Nación
Jericó, el pueblo donde ronda el fantasma de un título minero
En el suroeste antioqueño se vive una tensión sin precedentes por cuenta de un título minero entregado hace doce años a la multinacional AngloGold Ashanti. Algunos en esta región -de una fuerte vocación agrícola- se rehúsan entregarse a la minería.
¿Dónde empieza una tradición, una cultura, una forma de ser? Esta puede ser una respuesta: el suroeste antioqueño. Aquí empezó todo: las arepas, el quesito, el aguardiente, el catolicismo, el honrarás a padre y madre, harás el negocio de tu vida, mantendrás la modestia porque es mejor la tierra y sus animales y sus matas que la ropa y el qué dirán; aquí nació una forma de ser arriero, de llevar el sombrero, de comer frisoles cada noche. ¿Dónde empieza una tradición, una cultura, una forma de ser, de ser montañero? Aquí nació una de esas formas de ser paisa, lo que algunos quieren preservar a toda costa en otras partes: la cultura.
Después de salir de Medellín se sube a Fredonia y en el descenso se ve el río Cauca como una gran lombriz revuelta en tierra y quieta, durmiendo el sueño plácido en medio del valle que es el límite entre Antioquia y Caldas, donde están los farallones —Paz y Galeras—, el cerro Tusa que parece una pirámide levemente inclinada y hecha con las manos, y la montaña —la montaña— La Mama, sin tilde, como le decían los viejos a sus hijos: “Dígale a su mama” . Todo eso es el suroeste. En los bordes de la montaña está la vereda La Oculta, famosa por la novela de Héctor Abad Faciolince y que tiene un lago donde se ahogaron varios, entre ellos el poeta nadaísta Amilcar Osorio después de una fiesta bien fumada. Detrás de La Mama está Jericó.
Población de Palermo y atrás el río Cauca. Foto: Pablo Andrés Monsalve / SEMANA
Jericó trae su nombre de la Biblia. De Jericó cayeron los muros. Este Jericó paisa también tiene su fama, el documental “Jericó, el infinito vuelo de los días” es la prueba de que un pueblo se puede mantener incólume, sólo a punta de tradición, de campesinos que cultivan la tierra, de la religiosidad más piadosa, del aguardiente más embriagador. Jericó fue hace muchos años la capital de Antioquia, su clima de verano, su cercanía al río Cauca y al viejo Caldas convertían al pueblo en una metrópoli del siglo XIX, después vino un leve olvido hasta que llegaron las épocas del turismo y luego, las épocas del oro, de la minería.
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En la oficina de su empresa de publicidad en el barrio El Poblado de Medellín, Gabriel Abad trataba de dárselas de prestidigitador. Llenó un pocillo hasta la mitad de café molido, el puro polvo café, y le agregó dos sobres pequeños de azúcar, mezcló todo con una cuchara y esparció todo en un pequeño montículo de café en el que brillaban algunas piedras de azúcar. “Díganme cómo hace uno para apartar el azúcar del café sin destruir la montaña”.
Gabriel Abad hablaba del proyecto Quebradona de la multinacional AngloGold Ashanti, que hasta el momento tiene licencia de exploración, y de aprobarse la licencia ambiental se haría explotación con técnica subterránea para el hallazgo de cobre —que hay—, cuyo material se encuentra a unos quinientos metros de profundidad. Según la misma empresa, “la actividad de exploración es similar a la usada en construcción de infraestructura como vías, aeropuertos, edificios; se limita a perforaciones de geología, geotecnia e hidrogeología con un diámetro máximo 8 pulgadas, hasta una profundidad de 1.200 metros”. Con esta técnica esperan estudiar la viabilidad del proyecto y analizar el estado de los minerales, que no están en veta sino dispersos entre tanta tierra refundida. Se vuelve a los que dice Abad en su oficina: “Díganme cómo”.
William Gaviria, Argiro Tobón, Gustavo Arboleda y Rodolfo Tobón, campesinos del suroeste antioqueño. Foto: Pablo Andrés Monsalve / SEMANA
Quebradona es la gran duda que desde hace años les cayó a los habitantes de Jericó, Támesis y Tarso —el suroeste—, quienes temen que las exploraciones mineras, que ya van en 110 perforaciones, acaben con el agua que los ha surtido desde siempre. Y el miedo crece porque el suroeste nunca ha sido una región con vocación minera, los campesinos han poblado estas tierras fértiles para sembrar café, cítricos y para extender el ganado que por años ha surtido la demanda del Valle de Aburra.
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Son neocampesinos. Los que estaban aquella mañana en la oficina de El Poblado son todos herederos de tierras —sus abuelos fueron dueños, sus padres, sus hermanos: llevan una herencia que quieren conservar, una cultura, una forma de ser—, son neocampesinos: ya llevan años haciéndose profesionales y quieren volver al origen, a labrar la tierra para recogerse. Ellos han formado la Mesa Técnica, un colectivo que desde octubre del año pasado quiere hacerle frente al poder minero y hasta el momento son ciento diez finqueros y esperan en poco tiempo ser más de mil: los hay neocampesinos y también campesinos de verdad, que saben coger el machete sin fingimientos para darle golpes a la madera, que conocen los tiempos de la luna y los brotes de agua de La Mama, que en las últimas semanas —dicen— se han multiplicado y para eso no tienen una explicación.
Verónica Vargas tiene una finca en Támesis y trabajó hasta hace muy poco en Bogotá como bióloga en proyectos de desarrollo social con componentes ambientales, así que cuando volvió al suroeste con la idea de trabajar en las tierras de la familia, en reforestar, en cambiar los sistemas de agricultura tradicional a silvopastoriles más sostenibles, en hacer cambios —porque los neocampesinos no quieren mantener la tradición total sino mejorarla— y la buscaron de Quebradona y le dijeron que era una mina, sabía de qué iba el tema. “Ellos querían hacer unas muestras de suelo y vinieron a pedirme permiso para hacerlo en mi finca, a mí me tomó por sorpresa y les dije que cómo así que minería. Les empecé a pedir papeles, que no los iba a dejar entrar así, que me mostraran. Nos reunimos, resulta que ellos quieren entrar por mi finca”.
Foto: Pablo Andrés Monsalve / SEMANA
Su finca no está muy lejos del río Cauca, que viene desde La Pintada recorriendo el país desde Sur hasta el Norte, y sobre toda una curva, antes de llegar a una zona de paraderos de buses y camiones conocida como Puente Iglesias, está La Mama, en cuyas faldas se levantan la mayoría de las fincas de los miembros de la Mesa Técnica. “Ellos lo que quieren es entrar a la montaña justo por donde estamos nosotros, el problema es que las quebradas que nacen en esa montaña alimentan a Támesis, Jericó y Tarso y bañan el Cauca, y es ahí donde tienen los títulos mineros”, dijo Verónica Vargas.
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Mientras una camioneta baja en desbandada hacia el suroeste, el sol reverbera y Claudia Vásquez —esposa de Gabriel Abad— dice que no puede ser que por culpa de la minería se llegue a perder toda la belleza y la producción, porque esas montañas que se ven vaporosas por el efecto del calor, espejismos a lo lejos, no son puro monte, gran parte son corredores biológicos para conectividad de fauna y flora y silvopastoreos, cultivos, cafetales, plataneras. Toda el área en la que se haría la explotación está totalmente poblada porque el suroeste no tiene terrenos baldíos y el café es el sustento de todo el mundo, sobre todo de los pequeños campesinos que no tiene más de cinco hectáreas de tierra. Lo que se ve desde lo alto es el 60 por ciento de la producción cafetera del departamento que, a su vez, representa el 16 por ciento de la cosecha nacional que alcanzó un valor de 7 billones de pesos en 2016, y la sola cosecha en Antioquia valió 1 billón 115 mil millones de pesos. El Suroeste tuvo un valor de 673 mil millones de pesos para toda la economía de la región.
El Comité de Cafeteros dice que en Jericó hay 890 campesinos caficultores, 1.533 hectáreas sembradas y 1.040 fincas; en Támesis existen 1.886 hectáreas sembradas en 2.154 fincas y 1.517 productores viven del cultivo. Pura tradición cafetera que en la Gobernación de Sergio Fajardo tuvo un impulso inusual con la producción e cafés especiales, aunque esta fue la gobernación que más títulos mineros entregó. Ir a cualquier pueblo del suroeste es encontrarse con pequeñas asociaciones que procesan sus propios cafés, cada uno en empaques muy artesanales con pequeños hoyos encima para recibir el olor, aromas diferentes: ácidos, frutales, amaderados, todos sabrosos de disfrutar en el paladar con o sin azúcar.
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Foto: Pablo Andrés Monsalve / SEMANA
En la camioneta —manejada por Juan, otro propietario de finca, que ya sobrepasa los sesenta años y cada que pasa por un portón puede decir de memoria quienes vivieron ahí: abuelos, padres, hijos, y quién se casó con quién y qué ganado tenían ahí y cómo se tomaba aguardiente— llegan a Palermo, un corregimiento donde esperaban Dora Liliana Aguirre Porras, Jaime Correa Arango, Manuel Giraldo Barrera, David Grajales, Guillermo Hurtado Pérez y José Marín Ospina, ¿quiénes son? Hacen parte del Sindicato de Trabajadores de Palermo, o de la Junta de Acueducto Palermo, o de la Corporación Solidaria Amigos de Palermo, o del Comité por la Defensa Ambiental del Territorio del Municipio de Támesis; o simplemente —como dicen— nacidos, criados y malcriados en Palermo. Esperaban con las manos llenas: chocobananos, bolsitas de cardamomo, muestras de cacao, bolsas de café, todo lo que producen desde hace varios años. Sucede algo: los campesinos colombianos ya no quieren más intermediarios, se han dado cuenta de que pueden ofrecer un producto final. Crean marcas, se buscan la manera de procesar, de empacar, de llevar la mercancía a los supermercados. Estos del suroeste no son la excepción, son ellos los pequeños campesinos y cuando se dieron cuenta de que había llegado AngloGold hicieron la resistencia: “Querían montar aquí una oficina pero no los dejamos, y no hemos dejado que hagan encuestas, no nos interesa, lo que queremos es agua”, dijo Dora Liliana Aguirre Pérez, el ceño fruncido, la risa franca, el cuerpo rotundo como su posición férrea. A algunos ya los retuvo la Sijín y el Ejército por acercarse a las zonas de exploración. Todos se conocen las rutas monte adentro, temen por la fauna, por los palos de comino crespo, comino rosado, especies que creen endémicas. Temen por el agua. Temen que esa montaña, La Mama, protectora, no sea más esa peña verde.
Por una carretera vieja y destapada, apta para los cascos de los caballos y las mulas o para las llantas de un buen cuatro por cuatro, se llega de Palermo a la Soledad, un corregimiento de Jericó. Así se pasa de los 600 metros sobre el nivel del mar a los 1.800, rodeando La Mama. En algunas zonas hay muchas hectáreas de gulupa propiedad de AngloGold. En La Soledad estaban William Gaviria, Argiro Tobón, Gustavo Arboleda, Rodolfo Tobón, esperaban tomándose unos aguardientes en una fonda trepada en el filo de una montaña y abajo el río Cauca encañonado, plácido, dormido. Lo primero que dijeron fue que ninguno estaba dispuesto a vender y que ya han hecho varias protestas. Gustavo Arboleda cree que todo se perdería si empezara a perforarse la tierra para sacar metales: “Si con la sola exploración ya dañaron un acuífero y empezó a disminuirse el agua, entonces qué va a pasar con la explotación. Aquí nosotros no hemos vendido tierras, pero ya hay unos que sí y ahora la empresa está sembrando gulupa en esa zona, mientras hacen sus huecos”.
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Esto de ser rimbombantes: a Jericó le dicen la Atenas del Suroeste, la ciudad culta de Antioquia, la mesa de Dios, el hogar, la cuna de la única santa del país, Laura, y eso acá pesa. El pueblo es bello: las casas coloniales, las calles en piedra, el parque central arborizado, la iglesia como un faro. Monseñor Noel Londoño Buitrago es el obispo de la Diócesis de Jericó y espera en la casa parroquial —un patio central en el que hace años, seguro, desensillaban las bestias; un patio exterior, un baño de inmersión, el paso del tiempo suspendido por la fe—, conoce bien la tradición cafetera porque nació en Montenegro, Quindío, y lo suyo han sido las misiones, por eso cree que la llegada de la minería es una oportunidad para pensar en la cultura cafetera y en la formación de las nuevas generaciones para que continúen con su arraigo a la tierra.
Foto: Pablo Andrés Monsalve / SEMANA
“Yo digo que minería sí, pero no así”, dice el sacerdote, quien cree que las multinacionales mineras pueden llegar a zonas que no estén pobladas o que tengan una clara vocación minera, pero que el caso del suroeste es muy diferente porque son tierras de fuerza campesina, de agricultores. “Aquí iban a hacer un monasterio los benedictinos, pero les dijeron de Corantioquia que después de la llegada de la minería no les podían garantizar el agua, así que desistieron de construir, aunque ya tenían planos. A mí se me acercaron unas personas de la multinacional para decirme que podían ayudar económicamente a la misión, y yo no les acepté nada. La única garantía de que esa mina no vaya a afectar el municipio es que los directivos de esa multinacional se vengan a vivir acá”.
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Antioquia es el departamento con más títulos mineros en Colombia, los hay en Buriticá, Fredonia, Jericó, Anzá, Dabeiba, Urrao, Frontino, Amalfi, Zaragoza, Segovia, Andes, Támesis, San Roque, San José del Nus, Titiribí y Remedios. Antioquia es la representación fiel de la conquista, si debajo de tanta tierra hay tanto oro, se puede entender la locura de los antepasados españoles, el desprendimiento de los indígenas. En los primero tres meses de este año, Antioquia exportó más oro que cualquier otro departamento, según el Dane, la cifra representó 295 millones de dólares, 240 millones más que el año pasado en la misma época.
El de Jericó es apenas uno de los 8.866 títulos mineros que hay en el país, muchos de ellos repartidos en una gran despensa agrícola: la cordillera andina sobre Nariño, Cauca, Huila, Tolima, Caldas, Risaralda, Antioquia y Bolívar, zona de campesinos, de labradores de tierra.
Lago de La Oculta. Nacimiento de agua. Támesis, Antioquia. Foto: Pablo Andrés Monsalve / SEMANA
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El viaje es largo y sólo es una vuelta a la montaña La Mama. En Tarso está la finca El Madrigal —propiedad de la familia de Catalina Mesa, directora del documental “Jericó el infinito vuelo de los días”—: tiene 76 hectáreas y en 39 de ellas hay más de 160 cabezas de ganado asistido por un sistema pastoril de bajo impacto en la tierra y que acaba con el perjudicial método de ganadería extensiva. No existen aquí las praderas como canchas de golf, perfectas según las estéticas del tapete, de un solo pasto y sin árboles: es todo lo contrario, árboles que dan sombra a la tierra y al animal, alguna maleza para que las reses puedan comer, cerdos sampedreños —negros, rumiadores, de buena pezuña, que aran la tierra por su sólo hábito de comer, que luego darán un buen jamón— pastan tranquilos. Nada se pierde, todo se reutiliza. Se hacen fertilizantes, fungicidas, abonos, todo natural y evitando maltratar con venenos la tierra. Según Huber Cartagena, administrador de la finca y concejal de Tarso, en la región están empezando los proyectos de fincas sostenibles donde puedan vivir en armonía el ganado, los cultivos y el campesino: “Reforestación, delimitación y caracterización de los corredores ambientales, parcelas de seguridad alimentaria, porque tenemos que cuidar el DMI, distrito de manejo integrado la trocha, la nube, la capota, donde está la estrella fluvial: el agua de Jericó, Támesis y Tarso, justo el lugar donde estará la minera”. Los campesinos están recibiendo las preocupaciones de los neocampesinos: que se necesitan fincas que puedan autosostenerse, conservar el medio ambiente.
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La Mesa Técnica ha hecho su trabajo de divulgación y los campesinos están preocupados. Nadie les preguntó si querían que llegara la minería, nadie les preguntó si se querían ir, si querían vender. Esto llevó a que el lunes 29 de mayo el Concejo de Támesis aprobara por unanimidad el proyecto de acuerdo que rechaza y prohíbe la minería en el municipio. Según la diputada Ana Ligia Mora, que ha acompañado el proceso, este es un paso de valentía de los concejales que han recibido “presiones de varios frentes”. Este sería un primer paso para llevar el descontento popular a una consulta popular, como ya sucedió en Cajamarca, donde la AngloGold también tenía títulos mineros. Pero la fiesta no les duró mucho, porque el viceministro de Minas, Carlos Andrés Cante, dijo que los concejos municipales no tienen la autoridad para expedir acuerdos que prohíban la minería, y menos en Antioquia, que en 2016 aportó el 41 por ciento de las 61,81 toneladas de oro que produjo el país.
En Jericó no están tan claras las posiciones, pese a que en las calles se leen los letreros en contra de la minería. María Victoria León, presidente del concejo y miembro de Cambio Radical —quien no hace mucho recibió una invitación de Asociación Colombiana de Minería para visitar proyectos mineros en Brasil, viaje al que no pudo ir pero sí su esposo Juan Guillermo Restrepo Ruiz—, reconoce que aunque el municipio no tiene vocación minera, no le ve ningún problema a la llegada de Anglogold, que desde hace doce años empezó un trabajo soterrado: “Lo que yo he entendido es que no hay riesgos de perder acuíferos, aunque toda causa tiene un efecto, pero esperamos que las consecuencias no sean tan duras porque la empresa se mueve legalmente. Desafortunadamente la comunidad está muy dividida hoy. Los letreros que hay en las casas no dicen que todo el mundo esté en desacuerdo”.
Toda la polémica ha llegado hasta la gobernación de Antioquia, Luis Pérez considera que es mejor la entrada de una multinacional que dejar la tierra en manos de las bandas ilegales, como ha sucedido en el Bajo Cauca, la región más contaminada con mercurio de todo el país. “Sin embargo hay que tener en cuenta las vocaciones de las regiones, en este caso el suroeste tiene una clara vocación agrícola, así que hay que entablar diálogo entre la comunidad y la multinacional”.
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En una última finca, a orillas del río Cauca hay un hombre, se llama Gabriel. Lo mismo: pastos enmalezados, árboles enormes, quebradas y corredores ambientales recuperados, 400 cabezas de ganado que van directamente a Bogotá y cuya carne —dice— sabe a lo que sabe la carne de verdad: los jugos en el paladar, la huella apenas del fuego. Gabriel monta caballo con elegancia, el porte de un montañero que sabe dominar la bestia que se agita entre las piernas. Al frente del río Cauca se queda callado por un momento y contempla en silencio. El río está a dos metros y baja fiero y revuelto, ya no es una lombriz dormida: es la muerte y la vida: un precipicio. A unos cuantos kilómetros —dos, tres— estará la piscina de lodos que se irá llenando mientras se saca el material disperso de La Mama, el cobre, y que tendrá 25 millones de metros cúbicos de lodos: un cóctel químico y tóxico.
*Corresponsal de SEMANA en Antioquia.