NACIÓN

Cuando Pablo Escobar llamaba a altos oficiales para amenazarlos

Las historias están contadas en el libro 'Así maté a Pablo Escobar', escrito por el controvertido coronel Hugo Aguilar, que terminó condenado por parapolítica.

10 de diciembre de 2015
En 1993 Pablo Escobar sabía los números telefónicos privados de los altos oficiales de la Policía y el Ejército que le pisaban los talones. | Foto: Archivo SEMANA

En 1993, hace 22 años, Pablo Escobar sabía los números telefónicos privados de los altos oficiales de la Policía y el Ejército que le pisaban los talones. Un funcionario de la empresa de teléfonos de Medellín se los suministraba al capo, que se daba el lujo de llamar a las casas de generales y coroneles a amenazarlos, a decirles todo tipo de groserías y a ofrecerles jugosas sumas de dinero para que trabajaran con él.
 
Esta interesante historia está contada en el libro Así maté a Pablo Escobar, escrito por el controvertido coronel Hugo Aguilar, el oficial que aparece al lado del capo en el tejado de la casa donde cayó abatido aquel 2 de diciembre. En el relato, Aguilar cuenta a quiénes llamaba Escobar y cuál era su reacción:
       
“Pablo no sólo nos llamaba a nosotros, los oficiales de inteligencia. También se regodeaba intimidando a los generales de la Policía y del Ejército, muchos de los cuales quedaban paralizados porque les daba mucho miedo hablar con semejante criminal. Pablo llamaba a  estos altos oficiales a sus oficinas o casas en Bogotá y los amenazaba con asesinarlos, lo mismo que a sus familias, y luego colgaba.
 
Él sabía que su voz y sus palabras de grueso calibre sonaban aterradoras. Los generales Miguel Maza, Octavio Vargas Silva y Hernán José Guzmán se morían del miedo con las llamadas de Escobar, pero mucho más mi general Luis Enrique Montenegro, que le tenía pánico. Una verdadera gallina. En cambio, mi coronel Martínez no se dejaba impresionar por los insultos del capo y los dos se enfrascaban en charlas cortas pero llenas de amenazas y agravios de parte y parte”.
 
Este es un parte del primer capítulo del libro, titulado ‘Hablando con Pablo’
 

En la noche del 24 de julio de 1992, acababa de llegar a mi apartamento en Buenos Aires, Argentina, cuando entró una llamada. Era mi general Miguel Antonio Gómez Padilla, director de la Policía, quien dijo que el presidente César Gaviria quería hablar urgentemente conmigo. Segundos después el mandatario saludó cordial pero se notaba muy agitado.
 
—Mayor, buenas noches. Lo necesitamos en Medellín. Usted sabe que se nos fugó este bandido. Usted tiene toda la experiencia. Confiamos en ustedes.
 
—Como usted disponga, señor presidente.
 
(…) Una vez llegúe a Bogotá y antes de viajar a la capital de Antioquia nos reunimos con el ministro de Defensa, Rafael Pardo y con los generales Octavio Vargas Silva y Hernán José Guzmán, quienes desde la Policía y el Ejército comandaban el Bloque de Búsqueda. En una charla de más de dos horas estudiamos a fondo la manera como habíamos enfrentado a Escobar en la primera etapa de la guerra, es decir, antes de su  sometimiento a la justicia, y concluimos que era necesario darle un drástico viraje a esta segunda etapa porque se habían cometido muchos errores.
 
Aunque es cierto que la persecución llevó a Escobar a buscar la manera de entregarse y para ello apeló a los métodos más violentos, con los que logró arrodillar al Estado, la primera etapa de la búsqueda del capo tuvo un excesivo enfoque militar y nos concentramos demasiado en golpear su aparato sicarial y en decomisarle armas y explosivos. Pero siempre llegábamos tarde y Pablo lograba escapar porque los altos mandos y el Gobierno se apresuraban a ordenar operaciones masivas que incluían la movilización de centenares de hombres, vehículos y helicópteros. El enorme despliegue siempre le avisaba con anticipación nuestros movimientos, sumado a que él nos tenía totalmente infiltrados porque desde adentro le informaban de nuestros desplazamientos y operaciones encubiertas. Era inalcanzable.
 
Además, a Escobar no le importaba si en una confrontación perdía diez o veinte de sus hombres porque los podía reemplazar muy fácilmente. Él les pagaba muy bien las ‘vueltas’ a sus sicarios y en las comunas de Medellín se peleaban por entrar a la organización.
 
Así, lo que se imponía ahora era golpear su aparato financiero, político, judicial y de narcotráfico, que recompuso durante el tiempo en que estuvo recluido en La Catedral. Con este panorama, en pocas semanas logramos reconstruir la capacidad operativa y de inteligencia del Bloque de Búsqueda. La DEA nos apoyó con el avión fantasma, que operaba constantemente en los cielos de Antioquia para monitorear las comunicaciones, y el alto mando dispuso el regreso a Medellín de los oficiales que habían estado con nosotros antes de la entrega de Escobar.

Poco a poco la persecución se concentró en un tema clave: las comunicaciones, que a la postre serían la perdición de Escobar. Atrás empezaban a quedar los grandes movimientos de tropas y se imponían la táctica y la estrategia. El enfoque ahora consistía en detectar los medios a través de los cuales el delincuente se comunicaba con su familia y con los integrantes de su organización.
 
Para hacer más eficiente la localización electrónica del capo montamos una sala de interceptación telefónica en la sede de la Sijín —inteligencia— en Medellín y otra en la Escuela Carlos Holguín, sede del Bloque de Búsqueda. Cada una tenía cinco hombres especializados en monitoreo de llamadas, y a una de ellas pertenecía el entonces teniente Hugo Martínez —hijo de mi coronel Martínez Poveda, comandante del Bloque de Búsqueda—, quien meses más tarde sería el héroe que localizó a Pablo.

Así, tras una paciente labor de inteligencia humana y electrónica supimos que un operario de las Empresas Públicas de Medellín trabajaba para Escobar y su tarea consistía en cambiar con mucha frecuencia los números telefónicos de la esposa y los hijos del capo, así como de sus principales hombres. Sospechamos de la existencia de un infiltrado porque nuestras operaciones se caían fácilmente, pues entre dos y tres veces a la semana cambiaba los números de las líneas telefónicas. Ello no era posible sin tener a alguien dentro de la central telefónica que le hiciera ‘el favor’.
 
No fue difícil identificar al funcionario que trabajaba para Escobar porque descubrimos que disfrutaba de un nivel de vida superior al que le daba el sueldo mensual. Y sucedió lo impensable: una vez lo localizamos, lo sobornamos también. Pablo le pagaba veinte millones de pesos por su colaboración y la DEA empezó a pagarle treinta. La estrategia fue muy útil porque Escobar nunca supo que habíamos localizado a su operario de confianza en la empresa de teléfonos de la ciudad.
 
A partir de ese momento, el técnico nos entregaba los nuevos números de la familia y de sus hombres y a él le entregaba cualquier número que pidiera, entre ellos los de mi coronel Martínez, del mayor Danilo González, el mío y los de los altos mandos.
 
La estrategia funcionó a la perfección porque varios de sus secuaces cayeron en operativos gracias a que nosotros les teníamos interceptadas las líneas telefónicas que nos entregaba el ‘doble infiltrado’. Sin que se diera cuenta, Pablo perdió en muy poco tiempo a Juan Carlos Ospina, ‘Enchufe’; Giovanni Granada, ‘la Modelo’; Mario Castaño Molina, ‘Chopo’; y Leonardo Rivera, ‘Leo’, entre otros.

Sobre este funcionario de la empresa de teléfonos debo decir que una vez cayó Escobar, la DEA se lo llevó para Estados Unidos, donde hoy vive cómodamente y gozando del anonimato.
 
Con todo, el hecho de que Escobar tuviese de primera mano nuestros números telefónicos no dejó de ser un problema porque empezó a llamar a la Escuela Carlos Holguín a amenazar y a insultarnos. Y claro, también nos localizaba fácilmente en el teléfono privado que teníamos en nuestra habitación y que casi siempre yo contestaba. Las charlas desde luego eran muy desagradables y se daban en los peores términos. Él sacaba su repertorio y yo no me podía quedar atrás. Estas son las transcripciones de algunas de esas conversaciones, que casi siempre se daban entre las doce de la noche y las dos de la madrugada:

—¿Aló?
—¿Quién habla?
—¿A quién necesita?
—Vea, hiena gonorrea, si usted es el mayor Aguilar, le voy a meter un poco de dinamita por ese culo.
—Y yo le voy a meter un roquetazo, psicópata infeliz.
—Vea, usted es el mayor Aguilar, con ese habladito boyacense… gonorrea, cuando lo secuestre le voy a quitar uña por uña y los dedos uno a uno.
—Y yo lo voy a castrar y se las haré tragar.

Furioso, colgó el teléfono, pero media hora después volvió a llamar. Esta vez contestó Danilo González.

—Aló, aló, aló.
—Pase a la hiena Aguilar.
—Espere un momento —respondió Danilo y me dijo que era Escobar.

Pasé al teléfono.

—Vea, mayor Aguilar, usted por qué es tan regalado al Gobierno, busque vivir bien.
—Vea, criminal, ya lo tengo cerca, sus días están contados.
—Los suyos son los que están contados con esa gonorrea del coronel Martínez, el general Maza y el general Peláez… todos ustedes son del cartel de Cali.
—Del cartel de Cali es su madre, hijueputa… a todo marrano le llega su 24.
—Vea, hiena. El 24 le llega es a usted y a todos sus hombres con los ‘chicles’ (bombas) que le voy a meter.
Y volvió a colgar el teléfono.

Días después, Escobar llamó a la sala técnica donde se interceptaban los teléfonos.

—¿Aló?
—Vea pues, muchachos. Ustedes son unos muertos de hambre, ¡trabajen conmigo!
—¿Quién habla?
—Pablo Emilio Escobar Gaviria y en pocos segundos va a explotar un carro bomba con dos mil kilos de dinamita en esa sede de torturas, gonorrea hijueputa.
 
Volvió a colgar y por supuesto debimos evacuar la escuela Carlos Holguín e indagar si en efecto la bomba estaba en los alrededores. No había nada allí, pero por la autopista, en la ruta hacia Bello, desconocidos dejaron abandonados unos sacos llenos de basura que nos distrajeron porque en otro sector de la ciudad explotó un carro bomba que dejó varias víctimas y graves destrozos.
 
Pablo no solo nos llamaba a nosotros, los oficiales de inteligencia. También se regodeaba intimidando a los generales de la Policía y del Ejército, muchos de los cuales quedaban paralizados porque les daba mucho miedo hablar con semejante criminal. A estos altos oficiales Pablo los llamaba a sus oficinas o casas en Bogotá y los amenazaba con asesinarlos, lo mismo que a sus familias, y luego colgaba. Él sabía que su voz y sus palabras de grueso calibre sonaban aterradoras.
 
Los generales Miguel Maza, Octavio Vargas Silva y Hernán José Guzmán se morían del miedo con las llamadas de Escobar, pero mucho más mi general Luis Enrique Montenegro, que le tenía pánico. Una verdadera gallina. En cambio, mi coronel Martínez no se dejaba impresionar por los insultos del capo y los dos se enfrascaban en charlas cortas pero llenas de amenazas y agravios de parte y parte.
 
Fueron muchas las conversaciones que pudimos grabarle a Pablo Escobar porque el empleado de la empresa de teléfonos le suministraba nuestros teléfonos. Cuando llamaba podíamos oírlo, pero era muy difícil localizar el lugar porque él era cuidadoso y no tardaba más de uno o dos minutos hablando y ello impedía que los equipos de monitoreo nos dieran una ubicación aproximada de donde se encontraba. No obstante, en un par de ocasiones los expertos lograron triangular las llamadas y dieron una dirección certera en Medellín, pero nos llevamos una sorpresa porque cuando salíamos detectamos una llamada desde el Bloque de Búsqueda en la que un policía alertaba a Escobar sobre el inicio de una operación en su contra. Una vez más, parecía que el capo se salía con la suya".