PROCESO DE PAZ

Los otros perdones de La Chinita

Lo que ocurrió el viernes en Apartadó es apenas el comienzo de la reconciliación en una región que en el pasado fue el laboratorio de la guerra sucia y el exterminio político.

Marta Ruiz
1 de octubre de 2016
Víctimas de la masacre La Chinita. | Foto: Semana

Matar al enemigo es la guerra. Matar a los propios es el fratricidio.  Ese principio universal deambulaba el viernes pasado en el acto de perdón ocurrido en La Chinita, el barrio de Apartadó, en el Urabá antioqueño, donde 35 personas murieron asesinadas de manera indiscriminada en la madrugada del 24 de enero de 1994 durante una verbena popular a manos de un comando armado de las Farc. Por eso, en nombre de esa guerrilla, Iván Márquez pidió perdón. Dijo que aquella matanza en casa de Rufina nunca debió suceder. Que la dirección de la organización nunca la ordenó. Y las víctimas, con la generosidad que las caracteriza, le respondieron: Las víctimas de La Chinita sí perdonan. Pero también dijeron que este es apenas el comienzo. Es apenas una rendija que se abre para saber la verdad. Porque aunque Márquez diga que los jefes de las Farc no ordenaron la masacre, la realidad es que en Urabá hubo un exterminio sistemático entre fuerzas políticas que algún día fueron hermanas.  Un fratricidio.

Mientras en el coliseo del barrio la comunidad estaba atenta a los discursos de las víctimas, otro acto muy significativo de reconciliación ocurría de manera silenciosa en medio de la multitud. Iván Márquez y Aníbal Palacio se abrazaban, como quizá lo hicieron en 1984 cuando se vieron por primera vez en una cumbre de la Coordinadora Nacional Guerrillera, el uno como dirigente de las Farc y el otro como parte del EPL. Ambos buscaban entonces ponerle fin a una guerra que ni siquiera había comenzado. Mucho antes de que la vorágine de la violencia los convirtiera en enemigos y los lanzara por caminos de insondable oscuridad.

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Sí en algún lugar la violencia ha sido política es en Urabá. Las masacres de trabajadores bananeros comenzaron allí a mediados de los ochenta de la mano de Hernán Giraldo, primero y de Fidel y Carlos Castaño después. Eran el castigo a unos sindicatos adheridos políticamente a las guerrillas, especialmente al EPL y las FARC, grupos que no dejaban vivo a ningún capataz de finca y que secuestraban a empresario que asomara cabeza en la región. Luego fue el castigo a una población que votó en masa por la izquierda. Una población que votó por la UP, y por Esperanza, Paz y Libertad después.  Y vino lo que el investigador Andrés Suárez llamó el exterminio recíproco. Porque si en algún lugar las guerrillas combinaron todas las formas de lucha fue en Urabá: allí estaban los grupos armados, los partidos y los sindicatos.

Los guerrilleros del EPL dejaron las armas en 1991 y se vieron expuestos a las balas no solo de sus propias disidencias, sino a las de las Farc. Un exmilitante del EPL recuerda que en una ocasión el DAS tuvo que sacar escoltados a todos los excombatientes que trabajaban en un proyecto productivo en una finca porque las Farc iban a matarlos. Los mataban uno a uno en sus veredas acusados de ser sapos, de trabajar para el gobierno, para el enemigo. El Estado, indolente, los dejó a la deriva. Pensaba que esa era una vieja cuenta por saldar entre antiguos amigos. Que no había bala desperdiciada. Entonces vino la reacción de un grupo significativo de dirigentes del EPL que creó los comandos populares, un grupo armado que actuaría contra las bases sociales de las Farc.  Y se mataron sin piedad, los viejos camaradas, los antiguos hermanos de ideales revolucionarios. Todos los días caía un líder, un militante, un amigo, un familiar bien fuera de la UP, del Partido Comunista, de Esperanza Paz y Libertad, del Partido Liberal o de los sindicatos.

Entonces vino una suerte de clímax en este fratricidio: la masacre de La Chinita. Indiscriminada, cruel y despiadada. Con ella las Farc adoptaron el modus operandi clásico de sus acérrimos enemigos: los paramilitares. Se igualaron a ellos. Y la respuesta de los Comandos Populares no se hizo esperar. Tal como ha quedado esclarecido en Justicia y Paz, estos se lanzaron en brazos de Carlos Castaño.  El baño de sangre es inenarrable. Aupado por la brigada 17 del Ejército y por las Convivir.

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Porque tal como lo dijo Sergio Jaramillo el viernes pasado, si en algún lugar del país hubo una alianza macabra entre paramilitares y fuerza pública, fue en Urabá. Mientras la región se silenciaba a punta de plomo, el gobernador de Antioquia de la época, Álvaro Uribe describía a Urabá como un verdadero “laboratorio de paz”. No en vano llenó de homenajes al General Rito Alejo del Río, hoy preso en una guarnición militar, y dispuesto a contar la verdad exhaustiva sobre lo ocurrido en la guerra, ante la Jurisdicción Especial de Paz. 

En La Chinita las víctimas dijeron sí perdonamos, pero queremos la verdad. Toda la verdad y de todos. Porque en Urabá ocurrieron 17 masacres y miles de asesinatos selectivos. La última masacre ocurrió en 2005 en un corregimiento llamado San José de Apartado, en el que terminaron arrinconadas las bases sociales del Partido Comunista en la región. Hasta allí llegaron militares de la Brigada 17 a matar a una familia, degollando incluso a los niños. Otro perdón pendiente.

Toda esta impiedad se vivió bajo el silencio de la élite local, que aún hoy se siente incómoda con la izquierda, aunque sea esta legal, y que hace todos los esfuerzos posibles para que no se consolide el proceso de paz en la región. Sectores de ella se han opuesto a la restitución de tierras, a la reparación de las víctimas, y ahora a los acuerdos de paz.  Porque en Urabá hubo despojo masivo de tierra, complicidad de empresas multinacionales y nacionales con los paramilitares y su sangría.  Ellas  también tendrán que comparecer, seguramente, ante la Jurisdicción Especial de Paz, que hoy rechazan.

Hubo un tiempo en el que se creyó que el proyecto paramilitar había logrado la hegemonía política, social y cultural en Urabá. Por algo allí se reprodujo pronto la violencia, esta vez en una faceta más criminal, y con la máscara de las bandas criminales, ejército gaitanista o clan del golfo. Los Úsuga fueron combatientes de base del EPL, que se sintieron frustrados por una paz insegura que no les brindaba nada. Se la jugaron a seguir de pistoleros y en esas están. Alguna fuerza profunda y soterrada mantiene encendida la llama de la guerra en Urabá.

Sin embargo, lo que se vio el viernes en La Chinita es que, como la política es dinámica, posiblemente eso empieza a cambiar de la mano de un fenómeno cuya fuerza es impredecible, y es la reconciliación. Al tiempo que Iván Márquez y Aníbal Palacio se abrazaban con sentimiento de hermanos, Mario Agudelo decía en otro lugar del coliseo: “Ya perdoné”. Y si Mario Agudelo perdonó es porque Urabá puede llegar a ser realmente un laboratorio de paz. Agudelo era diputado por Esperanza, Paz y Libertad en Antioquia, cuando le llegó un libro de regalo. Era un libro de medicina y su hijo lo abrió con ansia y curiosidad. El libro explotó y el niño murió. Era un ataque de las Farc direccionado a Agudelo. Sereno y sonriente, Mario dice que ahora milita en el partido del Sí, y que a partir del lunes lo hará en el de la implementación de los acuerdos. 

Los desmovilizados del EPL le tienden una mano a las Farc porque ellos saben lo que se siente dar el salto de la guerra a la civilidad. Así lo dijo el alcalde de Apartadó, Eliécer Arteaga: “Apartadó los acoge”. Sólo falta ver si la élite local, los empresarios, se montan al tren de la reconciliación que ya parece estar en marcha en esta palpitante región.