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¿Dónde está la autoridad en Colombia?
Crisis en la Justicia, pasajeros que se toman aviones, linchamientos en las calles, irrespeto a la autoridad y otros actos son síntomas de un Estado cada vez más débil.
Estatuas de sal. En eso pareciera que se están convirtiendo los instrumentos contemplados en la Constitución y en la ley para el ejercicio de la autoridad en Colombia. Porque hay normas en el papel, gobernantes con poder, funcionarios con decretos, policías con bolillo y jueces con atribuciones, pero en la vida cotidiana poco se sienten y la autoridad parece adormecida.
Ya no se trata de la célebre frase que tuvo origen en tiempos coloniales según la cual “la ley se obedece pero no se cumple”. El fenómeno es más grave y profundo, y mucho más tangible. A finales de la semana pasada un grupo de taxistas bloquearon la autopista Norte en Bogotá, sin que nadie pudiera hacer nada. Pasajeros desesperados por los incumplimientos o los retrasos se han tomado varios aviones sin que nadie reaccionara, en lo que en otro país sería considerado un delito grave debido a las estrictas regulaciones aeronáuticas. En un día cualquiera se puede ver en televisión un alto funcionario o un ‘hijo de papi’ –o un delincuente– que se considera por encima de la ley, o un linchamiento en el sur de Bogotá o en el mercado de Bazurto en Cartagena, o una joven de clase alta que insulta a un policía, o miles de personas que se cuelan a diario en TransMilenio, o peligrosos delincuentes que no pasan más de 24 horas en la cárcel. Estos hechos ocurren todos los días, y no pasa nada.
No son casos aislados. Según el Estudio Mundial de Valores, que se realiza en 100 países, el 70 por ciento de los colombianos no confía en los funcionarios públicos y un 80 por ciento cree que debería existir un mayor respeto por la autoridad. Y cuando no hay confianza ni credibilidad en las normas, no se acatan ni se obedecen. La Justicia tiene uno de los problemas más graves. El más reciente sondeo de Gallup reveló que 75 por ciento de los encuestados tienen una mala imagen de esta institución que, en cualquier país desarrollado, es la columna vertebral de la convivencia pacífica y el símbolo de un Estado de derecho que funciona.
Más allá del ‘Preteltgate’ y de los anteriores episodios de carruseles de pensiones o puertas giratorias, el tema más grave está en la justicia de a pie. Que la gente siente que no llega ni le resuelve sus problemas. O que se indigna al ver como el año pasado los jueces se fueron a paro tres meses y luego se tomaron un mes de vacaciones. El colapso fue tal que había que esposar a los detenidos en los parques, en las barras de los columpios y los rodaderos de los niños.
En la lentitud de la justicia juega un papel importante su precaria capacidad de acción. Hace unos días la Fiscalía reveló que la congestión del sistema judicial tenía represados más de 10.000 procesos pendientes de audiencia. Tan grave es la situación que, como explica el ministro de Justicia, Yesid Reyes, 42.000 personas están presas sin condena.
Pueden ser inocentes, y están a la espera de que simplemente estudien su caso y precisen su situación. Pero nadie define. La gravedad de la situación tiene casos emblemáticos de los que sí deberían estar tras las rejas: en Bogotá un hombre fue capturado 44 veces por robar y aun así no ha ido a la cárcel. La Policía calcula que en la capital el 70 por ciento de los capturados terminan en libertad por distintas razones.
Justicia por cuenta propia
En una situación así, no es raro que haya inocentes detenidos y culpables en libertad. Esta semana los noticieros de televisión revelaron un riguroso seguimiento que hizo la Policía durante más de tres meses a una banda que azotó el centro de Bogotá. Uno de los ladrones no duró ni 24 horas tras las rejas, el jefe de la pandilla tenía casa por cárcel y varios de sus cómplices ya tenían anotaciones por robo y tráfico de drogas. En la última encuesta de percepción ciudadana de Bogotá Cómo Vamos, los ciudadanos creen que difícilmente pueden ser sancionados si van contra la ley.
Por ejemplo, en la misma encuesta, el 75 por ciento de los bogotanos cree que no será castigado si invade el espacio público, arroja basura, o daña un bien de la ciudad. Hace poco el diario El Tiempo alertaba de la invasión de cientos de miles de llantas en el espacio público de la capital, y recogía en el informe ‘Bogotá, la ciudad del ‘no se puede”, un sinnúmero de ilegalidades cotidianas como la invasión del espacio público, la contaminación visual, el robo de las tapas de alcantarillas y de celulares que ni las autoridades ni los capitalinos logran resolver.
Las burlas a la ley y a las normas, sin castigo ni repercusiones, tienen múltiples formas. Se estima que todos los días en TransMilenio se cuelan entre 24 y 70.000 personas, lo que representa 41.000 millones de pesos en pérdidas anuales sin que la Policía pueda hacer nada. En octubre el ministro de Hacienda, Mauricio Cárdenas, dijo que en bancos extranjeros los colombianos le esconderían a la Dian unos 50.000 millones de dólares. También circula un video donde un agente de Policía le dice a un ciudadano que le reclama ayuda “¿qué quiere que haga?”. Y hace poco la Policía tuvo que anular 28.000 pruebas de ascensos de patrulleros, pues existían fuertes indicios de fraude.
La falta de una Justicia que actúe se traduce en una costumbre tan peligrosa como frecuente: la gente aplica venganza por cuenta propia. Hace apenas una semana, en el sur de Bogotá, una turba enardecida asesinó a golpes a Kevin Ospina, de apenas 16 años, acusado de robo. En las redes sociales pululan los videos de golpizas a supuestos ladrones de celulares, de palizas contra violadores, de gentíos atacando a piedra y palo casas de presuntos delincuentes.
El propio Antanas Mockus intervino hace unos días para proteger a un supuesto ladrón de celulares que la gente estaba a punto de linchar. El exalcalde le contó a SEMANA que “se oyeron gritos y vi que estaban golpeando a un joven. Una persona en particular le pegaba, decía que le habían matado a la hija en un atraco. Mi escolta rodeó al ladrón y se tiró al suelo para protegerlo. La Constitución prohíbe la justicia por mano propia. Hay que evitar aplaudir eso, tolerarlo, la actitud debe ser de rechazo total. La golpiza es un desahogo, pero va contra la Constitución, una sociedad democrática tiene que confiar en los jueces”.
En una sociedad organizada se necesita autoridad. Es decir, instituciones con capacidad efectiva para hacer cumplir las leyes y para castigar a quienes las violan. En una democracia con altos niveles de legitimidad –de confianza y acatamiento– los ciudadanos obedecen por tres razones: por convicción, por respeto o por miedo. Ninguna de las tres es fuerte en Colombia, y por eso la autoridad poco se ejerce y la credibilidad en las instituciones es frágil.
Mockus cree que “los ciudadanos no deberían obedecer la ley solo por el temor”, sino también porque simpatizan con ella. Sostiene que hay que lograr que la ley le hable al ciudadano desde adentro: “Un Estado de derecho viviendo en cada quién”. Pero quizá más grave que la relación del ciudadano con el Estado es la falta de confianza de los colombianos entre sí, un aspecto en el que Colombia tiene una de las cifras más bajas del planeta. Según la Encuesta Mundial de Valores solo un 4 por ciento de los colombianos piensan que se puede confiar en los demás, lo cual refleja una profunda crisis de capital social que sin lugar a duda afecta los índices de desarrollo.
La lentitud de la Justicia y el vacío de poder no son las únicas causas de la parálisis institucional que vive el país en varios campos. También hay ejemplos en los que el exceso de normas, requisitos o recursos se convierte en obstáculo para que los procesos avancen y la cultura santanderista no ayuda pues a los problemas no se les encuentran solución sino salidas jurídicas. A esto se le suma el mal uso de los mecanismos de participación de la Carta de 1991, como la tutela, las acciones populares, los cabildos abiertos, las consultas previas, que a pesar de su espíritu democrático, muchas veces se utilizan con otros fines y en ese camino el interés particular termina por subyugar al interés general.
La débil legitimidad de las instituciones políticas ha creado un desorden y las funciones de cada una de ellas han sido poco a poco usurpadas por otras. La Corte Constitucional legisla. Los jueces eligen. Los medios juzgan. La Justicia se politiza y la política se judicializa. Y quizá la consecuencia más preocupante es que la política ha perdido capacidad para tomar las decisiones que le son propias, y estas han sido asumidas por la Justicia, con los tiempos de los jueces.
Para saber quién es el alcalde de Bogotá ya no solo hay que preguntar el resultado de las elecciones sino cuál es la decisión de un juez o de un tribunal. A la candidata conservadora a la Presidencia, Marta Lucía Ramírez, la terminó validando el Consejo Electoral y no la convención de su partido. Y se ha vuelto costumbre que la oposición esgrima más demandas penales y disciplinarias que debates con argumentos. El debate público parece sentirse más cómodo en los tribunales que en el Congreso, con lo cual la política ha perdido margen de maniobra y los gobernantes han perdido poder.
Un retrato triste
La falta de autoridad no se soluciona con un llamado al autoritarismo, ni a la arbitrariedad, sino todo lo contrario, con una presencia más activa del Estado. Lo que falta no es represión sino una vigencia plena del Estado de derecho. Que las instituciones funcionen. Que un policía pueda capturar a un delincuente. Que un juez lo pueda mandar a la cárcel. Que la cárcel lo pueda recibir. Que un invasor pueda ser desalojado. Que una protesta no cierre el paso en una vía, rural o urbana, ni paralice la prestación de servicios esenciales como ha ocurrido en los últimos años. Y que una carretera se pueda construir sin interminables demoras causadas por una mala interpretación de las consultas previas o las licencias ambientales.
Es tal la confusión, que muchas veces el interés de una persona, o de un grupo termina por bloquear la vigencia plena de los derechos colectivos. Además del histórico retraso en infraestructura, quizá el caso más palpable de este limbo ha sido el del turismo, donde prácticamente todos los grandes proyectos turísticos y ecoturísticos de los últimos 20 años se han paralizado. Unos con razón y otros porque es tal la cantidad de intereses, mafias o artilugios que terminan ahuyentando a los inversionistas.
Es utópico pretender que el Estado colombiano haga presencia en cada centímetro de su territorio, sobre todo en las regiones más apartadas. Pero sí preocupa que en las principales ciudades del país como Medellín y Cali, donde hay pie de fuerza y presupuesto, existan barrios donde las pandillas y los actores armados trazan fronteras invisibles y donde cruzarlas se paga con la muerte. Un retrato triste donde muchos niños y jóvenes son asesinados, o no pueden ir a estudiar por miedo, y que solo refleja una falta de autoridad del Estado.
Uno de los episodios que más han conmovido al país en los últimos años fue el asesinato a sangre fría de los cuatros niños en el Caquetá. Una tragedia que se habría evitado si las autoridades hubieran actuado ante las insistentes denuncias de la humilde familia que golpeó varias puertas y puso la denuncia ante la Fiscalía. Pero no pasó nada. No hay que ver este atroz capítulo de la Colombia rural como un episodio aislado sino como la punta del iceberg de lo que serán los complejos desafíos del posconflicto, sobre todo en las tensiones violentas que se están generando en torno a la tierra. Y ahí es fundamental que el Estado actúe y ayude a resolver estas tensiones pues de otra manera lo harán los violentos o los ilegales. No es fortuito que desde 2008 han sido asesinados 64 reclamantes de tierras, según la Fundación Forjando Futuros, y en algunos predios, ni la sentencia de un juez ha servido para que los despojadores abandonen las tierras.
En momentos en que Colombia quiere pasar la página de su conflicto armado, cuando es esencial construir confianza para lograr la reconciliación, quizá el ingrediente más importante es el de fortalecer las instituciones y la legitimidad y eficacia del Estado. Porque las experiencias de posconflicto en Centroamérica han demostrado que el vacío de poder y la falta de autoridad son las condiciones perfectas para que se instalen la ilegalidad y la violencia. El excomandante del FMLN y reconocido analista Joaquín Villalobos en un reciente documento, y la periodista María Teresa Ronderos en su libro Guerras recicladas muestran que en esos espacios que el Estado es incapaz de controlar se instala el germen que perpetúa la violencia. Así lo ha vivido Colombia en los últimos años, al pasar de la desmovilización del paramilitarismo al surgimiento de poderosas bandas criminales como los Urabeños.
Paradójicamente, Colombia puede mostrar al mundo una institucionalidad democrática que ha sobrevivido a las más duras crisis y que, en el fondo, es una de las más estables de América Latina. Esa capacidad de resiliencia ofrece la esperanza de que en esta coyuntura histórica, los colombianos logren consolidar de nuevo su deteriorado tejido social, de cara a los grandes desafíos que les esperan.