sacerdotales y les pidieron que los acompañaran hasta el comando. Los padres Pedro Nel Quinchía y
John Serna y el seminarista Nelson Patiño salieron en medio del fragor del combate y les
ordenaron que marcharan hasta el cuartel.
"Llevábamos banderas blancas e íbamos cuidándonos del helicóptero. Cuando llegamos a la plaza
explotó una bomba cerca de nosotros", le dijo Quinchía a SEMANA. Los tres religiosos ingresaron al
comando y hablaron con el sargento Ruiz. Le dijeron que la guerrilla los había enviado a decirles que
se rindieran, que ellos sólo venían por el armamento. "Les agradezco, dijo Ruiz, pero échenos la
bendición porque nosotros tenemos una misión que cumplir". Los religiosos lograron llevarse con
ellos a cuatro civiles que habían quedado atrapados en medio del fuego cruzado.
El resto del sábado fue un solo combate. Para entonces ya no había servicio telefónico local ni
regional. Los periodistas que llegaron a cubrir estos hechos escucharon detonaciones de bombas todo
el día, unas 120 según sus cálculos, y fueron testigos de la manera como el avión fantasma y los
helicópteros se alternaban para ametrallar desde el aire a los guerrilleros. El sagrario y los vitrales de
la iglesia, el hospital y hasta el propio cuarto del religioso resultaron impactados por las balas.
Una de esas balas perdidas alcanzó esa noche, en su propia casa, a la niña Leidi, la del grupo
parroquial de paz. Murió al instante.
La noche del sábado, mientras los policías completaban más de 30 horas atrincherados y
esperaban los refuerzos, comenzó el incendio en la Calle Real del pueblo, en la zona comercial de
Nariño. Las llamas devoraron varias viviendas y se detuvieron en el número 8-06, una casa antes de la
esquina donde comienza la Calle El Centro.
El domingo en la madrugada los policías se quedaron sin munición y se rindieron. Los agentes dijeron
que el sargento Ruiz quedó herido y hubiera podido ser atendido pero que los subversivos lo
asesinaron a sangre fría, al igual que al escolta del alcalde y a otro agente. En total, durante el
ataque, murieron nueve policías.
El día despues del fin del mundo
El domingo en la madrugada una guerrillera llegó al hospital y dijo que necesitaba a los médicos.
El doctor Wilson Moreno la acompañó hasta un lote cercano, cerca de la capilla, donde tenían a los
policías sobrevivientes. La joven preguntó quiénes estaban heridos. Moreno se llevó a tres
uniformados, al cabo de un rato los hombres de las Farc llegaron con otros cinco. Luego un
guerrillero, que se identificó como el comandante Isaías, se fue con dos policías en la camioneta de
los periodistas de El Colombiano. Voceros del frente 47 dijeron después que tenían retenidos a ocho
agentes del comando de Nariño.
El domingo fue un día de ale-grías para algunos nariñenses y de tristeza para los familiares y amigos
de los 34 policías y civiles muertos o heridos durante las 36 horas de combates. Janeth Fernández
salió de la casa de su madrina y se encontró con su madre en la plaza principal. La alegría de
estar vivas se confundió con la tristeza de ver que la discoteca Malacú y el bar Oklahoma, de
propiedad de su familia, estaban en ruinas. Los dos lugares eran el hogar de los abuelos, la bisabuela y
un tío de Janeth, quienes salieron ilesos.
Dos días después de la culminación de los combates, mientras algunos nariñenses partían hacia las
poblaciones cercanas o Medellín y el Ejército patrullaba las calles, una señora de 65 años simbolizaba
el destino de Nariño y el de muchos municipios que han sido blanco de la agresión guerrillera y
teatro de hostilidades entre los insurgentes y el Ejército. La señora permanecía en cuclillas sobre
las ruinas de lo que fue su hogar, destruido por el carrobomba. Vestida con una bata de pequeñas
flores azules y moradas, protegida del sol por una sombrilla negra, les decía una y otra vez a un
hombre y a un muchacho que hurgaban entre los escombros con un tono demencial: "Los zapatos
están debajo del escaparate, no encuentran los zapatos, no encuentran los zapatos, no encuentran los
zapatos...".