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Guerrilleros rasos se atreven a pintar la vida lejos de la guerra

A horas de que se cumpla este martes el plazo para el tránsito definitivo a las zonas veredales, Semana.com acompañó a un grupo hombres y mujeres del frente Franco Benavides de las FARC, en el Cauca. Muchos sin estudios, hablaron de los temores de la vida que se avecina.

José Guarnizo y Carlos Julio Martínez*
29 de enero de 2017
Darwin Guevara, 19 años. Cuadro: Rosas silvestres. Acrílico sobre lienzo. | Foto: Carlos Julio Martínez

Si Darwin Guevara no hubiera entrado a la guerrilla a los 15 años, a lo mejor hoy sería un estudiante de historia. Eso le gusta pensar a veces durante las tediosas horas de guardia que presta en un campamento temporal del frente Franco Benavides de las FARC, que se esconde bajo las copas altas de los árboles de una montaña de la vereda La Elvira, del corregimiento El Ceral, en Buenos Aires, Cauca.

Hace años, cuando terminaban los jornales del campo, su madre, Carlina Chávez, que en paz descanse, reunía a todos los hermanos de Darwin y se sentaba a leerles un libro que había conseguido en una escuela de Toribío. Uno en el que relataban, de manera más o menos comprimida, la evolución del ser humano desde la Edad de piedra hasta los tiempos modernos.

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Carlina no tenía mucha idea de historia, pero sembró esa semilla que a este joven -hoy de 19 años- le ha comenzado a revolotear en la cabeza, más ahora cuando se avecina un regreso a eso que llaman la vida civil. Pero nadie garantiza que Darwin hubiese llegado a la universidad de no haberse enrolado en las FARC un día que salió del colegio y sintió rabia de ver que un soldado le daba culatazos a unos vecinos indígenas. Darwin entró a la guerra lleno de rabia.

Andrés Micolta, 27 años. Cuadro: Los colores de la montaña. Acrílico sobre lienzo.

Tal vez se habría quedado en la finca, como todos, voleando azadón, dice, mientras se baja de la espalda un fusil R-15 de caballería, para luego sacar de una bolsa plástica un cuadro en acrílico sobre lienzo que pintó hace pocos días con la ayuda de una profesora que visitó el campamento. La idea era tomar los pinceles por primera vez en la vida y, con algunas recomendaciones de teoría, plasmar lo más parecido a un sueño.

Pero ya no vale mucho la pena pensar en lo que no estudió. Más vale preocuparse por lo que viene: aterrizar en una sociedad que no se sabe qué tanto esté dispuesta a aceptar a Darwin y su pasado de niño cargando armas, su no haber hecho sino hasta segundo de bachillerato, su persistencia en creer que hizo lo correcto al irse para las FARC, su idea de ser algún día un historiador. No sabe si se lo perdonen.

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Ahora cuando los guerrilleros de las FARC finalizan el tránsito hacia 22 zonas veredales de todo el país, unas más adelantadas que otras en cuanto a la construcción, se comienzan a ver los otros estragos que dejó el conflicto: el tiempo que se fue. Más de 6.000 guerrilleros se internaron durante décadas en la selva mientras la vida afuera continuaba, evolucionaba. El no haber estudiado es para la mayoría de los combatientes rasos –se desconoce cuántos no saben leer ni escribir- la pared con la que se van estrellar.

Pero la incertidumbre por lo que será el tránsito a una vida sin armas se siente incluso dentro de algunos comandantes. Puede ser el caso de ‘Rolando’. A los 53 años –lleva más de 30 en las filas de las FARC- dice que ojalá las zonas veredales sean un lugar definitivo para vivir. La guerra consumió su vida y comenzar de cero, a estas alturas, sólo sería posible para él en un proyecto dentro de la guerrilla como partido político. “A dónde me voy a ir, si yo no tengo casa. Y qué van a hacer los muchachos que no tienen una familia. La única opción es quedarnos aquí”, dice, parado frente a un potrero de ocho hectáreas en el que se levantarán los alojamientos.

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Sin embargo, como el mismo nombre lo indica, las Zonas Veredales Transitorias de Normalización serán espacios de vivienda con límite en el tiempo. Se trata del lugar en el que se llevará a cabo el proceso de dejación de armas con verificación internacional. Es poner en marcha un aparato logístico que ha requerido que los ingenieros militares adecuen 160 kilómetros de vías cercanas a los territorios designados, muchos de ellos situados en zonas de topografía intrincada, donde el Estado está llegando incluso casi que por primera vez.

En cualquier caso, lo que se vaticina es que la mayoría de los guerrilleros rasos que serán indultados no irán a parar a las ciudades. Las FARC, aunque parezca obvio decirlo, es una guerrilla de origen campesino. Y los arraigos familiares de los combatientes, así como su idiosincrasia y su modo de habitar este mundo, están atados a la ruralidad, justamente allí donde el país se atrasó. El panorama que les espera a los futuros desmovilizados no es un paraíso de miel y rosas. No más en El Roble, el caserío más cercano a donde se está instalando la zona veredal del frente Franco Benavides, los campesinos sufren por la falta de vías de acceso para sacar productos hasta el corregimiento El Ceral y luego hacia Buenos Aires. En el Cauca la mitad de la población es pobre. Y más del 24 % está debajo de la línea de extrema pobreza, según el DANE.

El municipio de Buenos Aires está situado en una región en la que colindan el norte de Cauca y el sur del Valle. Desde el siglo XVII las tierras han estado ocupadas por diferentes etnias indígenas y afros que nunca han hecho nada distinto a labrar la tierra. Por donde se mire hay montaña, sierra y cordillera. El pico más alto de Buenos Aires está a 2.085 metros sobre el nivel del mar. Esta es una zona a la que no se ha asomado la modernidad ni en lloviznita. Ese abandono, esa lejura, fue propicia para que entrara el conflicto. Y la hoja de coca.

Es casi imposible que alguno de los miembros de la caravana del presidente de Francia François Hollande que visitaron la zona veredal de Caldono, hace una semana, se haya percatado de los cultivos de coca que tupen las montañas como si fueran jardines verdes que están ahí solo para avergonzar o increpar al que los mira. En el 2015 y el 2016, Cauca era el cuarto departamento con más coca sembrada en el país con más de 9.000 hectáreas, según el monitoreo de cultivos ilícitos que cada año reporta la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (Unodc). Argelia y El Tambo (este último es el quinto municipio con mayor área de coca en Colombia) es un núcleo montañoso atestado de esa hoja que se extiende alrededor del río San Juan de Micay y que llega hasta los corregimientos de El Plateado y el Sinaí.

Y por El Roble es normal ver pasar las mulitas con de a dos arrobas de coca listas para salir a ser ofrecidas. “El que consigue una tierra y cultiva coca ha sido siempre por aquí el berraco. Porque es de lo único que se puede vivir. De nada ha valido sembrar café o caña porque lo que pagan no da para comer”, dice una mujer del caserío. Pero ni los raspachines, a quienes les pagan 35.000 pesos por arroba de coca recolectada, ni los que ponen la tierra para sembrar se volvieron ricos en los años que ha durado el conflicto. La escasez en el caserío sale al paso convertida en casas de tablas, perros hambrientos y aquella sopa de maíz que sirven al almuerzo.

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Pero además la coca no ha traído sino problemas. En el alto del Naya, a siete horas de camino de El Roble, allí donde los paramilitares mataron en el 2001 a 24 campesinos, era frecuente el sonido de los disparos de montaña a montaña. “Y si uno se metía al cultivo pasaban los helicópteros rafagueando”, prosigue la mujer. La violencia venía de cualquier flanco. “Los bombardeos del Ejército aquí hicieron mucho daño, y los cilindros de las FARC también”, dice ‘Rolando’.

El proceso de paz ha traído sosiego, pero también la incertidumbre de qué va a pasar con la sustitución de cultivos y, como lo dice el punto 4 de los acuerdos firmados en La Habana, si estos vendrán amarrados con proyectos productivos que hagan que lo que se siembre, sea café, caña, maíz o quinua, les pueda permitir a los campesinos subsistir.

Juveny Izquierdo tiene 45 años. Es guerrillera hace 31. Y al igual que Darwin también se le midió a tomar clases de pintura sólo por hacer el ejercicio de ver qué le dictaban sus sueños. El principal problema que tendrá que afrontar esta mujer que camina con dificultad por un dolor de cadera es tomar un tratamiento para la osteoporosis. Son secuelas de las torturas a las que fue sometida un día de 1993 cuando fue capturada en Cajamarca, Tolima. Asegura que la violaron y la golpearon en la cabeza hasta dejarla inconsciente. De la clínica pasó a una cárcel. Y luego a otra y otra. Así durante 15 años.

Juveny Izquierdo, 45 años. Cuadro: Vacaciones. Acrílico sobre lienzo.

Las dolencias en su cuerpo nunca terminaron de irse del todo. Cuando le dieron la libertad, lo primero que hizo fue volver a buscar a sus compañeros de las FARC. Pero muchos de ellos ya estaban muertos. En la cárcel hizo hasta séptimo de bachillerato y descubrió que quería estudiar derecho sólo para defender a las inocentes que allá conoció.

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El cuadro que pintó, una imagen en la que se ve una playa y el agua agitada que golpea una orilla, se llama Vacaciones. Sí, eso quisiera Juveny, algún día darse unos días de descanso en el mar, con los compañeros que sobrevivieron con ella. “Y todos felices, tranquilos, sin tener que escondernos”, dice. En ninguno de los cuadros que pintaron los guerrilleros se asoma la guerra como tema. En los bastidores no hay sangre, no hay muertos. Sólo agua, montañas, peñascos. La pintura de Darwin se llama Rosas silvestres. Es la representación de unas flores que alguna vez conoció en uno de los eternos patrullajes que le ampollaron los pies, cuando apenas comenzaba en las FARC y todavía pensaba en las historias de ese libro que Carlina le leía por las tardes. 

*Periodista de Semana.com y reportero gráfico de la revista SEMANA.