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Diálogos Gobierno-FARC: arrancó lo duro
El proceso de paz que se avecina tiene ingredientes que despiertan optimismo y otros que generan escepticismo. ¿Cuáles son?
El martes pasado, con un impecable discurso, el presidente Juan Manuel Santos cambió de la noche a la mañana la agenda política del país. Ya nadie se acuerda del descalabro de la reforma a la Justicia, de la crisis de los indígenas del Cauca ni de las encuestas de popularidad por debajo del 50 por ciento. El único tema es la paz. Aunque no existía mucho ambiente para esta, la intervención de Santos pateó el tablero que había sobre la mesa. En esos 18 minutos fue contundente y convincente. Manejó con equilibrio la dosis de optimismo y escepticismo que requiere una apuesta de ese calibre. Y sobre todo, transmitió seguridad y aplomo en lo que estaba haciendo. Con esto, neutralizó muchas prevenciones que generaba la palabra paz en Colombia.
Timochenko, por su parte, pronunció un discurso previsible no exento de retórica revolucionaria y de lucha de clases. Expresiones como “vampiros sedientos de sangre” inquietaron a muchos, pero tal vez no se podía esperar nada diferente después de una vida en el monte y de 50 años de guerra. Dos frases, sin embargo, abrieron una puerta de esperanza: “No pensamos en levantarnos de la mesa sin haber hecho realidad esas banderas” y “llegamos a la mesa de diálogos sin rencores ni arrogancias”.
El presidente confirmó lo que ya se había filtrado en los medios. A partir del 8 de octubre en Oslo y posteriormente en La Habana dos grupos de cinco negociadores de cada una de las partes se reunirán para tratar cinco temas: desarrollo rural, participación política, fin del conflicto armado, narcotráfico y derechos de las víctimas. La idea es que el proceso dure meses y no años y que se lleve a cabo sin despejes de ningún tipo y sin cese del fuego.
Al cierre de esta edición el gobierno y las Farc habían anunciado los nombres de sus negociadores (ver artículo). El equipo santista fue en términos generales bien recibido. La figura de Humberto de la Calle como jefe negociador fue ampliamente aplaudida y la del general Jorge Enrique Mora fue la única que generó algo de controversia. Para algunos, la presencia de un militar de línea dura en la mesa constituye un riesgo para el proceso. Sin embargo, la verdad es que contar por primera vez con uniformados (también estará el general Óscar Naranjo) como interlocutores de las Farc es más bien una garantía de consenso, pues involucra al estamento castrense en la decisión final.
Por su parte las Farc anunciaron solo tres negociadores. Uno de ellos sería Simón Trinidad, quien está pagando una condena de 60 años en Estados Unidos. Su designación en el fondo es un acto simbólico de solidaridad con él, pues su liberación no está en manos del Estado colombiano sino de la justicia norteamericana. Con los otros dos, Iván Márquez y Jesús Santrich, Timochenko embarca en la negociación a dos representantes de la línea más dura de la organización. Queda por verse si Mauricio Jaramillo (el Médico), Marcos Calarcá, Rodrigo Granda, y Andrés París, quienes fueron los negociadores en la etapa exploratoria, formarán parte del nuevo equipo.
En el país hay un moderado entusiasmo sobre el proceso que se avecina y existen por igual elementos que dan pie para el optimismo y el pesimismo. Entre los primeros estarían que, a diferencia del Caguán, no hay tanto que perder como en el pasado. Durante el proceso de paz del gobierno de Andrés Pastrana el despeje permitió un fortalecimiento enorme de las Farc. Con 40.000 kilómetros cuadrados de zona de despeje esa guerrilla pudo secuestrar, manejar el narcotráfico y tomar un segundo aire sin riesgo de intervención del Ejército colombiano. El número de frentes aumentó considerablemente y cuando el presidente se paró de la mesa de negociación, Tirofijo se encontraba en la cima de su poderío. Afortunadamente el Plan Colombia había asegurado los recursos para que las Fuerzas Armadas colombianas se fortalecieran en la misma proporción. Esto permitió las victorias militares del gobierno de Álvaro Uribe, que a su vez permitieron llegar a la situación de hoy.
Al mismo tiempo la decisión del gobierno de no hacer un cese del fuego sino al final del proceso garantiza que no se bajará la presión militar en ningún momento. Esto ya se vio la semana pasada cuando el día del anuncio presidencial el Ejército dio de baja a alias Danilo, jefe del frente 33, muy cercano a Timonchenko. La guerrilla, consciente de esa presión y de los riesgos de combatir desde tierra con un enemigo con fuerza aérea, va a pedir el cese de hostilidades como primer punto de la negociación. No obstante, se da por descontado que la respuesta del gobierno va a ser negativa. El raciocinio detrás de esto es que mientras se les respire en la nuca a las Farc, estas tendrán un incentivo para no alargar la firma de la paz.
Con ofensiva total y sin despeje el país no incurre en grandes riesgos si fracasa el proceso. El argumento del uribismo de que el diálogo con las Farc debilita la seguridad democrática por lo tanto no es válido. Se podría decir que ante un fracaso el único perjudicado sería el presidente Santos. Él se jugó su prestigio, su puesto en la historia y probablemente su reelección apostándole a la paz. Un descalabro, sin duda alguna, afectaría su imagen pero no la seguridad de Colombia.
La decisión de negociar en medio del conflicto entraña un elemento preocupante. Así como el gobierno y el Ejército piensan pelear sin cuartel, las Farc piensan hacer lo mismo. Esto significa que de lado y lado va a haber bajas. El problema es que si se pasa de las bajas militares al magnicidio o atentados de gran valor simbólico, Santos estaría frente a una presión muy fuerte para pararse de la mesa.
Los procesos de paz anteriores fracasaron por esa razón. Al presidente Gaviria le tocó romper las negociaciones en Tlaxcala cuando una disidencia del EPL secuestró y asesinó al exministro Argelino Durán Quintero. Y al presidente Pastrana le tocó dar por terminada la zona de despeje cuando las Farc secuestraron un avión de Aires para llevarse al senador Jorge Eduardo Géchem. Si el atentado contra Fernando Londoño hubiera logrado asesinarlo en medio del proceso de paz, sería muy difícil para el país aceptar la explicación de que las negociaciones continuarían, pues ese magnicidio no estaba por fuera de las reglas de juego.
Hay también algunos elementos que a primera vista pueden ser percibidos como negativos pero que en el fondo son lo contrario. Ese es el caso de la presencia de Venezuela y Cuba como garantes. Hugo Chávez es uno de los más interesados en que este proceso llegue a buen término. En la actualidad se encuentra en un dilema. Es de conocimiento público que varios comandantes de las Farc tienen sus guaridas en Venezuela. Él es amigo y solidario con ellos pero le ha cogido respeto a Juan Manuel Santos y sabe que tiene los reflectores de la opinión pública encima. Como no está dispuesto a sacarlos a bala, la única forma de solucionar su problema sería la firma del acuerdo de paz. Paradójicamente esto significa que a Colombia le conviene más la reelección del coronel que su derrota en manos de Capriles.
El gobierno de Raúl Castro tiene interés en lo mismo pero por distintas razones. Para que la economía cubana despegue y los cubanos puedan mejorar su estándar de vida se necesita acabar con el bloqueo de Estados Unidos. Este lleva vigente medio siglo y a pesar de que tiene algo de heroico que Fidel Castro haya sobrevivido los intentos de diez presidentes norteamericanos de tumbarlo, la situación se ha vuelto insostenible. Una contribución sustancial del gobierno cubano a acabar con la guerrilla colombiana sería un gesto que no pasaría inadvertido en Washington. Al fin y al cabo el origen del bloqueo no era más que el temor de que la revolución cubana se extendiera al resto del continente.
El primer punto de la negociación será el tema de la tierra. La inequidad en la propiedad de la misma fue la justificación que dio origen a las Farc en los años sesenta. Hoy, por cuenta de raponazos tanto por parte de los paramilitares como de los guerrilleros, esa desigualdad esta aún peor. Las Farc van a dar una batalla en Oslo y en La Habana por un cambio estructural de la situación actual. Santos va a tratar de solucionar el problema agrario sin expropiar la tierra que ha sido adquirida en forma legítima y legal. Confía que el programa de restitución de las tierras mal habidas y de titulación de baldíos podrá producir una redistribución que las Farc encuentren satisfactoria. Y eso es más fácil en la teoría que en la práctica. En un país legalista como Colombia, determinar quién es testaferro y quién no, o si un título fue obtenido de buena o mala fe se convierte en un proceso interminable. Por lo tanto la expectativa de algunos de que puede haber cuatro, cinco o seis millones de hectáreas disponibles por cuenta de los programas del gobierno tiene algo de ilusa.
También se podría mencionar un elemento negativo cuya gravedad es difícil de dimensionar: las mentiras de las Farc. Estas salieron a flote una vez más en la rueda de prensa de la semana pasada. Según sus voceros esa organización no tiene un solo secuestrado, nunca ha tenido nada que ver con el narcotráfico y no atentaron contra Fernando Londoño. Algunas de esas cosas pueden ser verdad pero es absolutamente seguro que otras no.
Y por último hay una nota pesimista que no se puede evitar. La firma de un acuerdo de paz con gran bombo y toda la comunidad internacional presente no es el fin sino el principio del proceso. De ahí en adelante surge el reto enorme de volver realidad lo que se firmó en el acuerdo. Habrá dificultades de desmovilización, de reinserción, de financiación, de verdad y perdón de las víctimas, de redistribución de tierras, de participación en política, etcétera. La experiencia de Centroamérica ha demostrado que el posconflicto es igual o más complicado que la negociación, más solitario y menos glamoroso. Con la firma las Farc desaparecerían como guerrilla organizada pero nada garantiza que mejorará la seguridad o que disminuirá el narcotráfico. Por el contrario, con 9.000 o 10.000 guerrilleros desmovilizados muchos verán mejores oportunidades en el mundo de la delincuencia que en lo que les ofrezca la sociedad. Pero lo harán por cuenta propia y no como parte de una estructura subversiva fundada por razones ideológicas.
Pero aún con estos problemas la trascendencia de un acuerdo con la guerrilla es histórica. Dos generaciones que han vivido en un país en guerra conocerán por primera vez la normalidad de la paz. El ahorro presupuestal que conlleva el fin del conflicto tendrá consecuencias positivas sustanciales en el desarrollo económico y social. La seguridad no será perfecta pero la percepción que tendrán los colombianos y los extranjeros de lo que es Colombia será muy diferente de lo que ha sido en los últimos 50 años.