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La prueba ácida del proceso de paz

En el Catatumbo nadie está diciendo la verdad completa. La gran perdedora es la protesta misma.

6 de julio de 2013
La crisis en el Catatumbo pone ante una prueba de fuego a la Mesa de conversaciones entre las Farc y el gobierno en La Habana. | Foto: AFP

La explosión del Catatumbo se ha convertido en una verdadera crisis para el gobierno y en una prueba de fuego para el proceso de paz de La Habana. 

Mientras el Estado señala al movimiento como promovido por las Farc y a sus líderes como agentes de la guerrilla, los dirigentes de la movilización alegan que se trata de una manifestación campesina legítima, provocada por años de abandono estatal en una de las regiones más pobres de Colombia y critican una represión policial que ha dejado cuatro muertos y varios heridos. Esta alta tensión va mucho allá de la región y se ha trasladado directamente a la política nacional y a la Mesa de conversaciones en Cuba. 

En medio de la tensa situación y mientras no está claro cómo el gobierno conseguirá establecer una negociación y desmontar la protesta, dos extremos del espectro político coinciden en el Catatumbo: Piedad Córdoba, de Marcha Patriótica, ya está allí, acompañando la protesta, y el expresidente Álvaro Uribe y los precandidatos del Centro Democrático viajaron el fin de semana a Cúcuta y Ocaña a hacer proselitismo.

Desde Cuba, las Farc intervinieron. “Por favor, escuchen a los campesinos del Catatumbo; no los repriman, no los asesinen, no los judicialicen con el montaje de siempre de que son guerrilleros”, dijo Iván Márquez. De viaje en Suiza, el presidente Santos ripostó: “Es una torpeza, porque con esos mensajes, lo que hacen es comprobar que esas manifestaciones estaban infiltradas por la guerrilla”.

¿Quién está en lo cierto en el Catatumbo: el Estado al señalar la protesta como promovida por las Farc y a sus líderes como agentes guerrilleros o los manifestantes que alegan que su movilización es injustamente estigmatizada por el gobierno para reprimirla por la fuerza? Todo indica que ni el gobierno en Bogotá, ni las Farc desde La Habana, ni los líderes de la movilización están diciendo la verdad completa. Y la principal afectada por ello es la protesta misma.

Pretender que en un teatro de guerra, cultivos de coca y narcotráfico como el Catatumbo, las Farc, el ELN y el célebre y escurridizo narcotraficante Megateo, que lidera una vieja facción narcotizada del EPL, nada tienen que ver con una protesta campesina es tapar el sol con las manos. SEMANA estuvo en la zona y pudo constatar que muchos campesinos han sido empujados a la movilización por la guerrilla. Y es evidente que las Farc en La Habana están haciendo uso de esta protesta para hacer ver que sus posiciones tienen respaldo ‘espontáneo’ en la población y reforzar sus planes respecto a las zonas de reserva campesina.

Sin embargo, reducir lo que está pasando a una movilización organizada y dirigida por la guerrilla es desconocer el abandono histórico en que ha vivido el Catatumbo y las condiciones de miseria, las vías desastrosas, los puestos de salud destartalados, las escuelas sin profesores y la ausencia casi completa de cualquier modo de subsistencia para el campesino distinto al cultivo de la coca, que son las características más sobresalientes de la región. Por algo los que hoy bloquean las vías dicen que llevan décadas haciendo protestas y firmando acuerdos con los gobiernos de turno sin que nunca se les haya cumplido.

Tras las acusaciones contra el dirigente César Jerez están todas las tensiones que encarna la protesta social en un país en conflicto armado. Tachar a los opositores de agentes de la guerrilla es una de las acusaciones más frecuentes y más espinosas en Colombia. Es tan fácil hacerlo para estigmatizar protestas y movimientos sociales como difícil para la Justicia probarlo. 

Muchos de esos señalamientos han terminado siendo ‘falsos positivos’ judiciales, como le ocurrió a Sigifredo López, y los organismos de inteligencia y sectores de derecha exhiben una generosa lista de estigmatizaciones infundadas –las cuales, en las condiciones colombianas, pueden representar un grave peligro. Otras, sin embargo, terminan convirtiéndose en casos sólidos, que sacan a la luz los intrincados vasos comunicantes entre la guerrilla y sus bases sociales o los de los paramilitares y los políticos aliados con ellos.

Esa es la trágica realidad del conflicto armado. Toda protesta termina no solo estigmatizada sino, en zonas como el Catatumbo, inevitablemente contaminada por las influencias armadas. Un Estado ausente ha sido reemplazado por varios grupos guerrilleros. Y, cuando estalla una crisis, la violencia es la lógica consecuencia. Los manifestantes bloquean vías con llantas incendiadas y lanzan cocteles molotov; la Policía interviene con la fuerza, y hay muertos y heridos. Y el país se polariza en torno a dos ideas tan simplistas como inexactas: la de la ‘pureza’ de la protesta o la de la escueta lectura criminal de la movilización.

Si no estuviese en curso una negociación entre la guerrilla y el Estado esa polarización, a la que Colombia ha asistido en tantas protestas populares, sería inevitable. Pero la gran paradoja es que, mientras el gobierno y las Farc acuerdan en Cuba poner al campesinado en el centro de los planes para poner fin al conflicto armado en el mundo rural, ambas partes sigan dando el tratamiento de siempre a una protesta que encarna de manera dramática las inmensas complejidades que rodean a la movilización social en medio de una situación de guerra, como la que vive el Catatumbo.

Si es verdad que en La Habana se están poniendo las cartas sobre la mesa para poner fin al conflicto armado, tanto las Farc como el gobierno podrían empezar dando ejemplo en el Catatumbo. Las primeras, dejando de pretender que no tienen nada que ver con una movilización que empezó por la erradicación de 1.000 hectáreas de coca sembradas en veredas de su directa influencia. Y el segundo, asumiendo que la ‘infiltración’ de las protestas es casi el resultado natural de décadas de ausencia oficial en una región que ha pasado por años de control guerrillero, por un lustro de barbarie de los paramilitares y que, desde que estos se desmovilizaron, se ha convertido en el escenario de uno de los más duros enfrentamientos entre la guerrilla y las Fuerzas Armadas.

El Catatumbo se está convirtiendo en un pulso entre el gobierno y las Farc, que puede dirimirse por las vías de hecho tradicionales a punta de intervención policial y explosiones, mediante el enfrentamiento a rajatabla de la autoridad del Estado –que ya reclaman no pocos sectores– con la intrincada mezcla de reivindicaciones sociales e influencia guerrillera, o que se puede volver un ejemplo que muestre el futuro manejo de los conflictos en Colombia, cuando se acabe la guerra. Por eso, es la gran prueba de fuego que enfrenta la Mesa de La Habana. 

Allí se ha acordado no discutir los hechos de la guerra en Colombia. Pero este no es un simple enfrentamiento entre militares y subversivos. Es el increíble mosaico que se ha tejido en décadas de pobreza y abandono estatal en una de las regiones donde deberá aterrizar lo que finalmente se acuerde en La Habana. Bien valdría aprovechar lo que allá se está conversando para que las partes le den, por fin, al Catatumbo un atisbo de solución.