ANIVERSARIO

Galán, 25 años después

Luis Carlos Galán dijo alguna vez que quería vivir hasta los 90 años. Hoy tendría 70. Pero cuando lo dijo sabía que nunca llegaría.

Alejandro Santos Rubino
16 de agosto de 2014

Luis Carlos Galán dijo alguna vez que quería vivir hasta los 90 años.  Hoy tendría 70. Pero cuando lo dijo sabía que nunca llegaría. No siendo quien era. Y no me refiero a las virtudes del hombre, que quizás estaría acompañándonos hoy, sino al símbolo que había logrado inspirar a un país con la ilusión de un cambio.

Porque Galán ya no era Galán. Era el impulso vital de una generación, la voz de la provincia, la conquista de millones de mujeres, el ímpetu de los jóvenes, la esperanza de la clase media y la reivindicación de muchos campesinos. Cuando Galán subía a la tarima y empuñaba el micrófono ya no era solo su vibrado, su fuerza interior o la convicción de sus ideas que lo hacían un líder, era el torrente de todo un país que cogía cuerpo en su humanidad y que tenía el indeclinable propósito de hacer un cambio después de décadas de frustraciones.

Pero la Colombia de finales de los ochenta no estaba preparada para un liderazgo tan transformador y simbólico. En unos años de miedo y de plomo, del terror narcoterrorista que desafió al Estado, de la cultura traqueta del dinero fácil, de la permisividad de la sociedad,  y de una institucionalidad muy frágil, Galán también generaba miedo. Miedo en la mafia, miedo en la política, miedo en sectores del establecimiento y miedo en que se sacudiera el statu quo. Por eso, aunque era su sueño, él siempre supo que no llegaría a los 90. Ni siquiera a los 50.

Las palabras que pronunció pocas semanas antes de su magnicidio, ya eran premonitorias sobre su propio destino: “A los hombres se les puede eliminar, pero a las ideas no. Y, al contrario cuando se elimina a veces a los hombres se robustecen las ideas”.  La pregunta que tenemos que hacernos los colombianos hoy, 25 años después de su muerte, es si su lucha, su símbolo, y sus ideas se robustecieron. La lucha, no tanto contra el narcotráfico, sino contra el crimen organizado y el poder corruptor de unas mafias que lograron en un momento dado poner al Estado contra la pared.  La vigencia de su símbolo, como una conciencia ética de la sociedad para trazar una raya de lo que no estamos dispuestos a tolerar. Pero sobre todo, cómo un referente ético desde el Estado para enfrentar la corrupción, el clientelismo y la politiquería. Y la vigencia de sus ideas. Las de un liberal que buscaba un estado moderno y eficaz, un país de más regiones, una economía más próspera y una sociedad más justa. Y que en medio del conflicto creía en la negociación política para lograr la paz.

Galán no era un mesías, era un demócrata. No buscaba seducir la opinión para llegar al poder sino que buscaba que el pueblo tomara conciencia de los flagelos y amenazas que se cernían sobre la democracia para enfrentarlas desde el poder. Claro, Galán es un mártir. Y como todo mártir tiene un halo de invencibilidad y perfección. El ser humano estaba lleno de imperfecciones, como todos. Y nunca sabremos cómo lo hubiera juzgado la historia si hubiera llegado a la Presidencia. Lo cierto es que su liderazgo dejó estampada en el imaginario de una generación la defensa de los valores democráticos, el valor de la política como poder transformador de la sociedad pero, sobre todo el carácter y valentía para entender que las ideas están por encima de la vida.

Su muerte precipitó el nacimiento de otro país, del país que se gestó con la Constitución del 91, la apertura económica, la nueva arquitectura institucional y los liderazgos emanados de ese nuevo pacto social. Han pasado 25 años y me atrevería a decir que a pesar de los problemas que padecemos, tenemos hoy un mejor país. Mucho más desde las conquistas sociales (en salud, en educación, derechos humanos, equidad de género, etcétera), que desde los logros institucionales.

 Es sobrecogedor constatar cómo después de ese fatídico 18 de agosto de 1989 siguió el escándalo del Proceso 8.000, la sangrienta arremetida de la guerrilla, las masacres de los paramilitares, los secuestros masivos de las Farc, la página oscura de la parapolítica, los carteles de la contratación, y dejan serios interrogantes de lo que hemos construido desde lo público para fortalecer nuestra democracia. Ver  cómo la política se ha privatizado y judicializado a tal punto que hoy el Estado colombiano se encuentra en una especie de parálisis que dificulta su modernización. Ni la tecnocracia, ni la voluntad política de los gobiernos, ni el carácter de los presidentes de turno, han logrado organizar la torre de babel en que se ha convertido nuestra democracia y que dificulta tener un país más civilista, más equitativo y más competitivo.

Esto debe suscitarnos una profunda reflexión sobre el tipo de liderazgo que hemos tenido y la manera como se ha estructurado el Estado. 

La ‘generación Galán’, la de la séptima papeleta, está empezando a asumir el poder político, en el Congreso, en el gobierno y en las cortes ya se ven las figuras que hace 25 años salieron de las universidades a marchar por la desaparición de su líder. Inclusive, dos de sus hijos son hoy destacados congresistas y líderes políticos. Y si hubiera un gran desafío para esa generación sería el asumir la responsabilidad histórica de demostrarle a los colombianos que nuestros grandes líderes, Galán y tantos otros, no fueran asesinados en vano.