EN PLATA BLANCA
"Hicimos de todo para construir el MamBo"
Gloria Zea habla de los 50 años del Museo de Arte Moderno de Bogotá, de las dificultades que enfrentó para sacar al país del marasmo cultural.
MARÍA JIMENA DUZÁN: ¿Cómo comenzó esta historia que hoy ya tiene 50 años de vida?
GLORIA ZEA: Todo comienza el día que Marta Traba me entrega una cajita con los catálogos de las ochenta obras que ella tenía colgadas en el Museo Nacional y con la personería jurídica del Museo. Yo había conocido a Marta antes de casarme con Fernando Botero, porque había sido mi profesora en los Andes y era mi ídolo. Ella tenía un programa en la televisión de preguntas y respuestas, además de los de crítica de arte, y no entendí jamás por qué razón me puso a hacer el programa con ella, siendo yo una joven de 18 años. Lo más divertido es que Marta, que era una mujer muy segura, se moría de susto ante una cámara y tenía siempre una botellita de aguardiente debajo del escritorio. Luego dejamos de vernos porque me fui a vivir a Nueva York durante diez años y allá manejé la fundación de la Universidad de los Andes, me casé con Andrés Uribe e ingresé al Consejo Internacional del Museo de Arte de Nueva York. Cuando regresé de nuevo a vivir a Colombia me llamó Marta Traba y me invitó a almorzar en el Hotel Continental, que era el único restaurante que había en Bogotá. Y de un sopetón me dijo: “Tú eres la nueva directora del Museo de Arte Moderno”. “¿De qué?”, le dije yo. Ella me informó que se iba al otro día del país porque se acababa de casar con Ángel Rama, que era un crítico y escritor uruguayo, y que se iban a vivir fuera de Colombia, y así sucedió. Ella se fue y yo me quedé con la cajita.
G.Z.: Sí, claro, pero no sabía qué hacer con ellas. Como al mes me llamaron a decirme que los estudiantes de la universidad habían destruido las vidrieras del edificio y que las obras estaban a la intemperie y que corrían el riesgo de perderse. Eran como las seis de la tarde. Andrés Uribe, mi marido, y su hijo, Andrés Uribe Crane, que era mayor que yo, porque Andrés me llevaba 33 años, alquilamos un realtax, que era una camioneta taxi que alquilaban en la Plaza de Bolívar, y nos fuimos. Cuando llegamos, logramos entrar y por encima del muro Andrés y yo le botamos los cuadros a su hijo, que estaba en la camioneta, y así los salvamos.
G.Z.: Pues en medio de mi confusión por la ida de Marta supe que en el edificio nuevo de Bavaria la primera planta estaba desocupada. Yo dije “ese es mi espacio”. Le pedí una cita a Carlos J. Echavarría, quien era un gran industrial, pero que no sabía de arte. Yo digo que siempre ando con mi ángel de la guarda económico, porque a la entrada me encontré con Bernardo Hoyos, que era el jefe de relaciones públicas de Bavaria, y le conté que quería que Bavaria me diera gratis durante un año sus locales porque iba a poner un Museo de Arte Moderno. Bernardo fue a donde Carlos J. y lo debió convencer porque cuando entré me dijo que sí. Para esa primera exposición decidí traer la de Calder del Museo de Arte de Nueva York.
G.Z.: Mire, cuando yo regresé a Colombia después de vivir tantos años en Nueva York, encontré que la gran discusión en el país sobre el arte era entre don Agustín Nieto Caballero, el gran educador de Colombia, y Marta Traba. Y don Agustín sostenía que Picasso era un farsante y que cualquier niño podía hacer lo que él hacía. ¡Estamos hablando de 1969 y Picasso pintó Las señoritas de Avignon en 1905!... es decir, el atraso del país en materia de cultura del arte era inaudito. Por eso cuando decidí hacer la exposición de Calder creía que era importante traer un pintor más conocido y fui a donde el curador del MOMA de pintura y escultura, y le dije: “Necesito que me prestes un Picasso”. Y este loco me contestó: “Claro, Gloria, ve y escoges el que quieras”. Yo, de pura decencia, no escogí el cuadro de Las señoritas de Avignon sino el de Las tres mujeres en la fuente, que es un cuadro gigantesco.
G.Z.: Sí, lo era. Luego hice lo mismo con el director del Guggenheim. Le pedí que me prestara el Chagall La novia volando y me lo prestó. Entonces, donde hoy en día está Oma puse la exposición de Calder y donde hoy es la galería Cano puse el Picasso y Chagall, y no volví a dormir ante semejante responsabilidad. Luego hice la exposición de Andrés de Santamaría. Recuerdo que Eduardo Serrano escribió un artículo insultándome, diciéndome que yo era una señora de sociedad y no tenía nada que ver en el mundo del arte. A los pocos días me lo encontré en un coctel y le dije: “Mire, Serrano, usted y yo estamos aquí para quedarnos. En lugar de seguir peleando, venga y trabaje conmigo”. Y así fue. Creo que él fue el primer curador que hubo en Colombia, porque esa figura no existía. La gente le preguntaba que él qué curaba y que si era un sanador. Duramos trabajando 20 años hasta que, como ocurre con los matrimonios, nos separamos, pero en muy buenos términos. Cada semana nos vemos y nos actualizamos.
G.Z.: Esa época fue gloriosa porque ella contribuyó enormemente a la formación de los jóvenes artistas. Luego, como ella pelea con todo el mundo, no la volví a ver. Hasta el día de hoy no sé por qué peleó conmigo. De todas formas es una gracia que después de tanto años ella y Doris Salcedo sean las únicas personas del mundo del arte en Colombia que no me hablan. Todos los demás son mis amigos y hemos compartido la vida.
G.Z.: 2.000 millones al año. La Nación me da 500 millones y la Alcaldía me da 300 y todo lo demás lo tengo que conseguir yo. No creo que sea mucho un aporte de 250.000 dólares a una institución de esta envergadura, que ha hecho 800 exposiciones a lo largo de sus 50 años de vida.
G.Z.: ¡Para nada! La admiración que yo siento por lo que hizo Fernando Botero es total. Esa colección que donó a Bogotá la empezó a planear muchos años antes y cada obra la consiguió con ese objetivo. La prueba es que él no tenía colgados esos cuadros, sino que los tenía en un depósito. Cuando ya la colección estaba lista, él le consultó a nuestros hijos, que son sus herederos, y ellos le dijeron: “Claro, papá, haz la donación”. Esa decisión siempre se la agradecí. Habrían podido quedarse con alguna obra, decirle al papá que les dejara un ‘picassito’, pero no se quedaron con ninguna. Y en cuanto a su pregunta, pues en realidad hace mucho Fernando y yo decidimos que cada uno seguía su carrera. Pero sí le digo una cosa: después de esa donación tan maravillosa de Fernando sigue nuestra colección, que es alucinante porque ahí están todos los artistas del país.
G.Z.: Fernando es el hombre más feliz y realizado del mundo, y en el fondo le doy gracias a Ernesto Samper. Que no esté metido en política y que haya hecho una vida lejos de ese mundo es lo mejor que le ha pasado. Mi hijo me enseñó una frase que yo me la repito como un mantra: “El rencor es un veneno que se toma uno esperando que se muera el otro”.