De lejos, pero muy de lejos, mi Millos querido –que alguna vez se llamó Unión Bogotá, Deportivo Independiente, Deportivo Independiente “Municipal”, Deportivo “Millonarios”, Club Deportivo Los Millonarios y ahora Millonarios Fútbol Club– ha sido y es el equipo predominante del fútbol colombiano.
Con el perdón de los demás clubes colombianos, y muy a pesar de nosotros mismos, de tantos errores y no pocos horrores, Millos ha sido y es el más grande del país. En todo el sentido de la palabra.
Y lo ha sido –y es– tanto en la gloria como en la pena: grandes gestas y grandes vergüenzas. Por fortuna, más de lo primero. Eso sí.
Ejemplo de lo que se debe hacer y de lo que no, “el azul” de Bogotá ha alcanzado increíbles estadios (y esto en ambos sentidos de la palabra): así como ha protagonizado por más de 70 años la victoria, el éxito y el reconocimiento, también ha soportado el abuso, el desgreño, el insulto, el ridículo y, antes de conquistar su estrella 14 –por la que todos los azules esperamos 24 años–, el chiste callejero:
- ¿Cómo le dicen a Millos?
- San Victorino.
- ¿Por qué?
- Porque de la 12 a la 13 todo es robado.
Esa fue la burla más recurrente desde la consecución de la estrella 13, en 1988, hasta la hazaña de la 14, en 2012 (asunto que más adelante explicaremos).
Pero hubo, hay y seguramente habrá muchas mofas más. Bienvenidas todas. De eso se trata todo este cuento: de saltar de la ópera a la zarzuela y viceversa.
Millos, tal cual lo llaman sus hinchas –conocido también como el equipo “Embajador” gracias a que los jugadores de los años 50 se hospedaban en el hotel Embajador de la calle 14 con séptima, en el centro de Bogotá, y a que se convirtió en el primer club que representó al país en el exterior con arrollador éxito–, lo ha vivido todo: la gloria, la deshonra, la ruina y la resurrección, que es el hoy.
‘El azul’, color único en la liga colombiana, ha sido y es muchísimo más de lo que cualquier club de fútbol en el mundo sospecharía.
Primero, fue el sueño realizado de un puñado de bachilleres de los colegios San Bartolomé y la Salle (el Unión Bogotá, en 1934).
Segundo, fue considerado el “Mejor equipo del mundo”, entre 1952 y 1953, cuando a fuerza de maestría esculpió el nombre artístico de “El Ballet Azul”.
Tercero, fue el juguete predilecto de un ícono del narcotráfico mundial, entre 1983 y 1989, tras el oscuro “imperialato” de Gonzalo Rodríguez Gacha, más conocido como “El Mexicano”.
Cuarto, fue llevado a una escandalosa quiebra en la primera década del siglo XXI, luego de una sucesión de espantosas administraciones.
Quinto, fue rescatado de la mismísima olla por obra y gracia de un redentor, que se la jugó con el apoyo de los hinchas, tras la recomposición de su razón social y la emisión y compra de nuevas acciones.
Sexto, fue –y sigue siendo– el más grande del país, todo a la luz de los fríos números. Y eso significa que, desde que ganó su primer campeonato, en 1949 (al año siguiente de haberse iniciado el fútbol profesional colombiano), ningún otro equipo lo ha superado en títulos; lo cual es mucho decir si se tiene en cuenta que dimos 24 años de ventaja. “La historia en el fútbol profesional la escriben los grandes equipos, en la medida en que sepan ganar títulos. Este es, justamente, el caso de Millonarios”, dijo la leyenda del periodismo deportivo en Colombia, Hernán Peláez Restrepo.
En otras palabras, y para sintetizar, Millos ha sido, es y seguramente será bipolaridad pura. Un hermoso caso psiquiátrico. Y nosotros, sus hinchas, por esa misma razón, hemos vivido, vivimos y seguramente viviremos en un eterno sanatorio rigurosamente pintado de azul. El gran delirio millonario.
Es que hay que ver de qué material estamos hechos.
Así como somos el club con la hinchada más grande del país –se habla de 7 millones de azulejos a lo largo y ancho del territorio nacional–, también somos el equipo que ha sufrido las más asombrosas extralimitaciones de su dirigencia, al punto de ser intervenido por una particular y oscura entidad del estado, la Dirección Nacional de Estupefacientes.
Y de la misma manera como el club fue un lavadero de “narcodólares”, asunto que nos costó exactamente 24 años de pena, también es –y por mucho–, la institución con los récords más importantes del fútbol criollo.
Millos es el equipo que más campeonatos ha ganado en la categoría primera de la División Mayor del Fútbol Colombiano: 14 títulos del torneo local y 3 de la Copa Colombia. Es el conjunto que ocupa el primer lugar en la tabla histórica de puntos del fútbol profesional colombiano (al cierre de 2012, acumuló 3.797 puntos frente a los 3.768 del Deportivo Cali, que es el segundo). Tiene el invicto más amplio de un portero (Otoniel Quintana, con 1.024 minutos sin recibir gol). Y posee la mayor racha sin perder (29 partidos en 1999). Suficientísimo.
Toda una exhibición de asombrosos acontecimientos que, ahora, en la segunda década del siglo XXI, obligaron a abrir la vieja ventana por la cual históricamente se ha colado su aire más honesto: el aliento de la afición.
Así por lo menos lo dejó ver el proyecto in extremis que desde 2010 presentaron unos nuevos inversionistas, en una especie de borrón y cuenta nueva que, con maña y no pocos empujones, logró sacar a los capataces dudosos, barrer la casa y poner así al equipo en el mercado de la bolsa.
Una nueva era que, como también ha sido característica del club, generó además el gran cambio del fútbol colombiano: la democratización.
Pero, ¿qué pasó en el camino?, ¿en qué momento el club “Embajador” pasó de ser el “Mejor equipo del mundo” a cachivache de “traquetos” y, de ahí, a un “reinsertado” social?
Para entender su presente, que en el segundo semestre de 2012 entregó la necia estrella 14, vale la pena desmitificar ciertos asuntejos que, incluso, preceden al 18 de junio de 1946, día de la fundación del Club Deportivo Los Millonarios.
En primera instancia, el más famoso nombre del club no le ha hecho justicia a la verdad y, para hablarlo claro, Millonarios no ha tenido dinero de sobra, excepto en los años ‘mágicos’ cuando todo fue ilegal y, por ende, incontable.
En realidad, la procedencia de su nombre fue mucho más ‘zanahoria’ que arribista: “La presencia de extranjeros y de los mejores jugadores del país en el Municipal de Bogotá hizo que Luis Camacho Montoya, redactor deportivo de El Tiempo, lo apodara “Los Millonarios”, nombre con el que lo empezaron a llamar en todas las ciudades desde entonces y al cual se cambiaría al establecerse como sociedad en 1946”, afirma el académico Andrés Dávila en el texto Colombia Gol: de Pedernera a Maturana.
¿Pero, acaudalado? Más bien poco. Millos no es ni ha sido un equipo ricachón. De hecho, como idea, el club nació en 1934 gracias al entusiasmo de los estudiantes y ex alumnos de los dos colegios anteriormente citados, el San Bartolomé y La Salle, lo cual habla de un origen más bien sencillo, incluso romántico.
Ese equipo que llamaron Unión Bogotá, popularmente denominado Unión ‘Juventud’, pasó a llamarse Deportivo Independiente en 1938. Luego, ese mismo equipo que en 1939 la prensa empezó a llamar Deportivo Independiente Municipal o Municipal, casi desaparece por falta de recursos. Sin embargo, sus dirigentes acudieron a la creciente hinchada para salvarlo y, en un partido contra el Deportivo Barranquilla, mandaron a hacer miles de banderas con la “M” –de Municipal y de Millonarios, tal cual como ya le decían– idea que más de 15.000 bogotanos apoyaron. Así la tribuna salvó por primera vez al equipo.
Luego, según relata Guillermo Ruiz Bonilla en su libro El más grande, fue un ingeniero de nombre Carlos Valderrama (que no El Pibe), quien en 1944, tras otro asomo de quiebra, ofreció su oficina personal para continuar con la idea de este club que ya seguían miles de bogotanos –y que ya había adoptado el color azul–, lugar donde se hizo la primera junta de ‘Los Millonarios’, ahora sí bajo ese nombre. Estamos hablando, pues, de orígenes más bien modestos.
Así las cosas, con mucho más corazón que billetera, en 1946 se oficializó el Club Deportivo Los Millonarios y, tras su constitución, se abrió una oficina en la calle 14 (entre carreras quinta y cuarta), donde aparte de su sede administrativa también funcionó una especie de restaurante-cafetería, lo cual deja ver que no estamos hablando de abundancia propiamente dicha.
Al frente de todo este nuevo proyecto, ahora sí con pinta de empresa, estuvo un barranquillero soñador de nombre Alfonso Senior quien, en asocio con un ecuatoriano de nombre Mauro Mórtola, hizo que Millos se convirtiera en leyenda. Y todo sin un peso.
La estrategia que montó Senior fue muy sencilla y, la verdad sea dicha, muy efectiva. Decidió buscar jugadores de primer nivel en Argentina, les ofreció un buen sueldo y, tras la respuesta de la hinchada que siempre apoyó, aquí les pagó lo prometido con la taquilla. Así, sin más, se hizo el equipo más bello en la historia del fútbol colombiano.
Y es aquí donde vamos a otro mito que vale la pena evidenciar.
A todos los hinchas azules nos han repetido hasta la saciedad que nuestro club fue el “Mejor equipo del mundo”. Pues bien, todos pueden seguir diciéndolo, ya que esa fue la purita verdad.
Los que tuvieron el placer de ver el Millos de El Dorado, aseguran que fue arte puro, tan sólo comparable al Barcelona de nuestros días. Pero para no echar el mismo cuento de siempre –aquel que recita la legendaria alineación conformada por Cozzi, Zuluaga, Pini, Ramírez, Soria, Rossi, Reyes, Pedernera, Báez, Di Stéfano y Mourin–, remitámonos a un hecho definitivo: Millos logró el título al Mejor del Mundo en 1953, o lo que esa dignidad era por entonces.
El cuento va así. Millos ganó la segunda Pequeña Copa del Mundo de Clubes de 1953, torneo organizado por empresarios deportivos europeos y suramericanos –la misma que antecedió a la Copa Intercontinental– y que se celebró consecutivamente en la ciudad de Caracas, entre 1952 y 1957.
Pues bien, el ‘Azul’ de Bogotá fue subcampeón en el 52, detrás de Real Madrid, y al año siguiente, alzó la copa por encima de River Plate de Buenos Aires, Español de Barcelona y Rapid de Viena. Técnicamente eso significa que sí fue el mejor del globo.
En 1952, el entonces ya llamado ‘Ballet azul’ había sido invitado a participar en el campeonato de las Bodas de Oro del Real Madrid, un torneo amistoso realizado en la capital española, del cual Millos salió campeón al derrotar al equipo local con una goleada (4-2), aventura que precipitó la venta del gran Alfredo Di Stéfano al club ‘merengue’, en lo que ha sido, también de lejos, la transacción más importante del fútbol colombiano al exterior.
Valga la pena decir que ‘La Saeta Rubia’, como le decían al argentino, junto con Lionel Messi, están considerados por la prensa española como los dos mejores jugadores en la historia de su liga, lo cual no es poco. Y tampoco salen de los cinco mejores de la historia del fútbol mundial.
Así las cosas, Millos sí fue el mejor equipo del mundo y tuvo al mejor jugador del planeta. Y eso es una verdad de a puño.
Pero de ahí a decir que Millos fue un cofre de oro, hay mucho trecho. Por eso vale la pena destacar un par de líneas del libro Di Stéfano cuenta su vida, de Rafael Lorente, publicado en España en 1954, en el cual el propio ‘crack’ confiesa: “Rossi y yo nos fuimos con Pedernera a una pensión familiar, situada en el distrito de Teusaquillo, barrio residencial… Almorzábamos temprano en la pensión, comida colombiana, a base de arroz blanco, plátanos fritos, yuca y un plato típico, denominado ‘piquete’… En la comida nunca faltaba la estupenda Bavaria o cerveza... Jugábamos a las cartas, hacíamos pequeñas excursiones e íbamos al cine y a bailar. Nada de lujos. Más bien en plan moderado”.
A ver, pensión, piquete, ‘pola’, naipes y cine: eso no es propiamente opulencia.
Lo cierto es que el brillo de El Dorado, del que se ha dicho eran los años de las vacas gordas, duró poco y con el adiós de Di Stéfano, quien se fue a Madrid a ganar cinco Copas de Europa seguidas, comenzó la primera gran debacle de Millos en el profesionalismo y, con ello, el deslucimiento del torneo local.
Muy a pesar de haber creado una hinchada sólida y fervorosa, Millos empezó a presentar equipos muy flojos. El viejo ‘pirataje’ de jugadores, que fue la base para que se diera El Dorado, acabó con la llegada de la legalidad (que siempre llega tarde a Colombia) y por ende con la presencia de las grandes estrellas.
Entonces vinieron los tiempos de las vacas flacas. Millos afrontó buena parte del campeonato colombiano del 54 con un equipo de reservas; en el 55 quedó conformado en su mayoría por jugadores colombianos; en el 56, con mucho sufrimiento, logró el subcampeonato; y en los años 57 y 58 volvió a ser golpeado por serios problemas económicos. Insistimos, de multimillonarios, pocón, pocón…
Todo cambió en 1959 cuando el equipo comenzó a abrazar de nuevo la gloria gracias a tres personajes históricos: Gabriel Ochoa Uribe –el suplente en el arco de Julio Cozzi en El Dorado, quien entonces asumió como director técnico–, y la pareja de delanteros Marino Klinger y Delio ‘Maravilla’ Gamboa, estrellas de la famosa Selección del Valle del Cauca de entonces, quienes llegaron más adelante.
En el 59, el club consiguió su quinto título del campeonato colombiano. Y aún cuando en el 60 terminó en el sexto puesto, en los años 61, 62, 63 y 64 logró un tetracampeonato que lo catapultó como el equipo sensación del país. Con 18 años de vida, y ya con una casa en el barrio Santa Fe (¡qué paradoja!), Millos tenía ocho estrellas en su camiseta. ¿Qué otro club puede decir eso?
¿O qué otra institución puede decir que debutó en la primera versión de la Copa Libertadores, como los hizo Millos el 8 de mayo de 1960, ante la Universidad de Chile, en Santiago, ganando por un estruendoso 0-6? ¿Ah?
Pero como todo en nuestro adorado club ha sido un viaje en una frenética e interminable montaña rusa, en la segunda mitad de los años sesenta volvió la crisis económica, hubo que apretar el cinturón y, por ende, ceder la supremacía deportiva a otros equipos como el Deportivo Cali.
A excepción del equipo que logró el subcampeonato en 1967 (en el que brillaron Enrique El Nene Fernández, José Areán y José María Ferrero), Millos cayó en la mediocridad hasta 1972, cuando retomó su senda ganadora, esta vez gracias a la electricidad de otra tripleta histórica que el país se conoció como el ‘BOM’ colombiano (nombre que hacía honor al famoso Boom literario latinoamericano), cuyas siglas pertenecían a los apellidos de Alejandro Brand, Willington Ortiz y Jaime Morón. El ‘Viejo Willy’, por más de 15 años el mejor jugador del país, hacía por dos letras ‘O’.
Ese equipo, que también tuvo nombres imborrables como Senén Mosquera, Arturo Segovia, Carlos Alberto Della Savia, Miguel Angel Converti y Juan José Irigoyen, fue el delirio de los años setenta –campeón en el 72, subcampeón en el 73 y el 75, campeón en el 78 y protagonista, sin excepción, en el resto de años de esa década– al punto que hasta tuvo canción de la Billo’s Caracas Boys: Millonarios será campeón. Que todavía bailamos.
Un plantel que, en palabras del rapidísimo cartagenero Jaime Morón, aplaudían sus propios rivales: “Cuando ustedes nos visitan, nos pagan el sueldo porque fijo se llena el estadio”, confesó que así le decían sus adversarios en otras plazas.
Sin embargo, más allá de los triunfos ‘setenteros’, esa tampoco fue una era millonaria, si se tiene en cuenta que la sede deportiva del club estaba ubicada en el humilde barrio El Minuto de Dios y que nunca hubo grandes sueldos. “Ganábamos bien, pero nunca la danza de los millones de hoy”, declaró el maestro Brand.
Lo cierto es que el vagón volvió a descolgarse y los años ochenta iniciaron con otra quiebra económica, que incluso llevó a los directivos a rifar en junio del 81 un auto último modelo para pagar los gastos de la sede, idea que, como ha sido habitual, acogió la hinchada con religiosa solidaridad. En cuanto a lo deportivo, mejor ni hablar, todo fue una lamentable exhibición de equipos regulares.
Hasta que una buena tarde de 1982, aterrizó en el club el incierto ganadero vallecaucano Edmer Tamayo Marín, quien trajo consigo a un par de nuevos accionistas, Germán Gómez y Guillermo Gómez Melgarejo, quienes, a punta de chequera, asumieron las riendas del Millos en los años siguientes.
El par de señores no eran otra cosa que los hombres cercanos de Gonzalo Rodríguez Gacha, alias ‘El Mexicano’, para entonces un completo desconocido –más adelante toda una leyenda de la ‘coca’ mundial–, abatido por 30 comandos élite de la Policía, el 15 de diciembre de 1989.
Pues bien, de aquella época, entre 1982 y 1986, no solo quedaron grabados en disco duro azul notables apellidos como Van Tuyne, Barberón, Vivalda, Funes, Cabrera y Valderrama (esta vez sí ‘El Pibe’), sino que además, con otra serie de nombres históricos, Millos alcanzó los títulos de 1987 y 1988.
De ahí viene el jodido chiste de San Victorino –que apuntaba a la consecución de las estrellas 12 y 13, supuestamente birladas–, que metafóricamente referían al sector del centro de Bogotá en mención, entre las calles 12 y 13, donde ‘todo era robado’.
Y de aquellos años también sobrevivieron centenares de anécdotas increíbles como la que narró un jugador de la época: “Alguna vez ‘El Mexicano’ nos llevó a 10 jugadores a su finca Chihuahua, en Pacho –la más querida de Rodríguez Gacha, famosa por sus grifos de oro–, con el fin de celebrar una serie de triunfos que habíamos alcanzado. Él llevó por lo menos 20 prostitutas del más conocido burdel de Bogotá, comida de los mejores restaurantes y trago a montón. Cuando llevábamos casi dos días enrumbados, y se dio cuenta de que la mayoría estábamos dormidos, agarró una ametralladora y, con ráfagas al aire, nos despertó a todos gritando: ‘Yo los invité a pichar, no a dormir’. Así era el asunto”.
Sin embargo, más allá del innegable ‘traquetismo’ de esos días, los historiadores de la pelota deberán aceptar que en 1987, 1988 y 1989, bajo la dirección técnica de Luis Augusto ‘El Chiqui’ García –quien no ha sido exactamente un santo–, ese Millos ‘mágico’ presentó un formidable equipo, entre quienes destacaron Sergio Goycochea, Eduardo Pimentel, Mario Vanemerak, Óscar ‘El Pájaro’ Juárez, Mario Hernán Videla, Arnoldo Iguarán, Carlos Enrique ‘La Gambeta’ Estrada y Rubén Darío Hernández.
No obstante, y desde entonces, el club comenzó a pagar con creces su tórrido romance con los traficantes. Tras la muerte de ‘El Mexicano’, Millos terminó en manos de sus herederos, estirando así la más vergonzosa situación de su historia. Entonces, el gobierno de turno, un poco tarde, decidió pisarnos los callos.
Disminuida económicamente, la institución arrancó los años 90 con equipos de media tabla para abajo hasta que, sin más remedio, optó por la cantera, algo que no había sido su tradición, con la cual alcanzó dos milagrosos subcampeonatos en 1994 y 1996. Todo fue ganado con mucho más sudor que talento. John Mario Ramirez, Osman López, Bonner Mosquera, Ricardo Lunari… ¡Cómo los quisimos!
En 1997, con la promulgación de una nueva ley, Millos recibió una demanda por extinción de dominio de las acciones de los herederos de Rodríguez Gacha, con lo cual, en 1999, el 27,9% de las acciones del club pasaron a la Dirección Nacional de Estupefacientes.
Pero ahí no paró la tragedia. Cuando todo parecía indicar que el equipo estaba saneado, la aciaga presidencia de Jorge Franco Pineda (un político de profesión) acentuó la desgracia y, con sus inverosímiles operaciones, empujó al club a la quiebra, asunto que terminó en la Ley 550 (o ley de quiebras), con el fin de recibir plazos a las deudas con sus acreedores.
Solo una leve alegría nos sacudió el corazón: la obtención en 2001 de la Copa Merconorte, un torneo internacional de segunda categoría que ganamos en Ecuador. De resto, institucional y futbolísticamente, vivimos mucho más en el mar de las dudas que en la copa de las certezas. Ir al estadio en esos tiempos era una completa falta de oficio. Pero lo hicimos.
Para entonces, y luego de que en la Junta Directiva aterrizaron unos hinchas honorables pero sin mucho campo de acción –que se conocieron como ‘Los Notables’ –, Millos alcanzó una deuda de 4.000 millones de pesos que, hasta ese momento, era una cifra impensable para una organización deportiva que siempre había estado sanamente administrada (exceptuando la etapa oscura, claro está).
De aquella época, a manera de triste caricatura, quedó la famosa historia de que los jugadores solo podían comer arroz con huevo frito, simplemente porque no había para más. Y fue real.
Hacia el año 2004, asumió el payanés Juan Carlos López como presidente y lo que en principio pareció un proyecto serio terminó en la mayor tragedia de la historia azul. Todos los hinchas asistimos, absortos, a una larga película de terror que no parecía terminar nunca.
Luego de seis años de increíbles maromas financieras y deportivas, la gran mayoría maquinadas por un viejo conocido de la institución, Luis Augusto ‘El Chiqui’ García –quien entonces logró ser accionista mayoritario, empresario de jugadores y director técnico al mismo tiempo–, la administración López cerró en 2010 con una deuda de 37.000 millones de pesos (diez veces más de la que había heredado), 40 pelitos judiciales de todo tipo (incluidos diez embargos), pírricas actuaciones deportivas (el equipo llegó a terminar de penúltimo, como nunca antes sucedió), despilfarros aún inexplicables (como la exagerada y dudosa compra y venta de refuerzos), y una larga lista de incumplimientos con la ley (al punto que los jugadores y sus familias no tuvieron acceso ni siquiera a la salud).
Siempre acompañado de sus tercos seguidores –quienes, muy a pesar del espectáculo deplorable, lograron la increíble hazaña de ser la hinchada más taquillera en la primera década del siglo XXI–, Millos estuvo a centímetros de enterrar su propio cadáver.
Sin embargo, un último hilito azul aguantó el peso del horror y, en abril de 2010, la Dirección Nacional de Estupefacientes –ante el riesgo de una inminente sanción tras los diez años de pasiva y oscura participación–, votó en contra del nuevo balance financiero, exigió la renuncia del presidente López y apoyó el nombre del José Roberto Arango, funcionario designado por el gobierno nacional para redimir lo que parecía irredimible, conocido, también, por haber salvado a empresas como Coltejer y Acerías Paz del Río.
Fue tan compleja la situación de nuestro club, que el propio Arango le confesó a la revista Donjuán: “Este es el ‘chicharrón’ empresarial más grande que me ha tocado asumir. Millos está endeudado, literalmente, hasta la camisa, ya que debe la publicidad de su uniforme y el recaudo de su taquilla hasta 2011”.
Sin embargo, en junio de 2010, el hábil negociador anunció la consecución de 24.000 millones de pesos para iniciar el proceso de salvación del club, a través de la participación de 24 socios inversionistas de la Bolsa de Valores de Colombia, quienes aportaron 1.000 millones de pesos cada uno.
Luego, con el apoyo del estado, logró aprobar en la Superfinanciera la emisión de acciones bajo la Sociedad Azul y Blanco S.A., otra idea que la hinchada respaldó con inusitado fervor y que sirvió para que nuevos nombres tomaran el control del club. Así, los seguidores volvieron a arropar a su institución. La tribuna, una vez más, fue el salvavidas.
Y por último, para poder hacer todas las operaciones, la nueva administración que había adquirido la ficha y la marca decidió cambiar el nombre de Club Deportivo Los Millonarios a Millonarios Fútbol Club. Entonces, renació la ilusión.
La deuda estaba saldada. La lección de haber vivido en concubinato con un narcotraficante se pagó y con creces. Millos, finalmente, se democratizó y con él, el fútbol criollo. Nuevos vientos.
Entonces, con la cabeza limpia, la pelota volvió a rodar decentemente (y no es una metáfora). ‘El azul’ de Bogotá volvió a jugar bien al fútbol gracias a la dirección técnica de Richard Páez (2011 y 2012) y a la mentalidad ganadora de Hernán Torres quien, en apenas seis meses, sacó de nuevo campeón a nuestro Millos del alma. ¡Por fin! Los apellidos Candelo, Franco, Rentería, Ochoa, Torres, Robayo y Delgado, entre tantos otros, nos devolvieron todo. Nos dieron un título de alguna manera impensado, si se tiene en cuenta que en 2010 la nave azul estuvo a punto de hundirse. ¡Gracias, muchachos!
Y con la celebración de la inquieta estrella 14, conseguida el 16 de diciembre de 2012, no solo salimos del fantasma del narcotráfico, sino de las viejas y mezquinas artimañas de los ladronzuelos y de los enquistados odios de los locutores enemigos (que también pusieron su parte por años).
Así, en la Navidad de 2012, se cerró otro capítulo más de una novela genial. De una obra que siempre dice continuará y que está llena de pasión, gloria, ambición y renacimiento. Un libro repleto de cicatrices, producto del esquizofrénico sueño que ha sido la historia de nuestro club.
Falta, eso sí, superar los estúpidos brotes de violencia que, en nombre del azul, aún cobran vidas; falta eliminar ciertos tonos peligrosos y sin fundamentos –como el hecho de cantar el himno de Bogotá con el gesto de los fascistas–; falta vigilar con lupa los capitales de ciertos inversionistas; falta fortalecer la cantera; falta crear la tribuna de los jubilados, para que entren gratis y todos los veneremos por ser eso: los veteranos de las mil batallas. Faltan más alegrías, que estamos seguros vendrán a montones.
Pero, por lo pronto, que es lo más importante, somos libres y dignos otra vez. Dueños, como en el inicio, de nosotros mismos. De un club de estudiantes bogotanos que terminó llamándose Los Millonarios y que es, de lejos, el mejor.
El más grande, en todo el sentido de la palabra.