ALERTA
El hampa dicta cátedra
La Universidad de Antioquia, uno de los más prestigiosos centros de investigación, está en alerta roja. Estudiantes muertos por sobredosis, encapuchados que asaltan a mano armada a la luz del dia, profesores y alumnos con miedo. ¿Quién responde?
Cuando lo recogieron del baño donde cayó de bruces, Camilo aún sangraba por el pinchazo de la aguja. Acababa de inyectarse heroína por última vez. Ocurrió el pasado 27 de enero, a las 11:30 de la mañana. Su muerte fue noticia: un universitario de 22 años murió por sobredosis en uno de los baños de la Facultad de Artes de la Universidad de Antioquia, uno de los centros académicos más importantes del país. A Luz Marina, su mamá, le avisaron cuatro horas después, cuando ya habían hecho el levantamiento y su cuerpo estaba en la morgue, lejos del campus donde nadie parecía dispuesto a ver llorar a una madre mientras gritaba preguntas incómodas. ¿Cómo ocurre una muerte así en el lugar donde, se supone, está la gente más inteligente, la más preparada, la más capaz?
La Universidad de Antioquia es un campo de 26 hectáreas en el centrooccidente de Medellín, con dos siglos de historia académica y un reconocido liderazgo en investigación científica. Pero estos no son buenos días. En el mismo campus donde transitan cerebros que valen lo que pesan y muchachos de estratos populares que tienen allí su única oportunidad de salir adelante en la vida, también van y vienen, camuflados entre la muchedumbre, vulgares jíbaros con toda suerte de venenos patentados: marihuana, bazuco, éxtasis, anfetaminas, cocaína, heroína.
La muerte de Camilo es historia repetida. El 25 de enero de 2006, un estudiante y su novia fueron hallados con una sobredosis mortal. El lugar no parecía más irónico: el auditorio de la Facultad de Ingenierías donde tantas veces se oyen aplausos por lúcidas tesis académicas.
Él murió. Ella vivió para contarlo. Se mueve tal cantidad de sustancias que, desde hace un par de años, se fue configurando una especie de cartel que lo controla todo: las autorizaciones a nuevos expendedores, los precios de los narcóticos y el licor, y hasta a los alumnos problemáticos, a los que los jíbaros escoltan para evitar que se sigan drogando en los baños, las aulas y en los corredores más transitados. En el último año, otros cuatro estudiantes fueron encontrados con sobredosis y alcanzaron a ser llevados a la clínica León XIII, a una cuadra del campus.
Las directivas de la universidad admiten que el fenómeno de comercio y consumo de narcóticos ocurre frente a sus narices. Martiniano Jaime Contreras, vicerrector, recuerda que ellos no tienen ni los recursos ni el mandato constitucional para conjurar el problema. La universidad cuenta con 90 vigilantes para intentar controlar 25.000 personas que circulan por allí al día. Y hay otro lío.
En ninguna de las cuatro porterías pueden obligar a los alumnos a mostrar lo que llevan en su bolso. Apenas pueden requisar a quienes lo permitan, que por supuesto son los que nada ocultan. No es lo único. Por el precio de una gaseosa, también se consiguen carnés falsos de manera que los jíbaros que cruzan las porterías posan de estudiantes.
Al profesor G.M. le preocupa el creciente fenómeno de delincuencia en la universidad. Hace tres semanas, un grupo de encapuchados asaltó una facultad, y lo mismo ha ocurrido con las cafeterías después de las horas de mayor recaudo de dinero. Diego, uno de los 44.000 estudiantes matriculados, dice que ya no lleva su computador por miedo a ser atracado. La gente perdió la cuenta de los aparatos robados. “Si no te lo quitan aquí adentro te esperan a la salida para amenazarte con cuchillos o pistolas”, dice atrás de sus gafas.
El rector, Alberto Uribe Correa, al ver que la situación se ha agravado, mandó un mensaje de alarma el 21 de abril. En él contaba que ese mismo día a las 11 de la mañana, tres encapuchados con armas de fuego se robaron el dinero de las burbujas de café que son atendidas por estudiantes que no tienen cómo pagar sus estudios. Y a eso sumó otros hechos ocurridos en el último mes, como el robo y el daño a una obra en el Museo Universitario, el desalojo violento en la Facultad de Ciencias Económicas y el robo de un computador y la intimidación a miembros del Instituto de Estudios Políticos.
“La única arma de defensa que hemos encontrado los universitarios es la palabra, pero pareciera que esta ya fuera incapaz de disuadir al violento escribió el rector. El campus no puede seguir constituyendo un lugar seguro para el atraco (...) No se puede seguir enarbolando la capucha como ideal de acción política, mientras igualmente se la utiliza para despojar de sus pertenencias a los que habitamos el campus”.
Según cifras de la Vicerrectoría, 40 estudiantes están vinculados a investigaciones por hurtos dentro de la universidad, robos de computadores, dinero, equipos de laboratorio, maquinaria, la lista incluye cualquier cosa que pueda desprenderse y venderse. Pero no todos son alumnos. En agosto del año pasado, 10 empleados encargados de la limpieza fueron destituidos por robo continuo en una sala de informática. Hasta los vigilantes de Miro Seguridad, la empresa contratada a un costo millonario para evitar los hurtos, han terminado implicados.
A la profesora Y.M. le robaron el computador de su oficina, el bolso, la grapadora, el vaso de los clips, unas tijeras. Lo único que se salvó fue el diploma pegado en la pared. En la universidad, como en otras, se consiguen copias piratas del último libro de Vargas Llosa y la película ganadora del Oscar que aún no llega a la ciudad. Allí, en el templo de la creación, “el que se atreva a señalarlo se mete en líos con grupos muy violentos”, advierte Y.M. en voz baja.
El 25 de junio de 2006 fue asesinado el profesor Gustavo Loaiza, al parecer después de repetidas recriminaciones contra los vendedores de droga y de confrontar a varios alumnos consumidores. “Uno viene a la universidad a vivir, no a matarse”, decía el profesor. Los jíbaros piensan otra cosa. Cualquiera puede verlos a gusto en la zona norte del campus, que es como su propia comuna.
La violencia llegó a su clímax hace un año, cuando en los pasillos de la universidad mataron a un ex alumno de Derecho, de 29 años. En ese momento se pensó que podía tener que ver con líos entre bandas de droga que operan en el campus. Hace dos meses, a eso de las 5 de la tarde, la Policía aterrizó en ‘el aeropuerto’ y capturó a 40 personas, pero solo por 10 horas porque, a pesar de la droga incautada, un juez de garantías sentenció que ninguna detención se hizo con orden judicial y los dejó en libertad. Luz Marina, la mamá de Camilo, se niega a creer que la inteligencia sea derrotada.
Ella recuerda que en su desespero se iba a la de Antioquia a tratar de zafar a su hijo de los tentáculos de los traficantes. “Yo me metía entre los demás drogadictos buscando respuestas, pero era inútil. Fue inútil. Allá todos sabían quién era Camilo, y sin embargo, cuando era su mamá la que preguntaba, nadie lo conocía”, dice la mujer, de 43 años y una tristeza que no se le quita. No fue la única en la casa que intentó evitar la tragedia.
La abuela del muchacho también se iba a ‘el aeropuerto’. Cuando a veces lo veía se sentaba a hablar con él para impedir que se drogara. Un hermano de Camilo, Sebastián, alumno también de la de Antioquia, dice: “Yo estudio en la tumba de mi hermano”.