A principios de año, en el programa radial Hora 20, el exministro, excandidato presidencial y exgobernador Horacio Serpa reveló que si Álvaro Uribe se lanzaba al Congreso en 2014, él no descartaría la opción de hacerlo también. Ni corta ni perezosa, su contertulia la exministra y actual precandidata presidencial Marta Lucía Ramírez le puso más picante a la discusión. “Sería maravilloso que el expresidente Pastrana encabece una lista al Senado” dijo. Pocos días después, en los corrillos políticos y columnas de los diarios empezó a circular un rumor improbable: que el expresidente César Gaviria estaría pensando en lanzarse a la reelección. Y el exvicepresidente Francisco Santos ya anunció su deseo de aspirar a la Presidencia.
Por otra parte, Simón Gaviria, hijo del exmandatario y presidente del Partido Liberal, está empezando a armar las listas al congreso liberal, en la cual seguramente tendrá un espacio Juan Manuel Galán, hijo de Luis Carlos Galán. Su hermano Carlos Fernando, actual secretario de Transparencia, suena como una carta electoral de Cambio Radical, pero aún no ha decidido lanzarse al ruedo. Otros como Miguel Samper Strouss, también heredero de un expresidente, y Horacio José Serpa, actual concejal de Bogotá e hijo del célebre político santandereano, tienen ofertas para el Senado.
Estos rumores y especulaciones no son nuevos en el mundo político, sobre todo en un año previo a las elecciones de Congreso y Presidencia. Sin embargo, no deja de llamar la atención que los apellidos—Serpa, Gaviria, Samper, Pastrana, Santos, Galán— sean los mismos que hayan acaparado titulares en épocas preelectorales de décadas anteriores.
Las dinastías políticas no son un fenómeno particular a Colombia. En Estados Unidos familias como los Kennedy, los Bush y más recientemente los Clinton han mantenido prestigio, capital político y relevancia durante décadas. Y si bien para algunos críticos su mera existencia es un símbolo de un sistema político elitista, otros, como Gustavo Mutis, del Centro de Liderazgo y Gestión, dan fe de que existen familias que por generaciones mantienen una vocación de servicio público. Por otro lado, aunque sin duda la cuna les pueda dar un empujón —además de una educación privilegiada y un temprano acceso al poder— se mantienen vigentes gracias a sus capacidades y su trabajo. Sería injusto afirmar que en sus distintos escenarios estos herederos solo se destacan en virtud de sus apellidos.
Sin embargo, queda en el aire el interrogante sobre los espacios de renovación política y el precario surgimiento de nuevos líderes. “Para hacer política en este país uno tiene que ser un general de tres soles o un hijo de un expresidente” dice un joven representante a la Cámara. En su más reciente columna en el diario El Tiempo, Enrique Peñalosa toca el tema de la democracia cerrada en el país. Para el exalcalde, a través de leyes y umbrales, los partidos y los caciques han ido cerrando los espacios para iniciativas alternativas e independientes, como los movimientos significativos de ciudadanos.
Esta situación se agrava aún más por las dinámicas internas y el anquilosamiento de los partidos políticos. En Colombia, estos no cumplen con una de sus funciones más importantes: ser cantera fértil para la formación de nuevos líderes con una ideología clara y una propuesta para la sociedad. Las colectividades no tienen escuelas de formación ni, en su mayoría, centros de pensamiento. Pero tal vez la mayor ironía es que las juventudes de los partidos no son semilleros de futuros cuadros; son instrumentos internos de poder. Para aquellos pocos que buscan hacer carrera política desde los partidos, a pesar de las roscas y las fracciones internas, la lucha no es fácil. David Barguil, joven representante a la Cámara del Partido Conservador, admite que “el hecho de que los partidos tengan que acudir a los retirados de la política significa que no están haciendo bien la tarea. No están brindando oportunidades a los jóvenes y gente de las regiones que quiere trabajar en el sector público.” En otras palabras, los partidos no generan propuestas atractivas para la sociedad y se convierten en una pasarela de candidatos que se activa en momentos electorales, es decir en una especie de rótulo para acceder al poder o para mantenerlo.
A lo anterior se suman otros factores que también explican la aparente ausencia de liderazgo político en el país. En primer lugar, desde que la política se redujo a una fórmula de transacción (de puestos, de favores, o de intereses) es mucho más difícil que surjan verdaderos líderes, aquellos que interpretan una coyuntura histórica, sentimientos colectivos, grandes problemáticas, o que buscan cambiar el status quo. “El clientelismo es la antítesis de liderazgo. Solo un líder sin ideas promueve la clientela, pues en vez de convencer y generar confianza, compra”, opina Álvaro Forero Tascón de la fundación Liderazgo y Democracia. Mutis añade que “López y Lleras representaban una partitura política, una interpretación integral de la sociedad, por lo cual sus grandes reformas encontraron respaldo. No era una votación a cambio de algo, mientras que ahora hay una compensación por el voto”. Es muy diciente que solo en las ciudades donde hay más cobertura y calidad en educación y donde existe una clase media fuerte, el voto de opinión le pueda competir al clientelismo, con resultados favorables como las victorias de Antanas Mockus y Sergio Fajardo, dos líderes independientes, alternativos y con proyección nacional.
Finalmente, no es un secreto que el servicio público sufre de un gran desprestigio a escala mundial. Según Barbara Kellerman, profesora de la Universidad de Harvard y experta en liderazgo, es una tendencia creciente y preocupante que los jóvenes más preparados no están interesados en la política. “Los reconocimientos y las recompensas son mayores en el sector privado mientras que la humillación y el castigo son mayores en el sector público. Ser un líder político fuerte y creativo es cada vez más difícil” dice.
En Colombia esa tendencia es cada día más palpable y preocupante. Hoy por hoy, la política es considerada una actividad desprestigiada, una profesión poco digna. Pocos jóvenes sueñan con arengar en la plaza pública y menos aún ven la política como una herramienta para lograr grandes cambios sociales. A muchos también les preocupa la baja remuneración y la lupa inclemente de los entes de control como la Fiscalía, la Procuraduría y la Contraloría aun cuando se tratan de hacer las cosas bien. Por todo lo anterior, y porque siempre hay más interés en mantener los privilegios de la clase política y conservar el status quo, como dice Carlos Caballero, de la Escuela de Gobierno de los Andes, “hay que ser héroe o mártir para estar en el servicio público.”
¿Está condenado entonces el país a ser gobernado por una misma élite? Las dinastías políticas seguirán existiendo –y hay algunas muy valiosas– pero solo una nueva generación con vocación de servicio podría oxigenar las democracias. Sin embargo, no existe una cultura de liderazgo público que cree espacios amplios y semilleros fértiles para que estas figuras nacientes florezcan sin importar su origen.