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Escándalo en la justicia: ¿Hacia una nueva Constituyente?

El escándalo de la Corte Suprema deja en claro que se necesita una reforma de fondo a la Justicia. Pero no es evidente quién puede hacerla ni cómo llegar a un consenso sobre su contenido.

19 de agosto de 2017

Después del escándalo que destapó el fiscal Néstor Humberto Martínez sobre la Corte Suprema de Justicia queda claro que se necesita un cambio profundo. Las graves acusaciones originadas en grabaciones realizadas por la DEA en Estados Unidos afectan a tres expresidentes del Alto Tribunal -Leonidas Bustos, Francisco Ricaurte y Camilo Tarquino- y los señalan de haber recibido sumas millonarias por modificar fallos en favor de tres políticos que hoy son protagonistas de primer orden: Luis Alfredo Ramos, quien estaba a punto de lanzar su precandidatura presidencial en el Centro Democrático; el senador Hernán Andrade, presidente del Partido Conservador; y el senador Musa Besaile, uno de los mayores electores de La U que también ha sido mencionado en el caso de Odebrecht.

Más allá de cómo evolucionen los casos individuales de los involucrados en la justicia penal, el escándalo tiene proporciones institucionales enormes. Deja en duda al máximo tribunal de justicia y tiene repercusiones políticas que golpean a varios partidos y entidades. Desde hace tiempo han venido cayendo los índices de credibilidad de la Justicia –cuya crisis ya había llegado hasta la Corte Constitucional con el caso del magistrado Jorge Pretelt–, pero con el tsunami que se inició la semana pasada, y que probablemente seguirá creciendo en los próximos días, la situación tocó fondo. Una democracia no puede sobrevivir con una Justicia tan desprestigiada.

Pero si es evidente que se necesita una reforma, no es tan claro cómo hacerla. La mayoría de los ministros de los últimos 15 años –incluso durante los gobiernos de Álvaro Uribe cuando la cartera se fusionó con la del Interior– han hecho esfuerzos para modificar la estructura del sector. Entre ellos hubo intentos serios de conciliación con las Altas Cortes, en los que se empeñó Fernando Londoño, la fallida reforma que naufragó en la conciliación en el Congreso, ya en el gobierno de Juan Manuel Santos, y la última, aprobada en el Legislativo, que la Corte Constitucional declaró inexequible con el argumento de que sustituía a la Carta Política.

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El bloqueo tiene dos componentes. Uno tiene que ver con el contenido de lo que hay que modificar, sobre lo cual no es fácil llegar a un consenso porque hay intereses creados muy fuertes en las entidades que forman el complejo andamiaje de la Justicia. Y el otro es la forma de implementar la reforma: tantos intentos fallidos dejan el sabor de que los partidos, los tribunales, el Congreso y la Corte Constitucional no están dispuestos a hacer un cambio de verdad.

En lo que tiene que ver con la materia, el punto más importante es el mecanismo de elección de los magistrados de las Altas Cortes. La Constituyente de 1991 desmontó el viejo sistema de cooptación mediante el cual los propios magistrados de la Corte Suprema de Justicia escogían a quienes debían llenar las vacantes, con el fin de eliminar las roscas de los mismos con las mismas, democratizar el acceso y diversificar el origen de los togados. Y diseñó el complejo sistema vigente que tiene dos graves problemas: involucra a los magistrados en procesos políticos de elaboración de ternas y participación en decisiones electorales, y establece que magistrados y congresistas se juzgan mutuamente. Hoy casi nadie duda de que estas reglas de juego han alimentado el clientelismo y la politización en la cúpula de la Justicia. El remedio de los constituyentes en 1991 resultó peor que la enfermedad.

Otro punto que está haciendo agua tiene que ver con cuál instancia debe investigar a los magistrados: quiénes son sus jueces naturales. En la actualidad lo hace la Comisión de Acusación de la Cámara de Representantes, un órgano conocido por su ineficacia, su parálisis permanente y su carencia de voluntad política para investigar casos que afectan a procesados poderosos. Es muy poco probable que las denuncias contra Bustos, Ricaurte y Tarquino avancen en esas arenas movedizas. La última reforma –la que tumbó la Corte Suprema- establecía el famoso Tribunal de Aforados, una instancia judicial y especial que nunca llegó a nacer.

Y está el asunto de la administración de la rama. El Consejo Superior de la Judicatura –también criatura de la Constituyente del 91–, con el que se buscaba independencia y autonomía para el manejo de los recursos, hoy es considerado un ente demasiado grande y poco eficiente, que genera gastos innecesarios y tiene un poder desproporcionado que va mucho más allá de manejar el presupuesto.

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Si definir las modificaciones por hacer no es sencillo, menos aún lo es establecer el mecanismo para llevar a cabo una reforma. Las instituciones normales –partidos, Congreso, la propia Corte Constitucional– han demostrado tener problemas estructurales para hacer cambios que necesariamente implicarían perder –o quitarles a las cortes– funciones y atribuciones. Todo el mundo está dispuesto siempre a recibir más poder, pero no a perderlo. El Congreso quiere seguir participando en la elección de magistrados, igual que las Cortes, y conservar funciones de investigación judicial que perpetúan las prácticas de “yo te elijo, tú me eliges” o de “yo te juzgo, tú me juzgas”. En el ánimo colectivo existe la sensación de que el país está en una sinsalida.

Por eso aparece sobre la mesa la idea de convocar a una constituyente que se encargue de diseñar de nuevo el aparato institucional de la Justicia. Desde los sectores políticos plantean la idea con frecuencia, pero, por venir de ese origen, desata sospechas de que hay intereses ocultos detrás. Cuando el uribismo ha hablado de una constituyente para modernizar la justicia sus enemigos lo han fustigado por buscar un mecanismo para restablecer la reelección y permitir otro periodo de Uribe en la Presidencia. Ahora la senadora liberal Viviane Morales propone algo semejante y genera suspicacias de que busca un caballo de batalla para avanzar en su precandidatura presidencial.

Hay muchos argumentos contra una constituyente. No existe ninguna seguridad de que ese mecanismo garantice mejores decisiones que las que pueden tomar las instituciones normales. Lo que se quiere cambiar, de hecho, proviene de la Asamblea de 1991. Y en esa oportunidad la constituyente se autodeclaró omnímoda y, en lugar de hacer una reforma como se había anunciado, decidió redactar una nueva Carta Política. En medio de la polarización que afecta al país, y ante el ejemplo del abuso de Nicolás Maduro para consolidar un sistema autoritario mediante un mecanismo semejante, preocupa que la idea de una nueva constituyente se convierta en un salto al vacío. Al menos mientras se lleva a cabo la compleja campaña electoral de 2018, esta fórmula no va a encontrar un consenso fácil: se convertiría en un espacio para que cada candidato añada propuestas demagógicas sobre muchos temas que terminarían por deformar su naturaleza.

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La otra opción es una constituyente limitada a realizarse en un momento de mayor calma política si es que este llega después del proceso electoral. A diferencia de los años setenta y ochenta –cuando se hicieron propuestas parecidas–, en la actualidad algunas normas constitucionales la contemplan y la reglamentan. Hoy sería posible elegir un grupo limitado con agenda precisa y sin poderes para tratar asuntos no contemplados en su convocatoria. Y contaría con independencia frente a las instituciones –como el Congreso y las Cortes– que habría que modificar. Los académicos no descartan esta opción, solo que no se trata de una alternativa de corto plazo y la crítica situación hace deseables medidas inmediatas. En el país convulsionado de estos tiempos, un par de años parecen una eternidad.