ANÁLISIS

¿Habrá acuerdo de paz para este año?

Con su mandato renovado, Santos intentará pisar el acelerador en materia de paz. ¿Cómo responderán las FARC? ¿Y los elenos?

Álvaro Sierra, editor jefe de SEMANA
15 de junio de 2014
El anuncio, pocos días antes de las elecciones, de que se está conversando con el Eln, la segunda guerrilla del país, para llegar a una agenda de negociación terminó ayudando al presidente candidato para reelegirse.

El confortable triunfo electoral de Juan Manuel Santos es, obviamente, el triunfo de la paz. El uribismo alcanzó a asustarlo seriamente. Pero entre la primera y la segunda ronda casi 4,5 millones de votos se sumaron para salvar lo que el presidente-candidato presentó como su principal bandera: los procesos con las FARC y el ELN. Ahora, ya reelegido, le resta nada menos que concretarlos. En un país, como se demostró, profundamente dividido en materia de paz, guerra y negociación.

En la recta final de esta elección de infarto, Santos se jugó los restos. Logró un trascendental acuerdo sobre víctimas con las FARC y, cuatro días antes de la votación, anunció que estaba en conversaciones preliminares (lo que técnicamente se conoce como ‘fase exploratoria’) también con el ELN. Se ganó, además, el apoyo al proceso de paz del grueso del empresariado y una inusual declaración de respaldo de Luis Carlos Sarmiento, el banquero dueño de El Tiempo. Y esa apuesta dio resultado.

Entre el miedo a Álvaro Uribe -un fantasma que ronda la política colombiana contemporánea con tanta fuerza como la aversión a las FARC- y la esperanza de que, pese a su lánguida popularidad como gobernante, Santos es el único capaz de concretar el fin de esta guerra de medio siglo, un presidente que se ha demostrado flojo ejecutor e incapaz de conectar con el pueblo, logró ganar una de las elecciones más reñidas desde el fin del Frente Nacional.

Ahora, su tarea será la paz. Es decir, llevar las conversaciones de La Habana y las que se hagan inicialmente en Ecuador, Brasil u otro país con el ELN a que esas dos guerrillas acepten desmovilizarse y desarmarse. Pero su gran desafío es que, aunque la paz ganó, lo hizo por estrecho margen. El proceso dio para la reelección pero está lejos de concitar un apoyo contundente y hay demasiadas dudas y desconfianzas entre demasiados colombianos.

Por eso, la primera pregunta es qué hará el presidente con esta victoria en el bolsillo. El acuerdo con las FARC está tan avanzado y su implementación será tan compleja que un nuevo gabinete debería conformarse para preparar su aplicación. Lo que se viene son cambios de fondo (cambios que, incluso, habría que hacer aun sin acuerdo con las guerrillas) en la política agraria y el mundo rural, en la forma de hacer política y en la política frente a las drogas ilícitas, para no hablar del impulso redoblado que deberá tomar la atención a las víctimas.

Para sacar adelante esos desafíos se necesita un apoyo lo más amplio posible. ¿Cuál es el gabinete para ‘echarse al hombro’ tales cambios y sacarlos adelante en las regiones y territorios, que es donde muchas de estas transformaciones deberán hacerse? ¿Hará falta un ministerio de víctimas o de posconflicto? Como están las cosas hoy, se ve muy cuesta arriba que la mayoría de la población ratifique los acuerdos en algún tipo de referendo, como está previsto. ¿Cómo puede en el próximo año el proceso ganar la confianza que no ha logrado en estos dos años? Esas son grandes preguntas que deberá responder el Presidente.

Una tentación obvia es acelerar el paso en La Habana y en Ecuador o Brasil con el ELN. El proceso con las FARC ha cumplido 18 meses. El punto de víctimas, el cuarto de los seis de la agenda, y el último antes de empezar a discutir cómo esa guerrilla se desmoviliza y cómo se implementan los acuerdos, está por arrancar, el próximo 23 de junio. El presidente, que había puesto noviembre de 2013 como último plazo, probablemente va a querer sacar el acuerdo antes de que finalice este año o a comienzos del entrante.

Las FARC, en su lenguaje, han ratificado últimamente que fueron a Cuba a firmar. Márquez dijo hace poco que, sin abandonar sus reivindicaciones históricas ni la pelea por una Constituyente, ven la posibilidad de un acuerdo final “en términos de los mínimos requeridos para abrirle nuevas posibilidades al ejercicio de la política en nuestro país y para avanzar hacia su democratización real”. Y ‘Timochenko’ declaró la Mesa de La Habana como un espacio “donde estamos ganando en confianza, donde estamos tratando de conciliar posiciones y de buscar el camino intermedio acertado”.

Un acuerdo final es, pues, posible. Ahora, sin embargo, pasada la elección, nuevos factores entran a jugar un papel de peso.

El primero es que el ritmo de las partes no necesariamente es el mismo. Las FARC han dicho en todos los tonos que esperan llegar a un acuerdo digno, no a una rendición. Un exceso de ‘afán’ o de presión de parte del gobierno, en lugar de acortar el chico, podría alargarlo.

El segundo es que, a partir del anuncio del pasado 10 de junio de que se está conversando también con el ELN para llegar a una agenda común y abrir un proceso paralelo, lo que se haga o deje de hacerse, lo que se incluya en esa agenda y lo que se acuerde con la segunda guerrilla del país también será una parte clave de la discusión con la otra en Cuba. Ambas negociaciones son distintas, pero están relacionadas y le plantean complejos problemas tácticos al gobierno.

Probablemente, ambas guerrillas van a coordinar su actuación. Puntos como el tema minero-energético o la participación de la sociedad civil, que no quedaron en la agenda con las FARC, pueden volverse centrales con los elenos y demorar la negociación con las FARC. La discusión con aquellos está año y medio por detrás de la que se ha ya adelantado con estas. Todo lo cual plantea tensiones y complejidades tácticas que habrá que atender sobre la marcha.

El tercer factor lo mencionó la revista británica The Economist en un editorial en el que dio su apoyo a Santos, y es, probablemente, el más importante. “Esta campaña –decía– ha servido para recordarle de la profundidad de las sospechas de los colombianos frente a las FARC: pase lo que pase, no tendrá un mandato para hablar de paz a cualquier costo”.

Aunque ganó, el presidente reelecto recibe un país profundamente dividido. Y un proceso con poco prestigio, apoyado por una leve mayoría y con inmensas prevenciones entre la gente, que no quiere ver a las FARC en la política sino en la cárcel. Reflejo de esto es un Congreso, que a diferencia de la aplanadora de la Unidad Nacional en el primer periodo, tendrá una oposición uribista radical cuyos 20 senadores pueden ser una minoría pero tendrán un peso importante en la discusión de las condiciones en las cuales Colombia acepte recibir a las FARC de vuelta a la vida civil.

Santos no tiene, pues, carta blanca para negociar con las FARC. Las líneas rojas que su propio gobierno se trazó al emprender este camino han sido reforzadas y, si se quiere, reducidas por el resultado electoral. Ahora tendrá que contar con una oposición dura frente a toda generosidad con las FARC, la cual, como lo demostró en las elecciones, puede cobrar políticamente muy caro cualquier desliz.

La paz ganó las elecciones. Pero el reelegido presidente no tiene un cheque en blanco para acabar de negociarla.