Seguridad

Los infiltrados

Un capitán y un cabo de inteligencia del Ejército colombiano fueron brutalmente asesinados en territorio venezolano. ¿Caso aislado o advertencia?

12 de mayo de 2007
El capitán Camilo González y el cabo Gregorio Martínez entraron a Venezuela como si fueran dos civiles cualesquiera. Estaban tras la pista de un jefe de las Farc. Pero fueron descubiertos

La semana pasada, en una funeraria de Bogotá se estaba velando un ataúd sellado. La ceremonia fue discreta y rápida. Adentro estaba el cuerpo sin vida del capitán Camilo González, oficial de la inteligencia militar adscrito a la regional de Inteligencia de la Primera División del Ejército, más conocida como Rime uno, ubicada en Santa Marta. Su cuerpo tenía señales de torturas brutales: choques eléctricos, quemaduras con ácido y varios disparos de fusil. Dos semanas atrás, en Bogotá, habían recibido un cadáver con señales similares. El del cabo Gregorio Martínez. Ambos militares estaban desde hacía varios meses en Venezuela en una operación encubierta contra importantes jefes de las Farc que se refugian en ese país. Según pudo establecer SEMANA, guerrilleros de esa organización sospechaban que los dos hombres, que actuaban como infiltrados, eran en realidad militares. Hace poco tiempo los siguieron hasta Santa Marta, donde corroboraron que se trataba de uniformados. A finales de abril, los guerrilleros los dejaron ingresar de nuevo a Venezuela y allí les tendieron una celada. Versiones entregadas a SEMANA por fuentes venezolanas aseguran que los dos militares fueron llevados a la sede de la Guardia Nacional en Santa Bárbara del Zulia, cerca del lago de Maracaibo. No se ha logrado establecer si sus muertes se produjeron dentro o fuera de esa guarnición. Lo que sí confirman algunas fuentes de esta revista es que miembros de este organismo, en compañía de un guerrillero de las Farc, los sometieron a penosas torturas. Ellos habrían confesado que eran militares. Luego los mataron. Otras agencias de inteligencia internacionales, sin embargo, aseguran que quienes actuaron en el doble crimen eran miembros de la Disip (servicio de inteligencia de Venezuela).

Respecto a los cadáveres también hay dos versiones. La primera asegura que los cuerpos fueron hallados como NN en un anfiteatro local. Y las familias, con apoyo de las Fuerzas Militares, habrían hecho los trámites para repatriarlos. Otra versión conocida por esta revista asegura que los asesinos habrían cobrado a los militares colombianos 20 millones de pesos por el cadáver del suboficial y 50 millones por el del capitán. Lo que sí está claro, y fue confirmado por SEMANA, es que los cuerpos llegaron a Bogotá con casi dos semanas de diferencia.

La noticia sobre estas muertes pasó inadvertida. El 4 de mayo, el periódico El Informador de Santa Marta publicó una sencilla nota en la que anunciaba que los familiares de los militares muertos esperaban sus cuerpos en La Raya, paraje fronterizo cerca de Maicao en La Guajira. Pero la gravedad del tema es inocultable.

¿Por qué los gobiernos han guardado silencio ante semejante crimen? Obviamente porque el capitán González y el cabo Martínez estaban en una misión oficial. Aunque el fin es legítimo –hacer inteligencia a los jefes de las Farc–, el medio –hacer operaciones encubiertas en un país vecino– es ilegal. Por eso los militares colombianos han tenido que tragarse en silencio el amargo trago de enterrar a dos hombres que prácticamente son mártires, como si se tratara de dos ciudadanos comunes. El silencio de Venezuela también es obvio. Todas las hipótesis sobre el doble crimen apuntan a que hubo miembros de agencias oficiales involucrados. Y que estos miembros actuaron en coordinación con por lo menos un guerrillero de las Farc.

Este gravísimo incidente es muy revelador. Demuestra que los mecanismos de cooperación en materias militares entre los dos países no funcionan. Si Colombia envía a sus hombres en misiones arriesgadas a Venezuela, es porque no existe la confianza para apoyarse en los organismos de seguridad del vecino país.

En otros momentos, actuaciones similares han sido motivo de grandes escándalos diplomáticos. Hace dos años, la captura ilegal de Rodrigo Granda en Caracas, también por colombianos encubiertos, apoyados por agentes venezolanos, estuvo a punto romper las relaciones diplomáticas entre los dos países. En esa ocasión, cuatro policías de inteligencia fueron capturados y puestos en evidencia. A principios de este año también se presentó un caso donde dos militares retirados cayeron, también encubiertos, en manos de autoridades venezolanas, sin que el caso pasara a mayores. Esta vez muchos se preguntan si los venezolanos involucrados estaban al servicio de las Farc, es decir, si se trata de un caso de corrupción. O si, por el contrario, es una advertencia de sangre para todos los organismos de inteligencia colombianos.

En todo caso, este episodio vuelve más complejas las ya difíciles relaciones con Venezuela, especialmente en materia de seguridad. Una persona de rango relativamente alto, como lo era el capitán González, se involucra en operaciones encubiertas cuando estas apuntan a objetivos igualmente importantes, y en momentos en las que estas van por muy buen camino. La crueldad con la que fueron asesinados demuestra que las Farc –y quién sabe si los agentes venezolanos– querían enviar un mensaje contundente.

Esta dramática historia también demuestra que en materia de inteligencia y contrainteligencia, la guerrilla está aprendiendo. Y eso hace más difícil aun lo que sigue de la guerra. Así como las Fuerzas Armadas saben que de la inteligencia depende el giro que tenga la confrontación en los próximos años, las Farc han dedicado más esfuerzo y recursos para proteger a su gente en el exterior. Al fin y al cabo, fuera de las fronteras han sido capturados dos de sus hombres más importantes –Granda y Trinidad– y fuera de las fronteras se encuentran varios de los que hoy dirigen los destinos de esa guerrilla.

Los solitarios funerales que tuvieron el capitán González y el cabo Martínez son doblemente dolorosos para sus familiares y compañeros. Se sacrificaron por el país de manera extraordinaria. Y ni siquiera pudieron tener honores militares.