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¿Es posible una paz sin Álvaro Uribe?

El apoyo del expresidente al proceso de La Habana es muy importante. Pero con los errores que se están cometiendo de lado y lado, no se ve probable.

10 de octubre de 2015
| Foto: Daniel Reina

A menos de seis meses de la firma del proceso de paz con las FARC, el principal obstáculo sigue siendo el expresidente Álvaro Uribe Vélez. Según las últimas encuestas, el porcentaje de colombianos que se consideran pesimistas sobre si los diálogos conducirán a la firma de un acuerdo bordea el 50 por ciento. Se podría decir que la figura de Uribe hoy encarna una combinación de seguidores fieles, enemigos irreconciliables de la guerrilla y duros críticos de la negociación en La Habana. Y el expresidente se ha encargado de liderar personalmente la campaña contra el proceso de paz. Es mucha gracia, si se tiene en cuenta que prácticamente todos los medios de comunicación están a favor de la paz, la inmensa mayoría de los periodistas, una buena parte de la clase política y la academia. Uribe, sin medios de comunicación y a punta exclusivamente de Twitter, ha logrado dividir al país en algo en lo que la comunidad internacional en forma unánime está de acuerdo.

Y es que el fantasma de Uribe gravita en todos los debates y hechos políticos alrededor de la búsqueda de la paz, como blanco de los ataques o como propiciador de los mismos. La semana pasada se libró la primera gran batalla política en el Congreso en el debate sobre el acuerdo de justicia en La Habana. El fuego cruzado entre uribistas del Centro Democrático y los senadores de la Unidad Nacional no tuvo tregua en seis horas. Se lanzaron epítetos de todo calibre y analogías cargadas de estigmas. A tal punto que, después de recibir ‘varilla’ un buen rato, el senador Roy Barreras hizo unas afirmaciones que algunos interpretaron como una acusación de terrorismo a los uribistas. Leídas con cuidado, la cosa era un poco más matizada, pero aun así se le fueron las luces. Textualmente dijo: “Hemos sido sindicados, a quienes construimos la paz en el Congreso, de ser cómplices del terrorismo. Asustar es meter miedo, meter terror, y esa es una forma de terrorismo verbal. Yo les pido a los colombianos que no se dejen asustar porque en realidad lo que hay que tenerle miedo es a la guerra”. Y dentro de ese contexto, refiriéndose al uribismo, dijo: “Estamos frente a los nuevos terroristas en Colombia y así son... porque son los que siembran el terror”.

Aunque resumir esos conceptos en la frase de que los uribistas son terroristas es un poco simplista, el hecho es que esa fue la impresión que quedó ante la opinión pública.

Las reacciones no se hicieron esperar y escuderos como Alfredo Rangel y José Obdulio Gaviria se la cobraron duro y parejo al senador Barreras. En el epílogo del debate los senadores del Centro Democrático abandonaron el recinto. Ese fue el tenor del primer cara a cara de los muchos que vienen en el Congreso.

Uribe no solo tiene detractores sino también defensores. Y uno de los de mayor jerarquía es el procurador Alejandro Ordóñez. En respuesta a unas declaraciones de Iván Márquez en La Habana, el jefe del Ministerio Público terció en la discusión y aseguró que parte del acuerdo sobre justicia transicional pactado en La Habana tenía como ingrediente secreto un compromiso entre el gobierno y la guerrilla de meter a la cárcel al expresidente. En el mano a mano semanal de metidas de pata entre el procurador y el fiscal, esta semana sin duda alguna ganó el procurador. Decir semejantes tonterías desde una investidura tan alta, no solo lo desacredita a él, sino también al cargo. Pensar que Humberto de la Calle y Márquez pactan un exabrupto de semejante dimensión por debajo de la mesa, se puede describir como irresponsable y delirante.

Pero si Ordóñez se pasó de la raya en lo verbal, el fiscal quizá hizo lo mismo en lo penal. Unos pocos días después del apretón de manos del presidente y el jefe de la FARC en Cuba, Montealegre compulsó a la Corte Suprema de Justicia copias de una declaración del jefe paramilitar Don Berna ante el tribunal de justicia y paz, para que le abra una investigación a Uribe por su supuesta responsabilidad en la masacre del municipio de El Aro sucedida en 1997. Los hechos sucedieron cuando Uribe era gobernador de Antioquia, y por lo tanto no estarían cubiertos por el fuero presidencial que solo abarca los actos que tuvieron lugar durante los dos periodos presidenciales. Aunque todos los expresidentes pueden ser investigados por hechos ocurridos antes de llegar a la Casa de Nariño, el momento escogido por el fiscal para compulsar esas copias a la Corte Suprema no pudo ser más inoportuno. Para empezar, esas acusaciones llevan rondando casi 20 años y a pesar de que hay un elemento nuevo –el testimonio de Don Berna– tienen mucho de refrito (ver siguiente artículo).

Por eso, la semana no fue nada mala para Uribe. Tantos excesos le dan fuerza a su argumento de que la justicia persigue, por razones políticas, a él y su movimiento. El viernes el Centro Democrático inició una campaña en la calle para insistir en esa denuncia. Y el conato de crisis que se presentó en La Habana entre el gobierno y las FARC, sobre los verdaderos alcances del publicitado acuerdo en materia de justicia transicional –firmado por el presidente Santos y el jefe de las FARC, Timoleón Jiménez–, también alimentó en varios sectores la percepción pública de que el proceso de paz que Uribe tanto critica, no estaba en la puerta del horno como pregona el gobierno.

Pero una cosa es la vorágine de la coyuntura, sobre la cual cabalgó Uribe, y otra el reloj de la historia, sobre el cual quiere montarse Santos. Hay debates, razones e intereses que se ventilan todas las semanas, pero el proceso avanza y en la medida en que se abra camino, la posición crítica de negarse al proceso puede empezar a agotarse. Porque una cosa son las críticas legítimas y los necesarios cuestionamientos éticos, jurídicos y políticos y otra enarbolar la bandera contra la paz. Y atar la suerte política de un expresidente de la República al fracaso del proceso no es un escenario propiamente ideal.

El uribismo enfrentará en dos semanas unas cruciales elecciones regionales en las que no tiene muchos éxitos asegurados. El Centro Democrático es un partido nuevo, que no ha consolidado cuadros ni organización en todos los departamentos y, salvo algunos casos emblemáticos –como el de la candidatura de Juan Carlos Vélez en Medellín, que va liderando las encuestas–, no parece que alcanzará grandes victorias. En los últimos días el exmandatario anunció que no apoyará para la Alcaldía de Cali a Angelino Garzón, sino al empresario independiente Maurice Armitage. Ante la falta de cartas propias y valiosas, a Uribe le ha tocado sumarse a candidatos de otras fuerzas con posibilidades ciertas de ganar.

Pero lo que está en juego va mucho más allá que una estrategia electoral, la pertinencia de una oposición, o la imagen de un expresidente. El fin del conflicto puede ser un hecho de dimensiones históricas que coronaría más fácilmente su fase final sobre la base de un consenso entre las fuerzas políticas. Y eso no está ocurriendo. En otros intentos de diálogos con la guerrilla, en los gobiernos de Pastrana, Gaviria y Betancur, había consenso político e inviabilidad de la negociación con la guerrilla. Hoy, paradójicamente, existe todo lo contrario: viabilidad de los diálogos y disenso político en el establecimiento.

Esa combinación de paz en La Habana y confrontación en Colombia debilita la credibilidad del proceso, y abre espacio a las voces más radicales. Precisamente, cuando se necesita más que nunca un centro consolidado y sólido, a este lo están debilitando las posiciones más radicales desde la derecha y desde la izquierda. No es una coincidencia que el lenguaje político haya llegado a excesos pocas veces vistos.

La falta de mesura ha llenado el imaginario colectivo de hipótesis que nunca van a ocurrir. Ni Uribe irá a la cárcel, ni los militares pagarán castigos que la guerrilla no tendrá que sufrir, ni Timochenko va a ser presidente de Colombia. Los escenarios que el país enfrenta no tienen ese cariz extremista que busca claramente infundir miedo. Lo que se viene es un proceso difícil para terminar las negociaciones entre el gobierno y las FARC, que obligará a un debate –ojalá racional y serio– sobre el tamaño de los sapos que habrá que tragar en aras de la paz. En pocas palabras, qué tanta justicia y qué tanta verdad y cuáles son las condiciones para la participación política en el posconflicto. Porque, claramente, de lo que se trata es que los guerrilleros dejen de matar en el campo para que empiecen a argumentar en la democracia. No son temas menores y la paz no puede darse a cualquier costo. Son esenciales las críticas y las líneas rojas, porque cualquier acuerdo deber tener la legitimidad suficiente para que la paz sea realmente estable y duradera.

Que las FARC ingresen a la competencia electoral el día de mañana debería estimular a las fuerzas tradicionales a organizarse, asumir el desafío con seriedad, y fortalecer su coherencia ideológica y sus cuadros políticos. Los partidos, las instituciones, los líderes de opinión, la sociedad civil se deberían estar preparando para plantarse en franca lid y en el terreno de la legalidad, a la organización política que reemplace a las FARC.

Pero el futuro de Colombia no solo necesita de la paz en La Habana. También necesita que las fuerzas políticas se reconcilien, que reivindiquen el debate y la diferencia pero que sean capaces de dialogar y llegar a acuerdos. El expresidente Álvaro Uribe, su bancada del Congreso y los colombianos de carne y hueso que lo apoyan tienen mucho que aportarle al país. El futuro dependerá, en fin, del otro proceso de paz: el que no se juega hoy en La Habana, sino en Colombia.