LIBRO

Los secretos de La Hembra del Alacrán

La protagonista de la nueva obra de Juan Carlos Giraldo revela detalles inéditos de los vínculos de la mafia con las prepagos.

15 de noviembre de 2014
Portada de La Hembra del Alacrán | Foto: Cortesía.

Capítulo uno

Una buena noticia


A uno de mis novios lo mataron cuando yo ya estaba presa, una mañana de octubre de 1997. Gabriel Saldarriaga, se llamaba. Digo uno de mis novios porque así me acostumbré a decirles, aunque, en realidad, no fueron novios, o por lo menos, nunca se comportaron como tal. Ni yo como novia. Al final, siempre terminaron siendo relaciones de conveniencia: ellos obtenían una complaciente compañía, una hembra buena en la cama, una especie de adorno que lucen en todas sus actividades sociales. Y nosotras, las muchachas, “las novias”, pues recibíamos a cambio muchos privilegios, aunque no todos los que se nos vinieran en gana. Entre esos muchos, estaban los mejores restaurantes, los platos más exóticos y desconocidos, los carros de moda, viajes en avión, ropa de marca, relojes, rumba, trago fino, etc., y algo de dinero para la casa, en el caso de algunas, o para los gastos personales, como en el mío.

No todo lo que pedíamos nos era concedido. Por citar un ejemplo, sólo por citarlo, y espero que me entiendan, todo el tiempo nos fue prohibido pedir un matrimonio, un hogar, un hijo, algo así por el estilo. Ser novia de un “caliente” era como firmar un contrato, y cuando una se atrevía a aceptar un contrato con un tipo de esos, sus cláusulas invisibles, pero de inmediato cumplimiento, establecían, entre otras cosas, que nuestro lugar en las entrañas de la mafia siempre sería el mismo: a la izquierda. Sin voz y sin voto. Y no siempre con el derecho a escoger un hombre de acuerdo con nuestro gusto femenino. No, el que primero se fijara en una, así se tratara de un hombre mayor, o incluso cincuentón. Claro que, a veces, se contaba con suerte y aparecía un traquetico joven, de buena pinta, un “tarraito”, como decimos las mujeres paisas.
Una amiga, la amiga que me metió en esto una noche, cuando apenas estaba aprendiendo a nadar en esas aguas turbulentas de la mafia, me dijo:

—En este negocio, no hay que fijarse en si el tipo es alto o bajito, gordo o flaco, viejo o joven, casado o soltero.

Les anticipo que no estuve de acuerdo con ella en ese aspecto. Para mí, siempre ha sido muy importante que el hombre que esté conmigo sea atractivo. Pero, en la mayoría de los casos, esa narcocultura termina por absorberlo todo, hasta esos principios elementales.

—Lo importante es que tengan billete —fueron sus palabras esa noche, en una de las primeras fiestas a las que la acompañé y a las que me llevó, con la clara intención de que su mamá quedara tranquila y la dejara ir sin problema.

Al principio todos son amables, cariñosos, decentes. Pero, en muchos casos, terminan convirtiéndose en la peor pesadilla de tu vida. Es un cambio paulatino que vas notando con el paso de los días. Así fue con Gabriel Saldarriaga, un hombre que casi me doblaba en años, aunque debo admitir que tenía un gran atractivo físico, y era muy, muy poderoso: un duro. “Uno de los calientes de Medellín”, me reveló una amiga el día que me lo presentó en una reunión social. Con el paso del tiempo, descubrí que ese hombre tenía una facilidad pasmosa para cambiar su estado de ánimo, de un momento a otro. Del más cariñoso de los hombres pasaba a convertirse en el ser más malo, dañino. Su imprevisible manera de ser me causaba miedo. Tenía una hija de 16 años a la que trataba como a la sirvienta de la casa, a veces peor que a sus trabajadores, a quienes humillaba y maltrataba con palabrotas de gran calibre.

Por perlas como esas, y en especial por otra de la que les hablaré más adelante, sentí un fresco el día que lo mataron. ¡Qué Dios me perdone!, pero es que, además, me mantuvo amenazada, incluso hasta cuando cumplí dos años de estar detenida. Desde el día que puse un pie por primera vez en la cárcel El Buen Pastor, me mandó a amenazar dizque para que no contara todos los secretos que yo le guardaba; secretos que, él sospechaba, se le escapaban en sus borracheras. Me los confiaba en medio de la lluvia de babas que escupía sobre mi cara, entre relatos de hazañas y aventuras en los que los protagonistas eran presidentes de otros países, capos de otros carteles y autoridades civiles, del Ejército y de la Policía colombianas.

—Si vos llegás a abrir la jeta, te mato a vos y a toda tu familia —advertía en las llamadas que me hacía al teléfono de la cárcel o en las razones que enviaba con alguno de sus emisarios.

El día que mataron a Gabriel Saldarriaga sentí que mi vida iba a ser más liviana, más llevadera, como si me hubieran quitado un piano de encima. Eran las once de la mañana cuando llegó la noticia. Pero lo que más me impactó fue saber cómo lo mataron: en su propia ley, víctima de su propio invento de matón sin misericordia. Tal parece que el tipo al que le dieron el encargo de matarlo llevaba largo tiempo buscándolo, pero no había podido dar con él, entre otras razones, porque era muy escurridizo y lo protegía un férreo esquema de seguridad de muchos hombres, varios de ellos ex agentes del Estado. Entonces, como última opción para cazarlo, su victimario mandó a rodear toda la manzana donde quedaba el edificio en el que vivía con su familia, en la Avenida Décima de El Poblado, uno de los mejores sectores de Medellín. Decenas de pistoleros cercaron la manzana y otros lo obligaron a salir a la calle, indefenso, solo, sin los escoltas que siempre lo acompañaban. Y ahí, parado en medio de los otros edificios, como una cucaracha sin un hueco en el piso por donde escabullirse, fue recibiendo una a una las ráfagas de Mini-Uzi que le rociaron el cuerpo.
Días después supe, por boca de un amigo que me llamó desde Medellín, que el asesinato de Gabriel había sido ordenado por el mismísimo Carlos Castaño, máximo jefe de los paramilitares, con quien tenía nexos.

Creo que los paras le prestaban seguridad a los negocios de narcotráfico de Gabriel, y éste les incumplió o se alió con enemigos de Castaño.

Jamás podré olvidar esa mañana en la que recibí la noticia de su muerte. Fue el ser más despreciable que conocí en ese falso mundo del narcotráfico; un mundo del que guardo recuerdos dolorosos, pero el que también me dejó las enseñanzas más valiosas de mi vida y una refrescante historia de amor, de un amor casi imposible.

Las historias sucedieron tal como he empezado a contarlas, sin una coma de más o una coma de menos. Yo fui la jovencita que se tragó el cuento de ser modelo de pasarela, cuando en realidad me estaba graduando de novia ocasional de capos o amante de turno de los calentones de Medellín y de Cali, si así les parece más apropiado decirlo. Voy a contarles por qué, de la noche a la mañana, amanecí convertida en la hembra del Alacrán.

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