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Cuando las FARC juegan con fuego
Su escalada guerrerista podría volver inviable el proceso de paz. ¿Es eso lo que quieren?
Un paso adelante, dos atrás. Así van las cosas en el proceso de paz de La Habana. Luego de la bocanada de oxígeno que le dio el acuerdo parcial sobre una Comisión de la Verdad, alcanzado entre el gobierno y las FARC hace unos días, vuelve la asfixia por cuenta de la ofensiva de esta semana.
La ola de sabotajes empezó cuando las FARC dejaron a Buenaventura y Tumaco sin luz. Luego vino el derrame de 3.100 barriles de petróleo de 19 camiones cisterna en Puerto Asís, Putumayo, seguido de tres atentados contra el Oleoducto Transandino; para terminar con la voladura de una torre que dejó en tinieblas al Caquetá. Al tiempo hicieron emboscadas en el Cauca y una seguidilla de ataques más pequeños, pero no menos graves, sobre todo en el suroccidente y el centro del país. Pero el hecho más grave ocurrió el viernes con el asesinato del coronel Alfredo Ruiz Clavijo, comandante del Primer Distrito de la Policía de Ipiales.
El impacto de estas acciones ha sido monumental. Se calcula que por lo menos un millón de personas se quedó sin luz, con todo lo que ello implica: cierre temporal de colegios, emergencias hospitalarias, declive de la economía de los pequeños negocios. Con razón los pobladores de las regiones afectadas expresaron con marchas y a través de los medios de comunicación la rabia e impotencia de que el recrudecimiento de la guerra recaiga sobre ellos.
De otro lado, los atentados contra la infraestructura del petróleo se han convertido en una verdadera catástrofe ambiental y económica. La pesada carga viscosa del crudo ha bajado por los afluentes hacia los ríos Putumayo, Rosario (en Nariño) y Arauca, arrasando a su paso pesca y fuentes de consumo humano. Aunque las pérdidas económicas son altas, en un momento crítico para el país, donde el PIB apenas alcanza el 2,8 por ciento, paradójicamente los más afectados son los más pobres y marginados, porque menguará las regalías de las regiones más necesitadas.
Con esta campaña atroz, las FARC vuelven a poner a prueba el eslabón más débil del proceso de paz, que es su credibilidad y la confianza pública en él. ¿Por qué están jugando a la ruleta rusa con el proceso de paz?
Mal cálculo
Hay tres razones por las que las FARC han intensificado sus ataques. La primera tiene que ver directamente con lo que pasa en la Mesa de Conversaciones de La Habana, y es que la guerrilla quiere mostrar fuerza cuando se está hablando del tema más espinoso para sus comandantes: la justicia.
La tregua unilateral de la guerrilla, que le había dado gran alivio al país durante cinco meses, fue rota por ella misma con una emboscada tan grave como inútil en el Cauca, que tuvo nefastas consecuencias. Santos reanudó los bombardeos que había suspendido un mes atrás, y los insurgentes, con la lluvia de dinamita sobre sus cabezas, rompieron el cese al fuego. Las conversaciones seguirían bajo las balas, tal como estaba planteado desde el comienzo.
En tres bombardeos que se dieron en una semana en mayo pasado, las FARC perdieron a más de 40 hombres, algunos de ellos mandos medios de mucha confianza del Secretariado. Eso por supuesto las puso en una situación de desventaja militar. Ellos interpretaron que el gobierno quería presionarlos en el campo de batalla para que aceptaran en la Mesa lo que hasta ahora no han querido aceptar: una fórmula de justicia transicional que incluya alguna forma de privación de la libertad.
Ahora, con esta ofensiva y sabotaje a la infraestructura, las FARC quieren darle la vuelta a la tuerca, tratando de demostrar que siguen vigentes en la guerra y que son capaces de devolver al país a sus peores años. Claramente ese escenario no existe. Los atentados terroristas no reflejan poderío militar sino quizá todo lo contrario. Dinamitar torres eléctricas o derramar petróleo de carrotanques, además de violar el derecho internacional humanitario, es un reflejo de debilidad pero tiene mucho impacto en la opinión. Y lo que existe también es un territorio enorme y agreste, montañoso y de difícil acceso que ni los 500.000 hombres de la fuerza pública serían capaces de controlar en su totalidad.
Un segundo objetivo de los atentados es presionar al gobierno para que se decrete un cese bilateral del fuego. Por eso atacan donde más le duele al gobierno: la economía. No hay que olvidar que la producción petrolera va en caída y estos atentados generan un hueco inesperado en unas ya lánguidas finanzas. También golpean fuerte la confianza de los empresarios que estaban felices luego de varios meses en los que hubo cero atentados a la infraestructura.
Finalmente, también lo hacen porque sus propias tropas necesitan algo de acción o pueden perderlas. Como decía Sun Tzu, una tregua no puede ser demasiado larga, solo lo necesario para ponerle fin a la guerra. En este caso, las conversaciones llevan dos años, muchos guerrilleros se cuestionan viendo a sus jefes de civil y relativamente cómodos en Cuba, mientras ellos soportan el asedio del Ejército, incluso durante el cese. Están bajo el riesgo constante de los bombardeos, lo que afecta la moral de unos combatientes que ya se sienten en los últimos días de la guerra. Por eso una campaña militar les devuelve mando y control de los frentes.
Pero ninguno de estos cálculos le está saliendo bien a las FARC. Primero porque nadie ha visto los sabotajes como una prueba de fuerza pues poner un taco de dinamita en una torre o un oleoducto enclavados en una selva remota, aunque hace un daño inconmensurable, no requiere de mucha capacidad militar.
En cuanto al cese bilateral, cada atentado le quita margen de maniobra al presidente para avanzar hacia él. Porque si bien Cuba y Noruega, los países garantes del proceso, y muchos sectores de opinión, han pedido que se acelere un acuerdo en ese sentido, los atentados también enardecen a un sector del país, como el Centro Democrático, que exige que el gobierno se levante de la Mesa o ponga otras condiciones para seguir adelante.
Estos sabotajes son entonces como un tiro en el pie. Le hacen daño a Santos, pero sobre todo al proceso de paz y a las propias FARC. Porque si en algo han fracasado estos dos años sus comandantes es en lograr conquistar la confianza de la opinión pública. Los pequeños gestos de buena voluntad que han hecho, como el desminado, quedan opacados con ofensivas como la de esta semana.
Tampoco parece muy pedagógico para sus tropas hacer una campaña donde el blanco es la infraestructura del país, que al fin y al cabo son bienes colectivos. Si van a dejar las armas, deberían pensarlo de manera más política y menos guerrerista.
¿Bajo fuego otra vez?
Los bombardeos del mes pasado debieron significar una gran humillación militar para las FARC. Sin embargo, sus jefes manejaron la situación con cabeza fría, asumiendo que esas eran las reglas del juego pactadas. Se mantuvieron en la Mesa de Conversaciones e incluso llegaron a un acuerdo con el gobierno en materia de verdad.
Los entendidos en temas de paz y conflicto esperaban, como es lógico, una contraofensiva de la guerrilla, que es exactamente la que el país ha vivido esta semana. En términos estrictos se volvió a la premisa de que se conversa en medio de la guerra, y que nada de lo que ocurra en el campo de batalla debe afectar a la Mesa de La Habana. Sin embargo, esa regla que fue crucial para mantener el diálogo durante los meses iniciales, parece estar siendo superada por los acontecimientos.
Negociar bajo fuego fue una decisión que puede ser criticada pero que es inevitable, porque el cese se hubiera convertido en el tema principal de la Mesa y no la agenda sustancial. Sin embargo, fue también una apuesta riesgosa, porque es difícil darle credibilidad a un proceso cuando las dos partes hablan de paz y reconciliación frente a las cámaras en Cuba, mientras se dan bala en el mundo real que es Colombia. Ese doble mensaje ha confundido mucho a la opinión y ha dejado una sensación de ambigüedad y falta de coherencia de ambos.
También ha quedado claro que aunque en un proceso de paz como este las dos partes tienen cierta simetría, para el país las FARC no son equiparables al gobierno. Si las FARC emboscan a una patrulla del Ejército, como ocurrió en abril en el Cauca, o matan a un oficial de la Policía como ocurrió esta semana, el país se indigna masivamente. No pasa igual cuando son los guerrilleros quienes mueren bajo las bombas de la Fuerza Aérea. Y eso conlleva a una realidad política: la guerrilla no se ha podido ganar en estos dos años la legitimidad política necesaria para la paz.
Como si eso fuera poco, Santos tampoco está en un gran momento, y debe parte de su falta de popularidad al agotamiento del proceso de paz. Sectores influyentes como los empresarios y los militares tienen algunas dudas sobre el desenlace de las conversaciones; y todos estos sabotajes terroristas lo ponen a la defensiva.
En una carta reciente, Timochenko hizo un llamado a mirar las dificultades del proceso de manera sensata; reconoció la voluntad de paz de Santos, y dijo que había presiones de muchos lados para que se parara de la Mesa. Resulta incomprensible entonces que si en las FARC hay conciencia de esa situación, se haga una campaña militar de semejante impacto, que acrecienta esa presión.
Los esfuerzos de desescalar el conflicto, como el desminado, aunque loables, tienen todavía poco impacto. Solo una distensión de la guerra generaría una sensación de confianza en la opinión que le devolvería legitimidad al proceso. Y hay muchas maneras de hacerlo. En otros conflictos, aún sin pactar una tregua formalmente, las partes simplemente no hicieron acciones ofensivas por voluntad propia para ir aclimatando la paz. En Colombia, sin embargo, políticamente para el gobierno es casi imposible, al menos en esta coyuntura, disminuir o suspender las acciones ofensivas contra las FARC. Hace unos meses solo con la suspensión de los bombardeos se armó un gran debate nacional que golpeó al gobierno en un ala y se llegó a hablar de desmoralización de las tropas.
Si las FARC y el gobierno no son capaces de ponerse de acuerdo para bajarle la intensidad al conflicto como gesto político y simbólico de una voluntad real de paz, va a ser muy difícil que la opinión pública respalde el proceso. Y si los colombianos pierden la fe y la confianza en las negociaciones la tan anhelada paz se podrá desvanecer en las manos.
La guerra, otra vez
Hace casi un año el país no tenía una oleada de atentados como esta.
Sin luz
Buenaventura, Valle
El domingo 31 de mayo las FARC volaron la torre 17 del circuito de energía del Pacífico. La ciudad permaneció a oscuras hasta el 3 de junio.
A oscuras
Tumaco, Nariño
El martes 2 de junio un atentado en Llorente dejó sin luz a Tumaco, y el servicio solo se pudo restablecer cinco días después.
Sin agua
Algeciras, Huila
El 6 de junio un atentado de la guerrilla dejó sin agua a 25.000 personas de esta ciudad.
Derrame de petróleo
Puerto Asís, Putumayo
El 8 de junio guerrilleros interceptaron 23 camiones cisterna y obligaron a sus conductores a verter el contenido de 19 de ellos, equivalente a 3.100 barriles, en la vía que comunica a Puerto Vega con Teteyé.
Atentados contra el oleoducto Transandino
Tumaco, Nariño
El lunes 8 de junio la guerrilla voló un tramo del Oleoducto Transandino lo que ocasionó el derrame de 3.000 barriles de crudo que afectaron a 2.500 familias agricultoras. El petróleo contaminó el río Caunapí, primero y luego el río Rosario, con una mancha que recorre 20 kilómetros y termina vertida en el mar en Tumaco. El 11 de junio provocaron otro derrame de crudo en Córdoba, Nariño, el cual produjo un incendio forestal y afectó al río Sucio que desemboca en el río Putumayo.
Sin luz
Caquetá
El 10 de junio la guerrilla tumbó una torre de energía en un sitio conocido como Doradas y afectó el servicio de energía eléctrica en 16 municipios. Se calcula que afectó a más de 300.000 personas.
Emboscada
Timbío, Cauca
El jueves 11 de junio guerrilleros del frente octavo de las FARC emboscaron a una patrulla de la Policía y murieron tres uniformados.
Emboscada
Ipiales, Nariño
El viernes 12 de junio murió en una emboscada de las FARC el coronel Alfredo Ruiz Clavijo, comandante del Primer Distrito de Policía en Ipiales, junto a dos de sus agentes.