Hay pueblos de La Guajira que huelen a gasolina. Porque en muchos de ellos, sobre todo en los del norte, hay más gasolina ilegal que agua. Es decir, circula más líquido para poner a funcionar un carro del que se necesita para mantener con vida a los niños. La combinación de esos dos problemas es una bomba de tiempo: ese departamento, que el país ha olvidado, está al borde del colapso.
Muchos no se han querido dar por enterados de que en La Guajira hay una crisis de desnutrición como la de Etiopía. “Solo que el mundo aún no la conoce”, dice una pediatra que viaja por todas partes lidiando con el hambre extrema. Dos niños, en promedio, mueren cada día.
El negocio de la gasolina, que comenzó hace más de diez años como una ayuda del presidente Hugo Chávez a los wayúu, se ha convertido en una gran multinacional del crimen. No solo puede mover entre 2,5 y 5 billones de pesos de utilidades al año, sino que ha devastado lo poco que quedaba de instituciones. Gracias a ella algunos clanes y bandas armadas se tomaron esa inhóspita región. El contrabando de cigarrillos y licores, que ha sido escuela de criminales, como Pablo Escobar, parece un juego de niños al lado de la gasolina ilegal.
La política, por su parte, se contaminó. La última contienda electoral, para la gobernación en mayo, por el calibre de las acusaciones que se lanzaron unos a otros, parecía más una disputa entre bandas que entre partidos políticos.
Y la autoridad parece estar pintada en la pared.
Todo lo anterior no se compadece con los guajiros que siguen luchando por sacar adelante su tierra. SEMANA estuvo en la región para contar lo que allí ocurre. ¿En qué terminará esta tragedia? ¿Cuál es la solución? ¿Se puede dar el país el lujo de seguir permitiendo que crezca un fenómeno así en una zona además tan estratégica?