Agazapado en la oscuridad de las montañas, un grupo de francotiradores permanece atento a los fogonazos de los guerrilleros que hostigan esporádicamente el cuartel policial de Toribío, un pueblo incrustado en una hondonada de la cordillera central, en el nororiente del Cauca.
Había llegado a Toribío casi diez horas antes por una carretera estrecha, con tramos difíciles debido a los derrumbes de piedra y lodo. A medio camino aparecieron cuatro indígenas nasa. Llevaban tres días tratando de despedazar con un método ancestral una piedra de varias toneladas, que obstruía parte de la vía. Uno de ellos me explicó que le metían candela de siete de la mañana a tres de la tarde y luego le echaban agua fría, de la que baja por una quebrada cercana.
—Después le damos con una barra de hierro y ella va soltando —dijo uno de los indígenas.
El primer indicio de que se está entrando a una zona de combate aparece cinco minutos después de atravesar El Palo, un corregimiento del municipio de Caloto y el último caserío antes de internarse en la cordillera.
Los militares de la Brigada Móvil Número 14 han montado un retén en las afueras del pueblo, al otro lado del río Palo. De esa manera tratan de controlar los ataques que los guerrilleros les hacen desde estos desfiladeros.
La vía hacia Toribío asciende en zigzag por el borde de la montaña. A medida que la carretera se empina, aparecen en el horizonte cañones imponentes y las crestas azulosas de las cordilleras que hacen valioso este territorio para los grupos armados. El viaje desde El Palo dura 45 minutos.
Los letreros escritos en las fachadas de las viviendas de las veredas y en algunas piedras del camino anuncian la presencia de los armados y de la resistencia indígena: “Marquetalia. Hasta la victoria. Farc-ep”, “Manuel (Marulanda) nace en cada amanecer” o “Guardia. Fuerza”. Este último en alusión a las dos palabras con las cuales comienza el himno de la Guardia Indígena del norte del Cauca, un organismo conformado por indígenas armados con bastones. Ellos se encargan de mantener el orden en este territorio.
A la plaza principal de Toribío se llega por una calle que pasa por el hospital, el colegio, un granero, una trinchera, una panadería, un par de tiendas, otra trinchera, una carnicería y una casa destruida por un cilindro bomba. Es el pueblo más atacado por la guerrilla en los últimos 30 años.
En la esquina del parque, seis policías escudriñan las calles cercanas y examinan a los civiles. Dos de los uniformados empuñan pistolas Sigsauar de color negro, de las que no tienen seguro. Solo se apunta y se aprieta el gatillo. Sus compañeros permanecen con los fusiles listos. No confían en nadie. En julio del año pasado, dos hombres de civil, enruanados, se acercaron a una de las trincheras y de repente comenzaron a disparar.
Semanas después de que regresé a Bogotá, la guerrilla arreció los ataques sobre el cuartel de policía. Uno de los patrulleros con los que había hablado en Toribío me escribió un correo electrónico, desde el búnker de esa institución: “Tuvimos un ataque durante todo el día, aproximadamente diez horas de enfrentamiento, hubo tres policías heridos: el primero, un disparo le atravesó las piernas; el segundo, un disparo en el abdomen, y el tercero, en una mano… Hace diez días hirieron a otro policía con un disparo en la nuca… esto está desesperante, uno parece estar inmerso en una película de ficción donde llegan oleadas de guerrilla que se comportan como los muertos vivientes…”.
También me contó lo que todo el país había visto por televisión. Que los indígenas les desbarataron las trincheras. Están desesperados por tantos años de guerra y quieren que tanto fuerza pública como guerrilla se vayan de sus tierras.
Por los días en que visité Toribío para escribir esta crónica, el pueblo estaba en calma. Aquí, calma quiere decir que de vez en cuando suenan disparos de la guerrilla. Los policías se parapetan. El pueblo se paraliza por unos segundos. Luego, si no hay más disparos, todo sigue “en calma”.
Estaba tan tranquilo el pueblo que el alcalde, Ezequiel Vitonás, uno de los más respetados líderes indígenas del Cauca, se había ido a una reunión en la vereda Betulia. Funcionarios de cinco alcaldías de Nariño llevaban dos días conociendo los proyectos que desarrollan los indígenas en esta zona. Los nasa han ganado dos veces el Premio Nacional de Paz y el Premio Ecuatorial, de la ONU, por sus proyectos comunitarios.
Vitonás es de pocas palabras. Habla pausado y en tono confesional, como la mayoría de indígenas. Es reconocido por la Unesco como maestro en sabiduría ancestral, conoce más de 15 países de Europa y Asia, y puede hablar durante horas sobre temas como gobernabilidad o legislación indígena.
—Desde que llegó la guerrilla a esta zona, hace unos 30 años, llevamos más de 600 hostigamientos y 14 ataques, han acabado cuatro veces con el cuartel de la policía y en unas cuatro tomas el pueblo ha quedado destruido en parte —dice Vitonás.
Regresamos de inmediato al pueblo para hablar con sus habitantes. Hacia las seis de la tarde nos acercamos con el fotógrafo a la estación de policía. Es una fortificación de hierro y concreto ubicada a una cuadra de la plaza principal y rodeada de trincheras. Se ve inexpugnable.
Las casas de las tres calles que desembocan en el búnker están destruidas o descascaradas por las esquirlas y los balazos. Los policías se resguardan en las ruinas de las viviendas. Después supimos que los centinelas de la primera trinchera nos habían reportado por radio casi dos horas antes, cuando merodeábamos con el fotógrafo por los locales comerciales: “Van dos sujetos por la calle principal. Uno con un morral al frente y otro con un morral a la espalda”.
—Usted puede cargar una bomba en ese morral y dejarlo en alguna parte para que explote —dice el policía que recibió el informe sobre los “dos sujetos”. El policía se adentra unos dos metros en una casa en ruinas.
—Córranse para acá y hablamos. Es mejor no dar papaya en la calle porque le pueden disparar desde el monte —dice el policía, que accede a contar su experiencia. Pone dos condiciones: ni el nombre ni fotos que lo puedan identificar.
Lleva cuatro meses en Toribío. Dice que desde que le respondieron a la guerrilla con la misma moneda y emboscaron francotiradores en las montañas, los hostigamientos han disminuido, sobre todo en la noche.
—Hay cinco o seis francotiradores nuestros en esos montes —dice.
El policía explica que sus francotiradores responden al fuego cada vez que detectan un candelazo. Y si la distancia es muy larga para sus fusiles, piden apoyo a los soldados que custodian dos torres de telefonía en el lomo de una montaña. Los militares accionan una ametralladora punto 50 contra las laderas, hasta que los insurgentes huyen con sus muertos o heridos.
Este sitio, llamado el cerro Berlín, se volvió famoso el pasado 17 de julio, días después de mi visita, cuando cientos de indígenas desalojaron por la fuerza a los militares. El ejército retomó el lugar al día siguiente. Según el Consejo Regional Indígena del Cauca (Cric), 32 indígenas fueron heridos en las refriegas.
Mientras la policía y el ejército luchan contra los guerrilleros de las Farc por el control de las montañas, abajo, en el pueblo, los 3500 habitantes del área urbana se han acostumbrado a la fuerza al tastaceo nocturno de los fusiles y a los rafagazos.
Los que viven cerca del cuartel se acuestan con ropa cómoda o en sudadera y dejan los zapatos listos al pie de la cama. Cuando cesan los disparos, los toribianos esperan unos minutos y se vuelven a dormir mientras los ladridos de los perros se diluyen en la noche. Al día siguiente, el pueblo amanece como si nada hubiera pasado.
Toribío despierta todos los días con el rugido de la chiva que sale a las cinco de la mañana para Santander de Quilichao. Lleva fique, café, naranja, marranos, gallinas y más de 60 pasajeros. Algunos viajan en la capota. Los jóvenes, sobre todo, se divierten con el aterrador descenso del vehículo hasta el corregimiento de El Palo, donde la vía se aplana.
Salvo por las huellas de los ataques, las trincheras y las historias que cuentan sus habitantes, Toribío luce apacible, con una tranquilidad inusual para una zona de guerra. Cuando llegamos, una mujer cincuentona barría el andén de su casa, frente a la primera trinchera de la policía y junto a las ruinas de un edificio de dos pisos. “Allí funcionaba el Banco Agrario. Le metieron un cilindro bomba”, dice Geovany Ospina, el Gato, un panadero que acaba de meter al horno una bandeja con 50 pandebonos.
La panadería no tiene nombre.
—¿Será que si le pongo Panadería el Gato la gente me compra? —dice.
Tampoco tiene local propio. Tenía. Quedaba al lado, pero el último ataque de la guerrilla le reventó el techo. El Gato no tiene plata para repararlo, así que paga arriendo.
El Gato es un tipo alegre, como la mayoría de toribianos. Y como hacen todos ellos después de cada ataque, recogió los escombros, guardó lo que servía y reanudó sus actividades.
Así han vivido los toribianos desde que las Farc y el ejército comenzaron a disputarse este territorio.
—La primera toma fue por allá en el 79. Después de eso, la guerrilla ha entrado al pueblo unas 100 veces. A veces se queda media hora y a veces hasta dos días —dice el gobernador del resguardo de Toribío y exdiputado a la Asamblea del Cauca, Marcos Yule.
Los líderes indígenas dicen que la importancia de esta zona radica en que es un punto de comunicación con el Huila, Putumayo, Valle y Tolima. Según la policía, las Farc necesitan este corredor para sacar droga e ingresar armas por la costa pacífica.
El área urbana de Toribío, además, es estratégica. Se encuentra ubicada en una cuenca donde convergen tres cadenas montañosas. Desalojar a la fuerza pública del pueblo les garantizaría poder moverse sin obstáculos.
Las autoridades indígenas alegan también que en Toribío ha existido una resistencia de casi 500 años a la imposición colonial. Esto ha hecho que haya muchos indígenas dispuestos para la pelea, y la guerrilla quiera apropiarse de los cabildos (organización política de los resguardos indígenas) para dirigirlos hacia la insurrección.
De hecho, en julio de 2009, durante una ceremonia en homenaje a Luis Carlos Ramos Pineda, alias Dago, uno de los jefes del sexto frente muerto un año antes, se escuchan frases que aguijonean a los indígenas. “Camarada Dago, tu espíritu revolucionario despertará la furia guerrera de los paeces…”.
La ceremonia fue grabada por la guerrilla en video y puesto en Youtube.
Hasta el día en que hablamos en la vereda Betulia, Ezequiel Vitonás se consideraba afortunado. Durante la administración del anterior alcalde, Carlos Banguero, la guerrilla disparó más de 120 veces contra la estación de policía e hizo estallar un bus escalera, de los que llaman chivas, contra las trincheras. Las autoridades calculan que el vehículo iba cargado con 100 kilos de explosivos. El pueblo entero se estremeció. Una nube de humo y polvo cubrió las calles. Fue el 11 de julio de 2011, a las 10:30 de la mañana, día de mercado. Cuando se disipó la humareda, había más de cien personas heridas. El cerrajero, el carnicero y un gallero estaban muertos. Un sargento de la policía quedó destrozado. Solo hallaron una pierna.
Esta noche, en los alrededores del búnker, los reflejos de la luna llena siluetean a los policías. Se mueven con sigilo, pegados a los muros, con el fusil en la mano y el torso lleno de proveedores. Otros se parapetan entre las ruinas de las casas vecinas.
A una cuadra de este lugar, en la cancha de la plaza principal, una docena de muchachos juega un partido de microfútbol. Alrededor de la plaza hay dos tiendas abiertas. En una de ellas suenan las rancheras de Santander Stéreo: “El día en que la mataron, Rosita estaba de suerte. De los tres tiros que le dieron, no más uno era de muerte”.
Desde que me inicié como reportero, hace casi 30 años, he visitado más de diez veces estas montañas habitadas en un 95 % por paeces. Los demás son mestizos e indígenas misak o guambianos. El primer viaje fue en 1985. La tensión era muy parecida a la que se respira ahora, aunque no existían tantas trincheras y fortificaciones. La estación de policía era una construcción de dos pisos, en ladrillo, ubicada frente al parque principal, en la misma cuadra de la iglesia.
Ese cuartel fue destruido en un ataque del frente Ricardo Franco, una disidencia de las Farc. El gobierno lo reconstruyó una cuadra más abajo, junto al parque infantil, y los guerrilleros del M-19 lo hicieron trizas dos años después. Las Farc acabaron con el siguiente. Y con el siguiente. Hasta que el Estado levantó el actual búnker.
Alrededor del cuartel solo hay ruinas. En una estas casas semidestruidas vive Mary Martínez con su familia. Ella y su esposo fabricaban ataúdes. “Yo los tapizaba”, dice la mujer. Cuenta que la explosión de la chiva bomba acabó con la herramienta de su esposo, y ahora ella se dedica a vender chontaduros que le envían de Caloto.
—Cuando hay combates, es aterrador —dice.
—Salgan, ratas hijueputas —les grita la guerrilla desde esos montes.
—Vengan por nosotros, perros hijueputas. Que aquí sí les damos chumbimba —les responden los policías.
Entre los escombros husmean algunos de los perros callejeros. La policía y el ejército los han reclutado en el pueblo. Los uniformados alimentan y consienten a los animales con la esperanza de que estos les ladren a los intrusos durante las noches.
Adentro, el cuartel tiene gimnasio, cocina, comedor y alojamientos donde los policías pegan las fotos de su familia y estampitas de los santos de su devoción. Abajo hay un subterráneo de paredes reforzadas. Arriba están las garitas donde ocho policías vigilan esta noche las montañas y algunas calles del pueblo. Usan visores nocturnos. Instalan los aparatos en las troneras hacia las seis de la tarde y comienzan a barrer las montañas hasta que amanece. Solo se toman algunos segundos para descansar los ojos.
“¡Atentos… atentos… veo luces por el camino de Tacueyó!”, advierte por radio, en voz baja, un policía que apunta el visor nocturno hacia la montaña ubicada en la parte posterior del cuartel. Los francotiradores emboscados en las laderas reciben los avisos por radio.
Desde la garita, el policía les sigue la pista a las luces que se mueven como luciérnagas por el camino que viene de Tacueyó, hasta que comprueba que son tres personas con linternas.
Los policías que vienen a Toribío no son novatos. Deben tener dos años de experiencia. Además, los reentrenan durante un mes en polígono, patrullaje y legislación indígena, cuenta uno de los policías.
Los policías son relevados cada siete meses. En ese lapso no pueden salir del pueblo, y difícilmente se alejan a más de 200 metros del cuartel.
Cuando se cumplen los siete meses, los policías salen de Toribío en un helicóptero que casi siempre los recoge en medio del fuego cruzado de los guerrilleros y de otras dos naves artilladas que les sirven de escolta. Les tienen prohibido moverse por tierra, porque hace años la guerrilla interceptó el vehículo de pasajeros en el que viajaba uno de ellos, vestido de civil, y lo mató.
Debido a la ausencia prolongada de los policías en sus hogares, algunas esposas se arriesgan a ir hasta Toribío para pasar dos o tres días con ellos.
La esposa de uno de ellos, que no da su nombre y ni el lugar de donde viene, lleva dos días alojada en una casa cercana al cuartel. Su esposo la trajo hasta la puerta del cuartel para que me diera su testimonio. Con el reflejo de la luna se alcanza a ver una trigueña, de ojos grandes, pelo rizado y aretes plateados. De buen cuerpo. Tiene 32 años.
Tiene miedo. No sale ni a la tienda. “Una vez salí a comprar una pastilla para el dolor de cabeza y un tipo me dijo: usted no es de por aquí, ¿a quién viene a visitar?”. Dice que es la segunda vez que sube a Toribío. En esta ocasión lo hizo porque su esposo está de cumpleaños.
Viajó casi cuatro horas en buses de servicio público. Su esposo le encargó arroz chino, pero no lo trajo porque salió a la carrera. Mientras viajaba barajó lo que diría si la guerrilla paraba el bus: que iba a averiguar por un trabajo en el hospital o en la alcaldía… que iba a ver a un familiar enfermo… ninguna de las excusas le resultó convincente así que mejor se encomendó a la virgen y cerró los ojos para que nadie le fuera a hacer conversación.
—Las que venimos hasta acá somos del Cauca. A alguien con cédula de otra parte del país le resultaría difícil explicar qué hace por estos montes en caso de que lo pare la guerrilla.
La mujer se despide. Su esposo, cargado de proveedores y con el fusil en la mano derecha, se pierde con ella en medio de la oscuridad. “Viene bajando una luz. Parece una moto”, advierte por radio uno de los vigías de la garita.
—¿Y cómo hacen ustedes para estar siete meses sin mujer? —le pregunté al día siguiente a un policía joven que montaba guardia cerca del parque.
—Aaahhh… le toca a uno darse mañas —respondió con una sonrisa.
Pero hasta ciertas mañas son difíciles en Toribío. La guerrilla les prohibió a las mujeres del pueblo tener cualquier trato con los uniformados. Cuentan que hace varios años, guerrilleros de civil sacaron de un bailadero a una joven indígena que se había ennoviado con un policía. Nadie la volvió a ver.
Por eso, durante el día, las mujeres parecen imperturbables ante el coqueteo disimulado de los policías que custodian las esquinas y trincheras.
—Psss… psss…
—Oye…
Las mujeres ni los miran. Pero de noche, en una de las calles que desembocan en el cuartel se ven, junto a las paredes semidestruidas, las siluetas de dos jovencitas hablando con los policías. “Aquí las peladitas se derriten por los uniformes”, dice Mary Martínez.
Lina Beatriz Betancurt, la extrovertida coordinadora del hospital local, dice que aunque no hay estadísticas, sí se presentan casos de jovencitas embarazadas por policías y militares.
Lina Beatriz Betancurt es de Manizales. “Hice el rural en Jambaló (otro municipio montañoso, a media hora de Toribío) hace diez años y después me vine a trabajar acá”. No ha pensado en irse, a pesar de que al hospital que ella coordina le toca atender a todos los heridos que deja la guerra en Toribío, y de que sus subalternos sacan a policías y militares heridos hasta los helicópteros de rescate, en medio del fuego.
La funcionaria admira dos cosas de los toribianos: la alegría y la resistencia ante la adversidad. “Al otro día de los ataques, usted los ve recogiendo escombros, arreglando sus casas y a los ocho días están bailando… ¡porque aquí la gente es muy fiestera!”.
Los aficionados a la rumba en Toribío aseguran que el primer negocio en abrir sus puertas después de la chiva bomba fue un bailadero llamado Discotk Manolo. Es el rumbeadero tradicional de los indígenas que bajan de las veredas. Algunos dicen que tiene más de 40 años. Fuimos a visitarlo, pero solo abre los fines de semana. En la fachada y el techo aún se ven las huellas de la onda expansiva.
“Lo reconstruyeron y al mes ya estaba funcionando”, dice Mary Martínez, quien a pesar de que perdió su casa con la explosión, se dio modos de celebrar en Manolo la fiesta de 15 años de su hija Kimberly. Los invitados azotaron baldosa hasta las siete de la mañana.
Lina Beatriz Betancurt, quien es clienta de Manolo “cuando no hay tanto tiroteo”, lo describe como un salón en penumbra, con mesas y taburetes de madera, pista en baldosa y una bola de espejos en el techo. Se oye salsa, vallenato y mucha tecnocumbia.
—El lugar es muy tranquilo —dice—. A veces el botellazo entre borrachos, ¡lo normal…!
Para los toribianos, vivir en medio del conflicto es tan normal que su alcalde tiene planes para promover el turismo en ese territorio. Incluso, el portal web del municipio tiene un capítulo dedicado a este tema: “Los Resguardos Indígenas Nasa de Toribío y su Guardia Indígena abren las puertas en su territorio para todos los visitantes…”. Y recomienda llevar, entre otras cosas, repelente de insectos y bloqueador solar... “y una buena cámara fotográfica o de video para que lleven sus recuerdos”.
El alcalde, Ezequiel Vitonás, tiene entre sus planes más de diez proyectos turísticos, que van desde platos típicos (sancocho de zarigüeya y cusumbo, a los que les atribuyen poderes afrodisíacos), hasta la construcción de un teleférico hasta El Palo y la creación de una flota de transporte indígena.
Los proyectos de Vitonás incluyen la domesticación de animales como el conejo de monte y el venado, la construcción de posadas, la consulta con tewalas (médicos y guías espirituales), visita a cementerios ancestrales y terapias para el estrés con hierbas medicinales.
—La gente de la ciudad, que vive tan estresada, puede venirse un fin de semana y sale como nuevo —dice Vitonás.
Para llevar a cabo estos planes, la Alcaldía tiene previsto capacitar, a partir de este año, a unos 200 jóvenes. Suena alucinante.
—Alcalde, ¿todo eso no es una locura?
Ezequiel Vitonás mira hacia las montañas y se queda pensativo por unos segundos.
—¿Y será que la guerra va a durar toda la vida? —pregunta.