R E C U A D R O
MARCOS PALACIOS. Seminario Haciendo paz: reflexiones y perspectivas del proceso de paz en Colombia. Ponencia.
MARCOS PALACIOS.
Vamos para 20 años de procesos de paz: un período más prolongado que la "república liberal" (1930-46) o que el Frente Nacional (1958-74). En ese lapso el conflicto se ha tornado más complejo e intrincado. Los esquemas gubernamentales de paz han enfrentado una
realidad polivalente y cambiante, determinada por la interacción de cinco factores: 1. La
dinámica colonizadora que se despliega en la segunda mitad del siglo XX en ocho grandes zonas del país, nicho de poderes fácticos que tienen base en la ley del más fuerte; la política clientelista, los negocios ilícitos alrededor de la coca y la guerra insurgente y contra-insurgente. 2. Las políticas de diálogo y negociación iniciadas en 1982 que han dado protagonismo y legitimidad política las guerrillas y se han convertido en punto nodal de la vida política del país. 3. La globalización de los mercados que tiene un correlato específico en Colombia: la irrupción del narcotráfico (producción, trasporte, lavado) en el mundo local, rural y político. 4. La descentralización fiscal y electoral que, además de incrementar los recursos presupuestales que manejan los municipios, amplia la autonomía de manejo, más acusada en aquellos emplazados en las zonas de colonización. 5. El fin de la guerra fría con el colapso de la Unión Soviética y el ocaso del Partido Comunista Colombiano que hasta los Acuerdos de la Uribe mantuvo influencia en las FARC. Ahora las FARC, al igual que el ELN que nunca tuvo partido, desarrollan su propia doctrina política y militar. De estas organizaciones debemos prestar menos atención a la ideología explícita y más a la cultura política y comportamientos derivados. A nuestro juicio se trata de una cultura que combina el
clientelismo de la tradición política rural colombiana, con el jacobinismo, en la variante estaliniana en el caso de las FARC y guevarista en el caso del ELN.
Pese a 20 años de políticas oficiales de paz, el conflicto hoy es más inclemente; penetra y asedia más territorio; hay más muerte y más terror; más secuestros; más atentados a la infraestructura de vías, eléctrica y petrolera, más destrucción de propiedad privada. Esta tendencia marcha en contravía de la pausada disminución del crimen, en particular de, los homicidios violentos en las ciudades. Aparte de violaciones flagrantes y sistemáticas de los derechos humanos por todos sabidas, de las cuales debemos subrayar los nexos aún existentes en muchos lugares del país entre élites locales, la Fuerza Pública y los paramilitares que minan desde dentro los fundamentos éticos del Estado de Derecho, los colombianos apenas empezamos a tener conciencia de la ignominiosa realidad de cientos de miles de familias campesinas desplazadas de sus hogares y vecindarios. Menos terrible, pero de efectos nefastos en el mediano plazo es el éxodo de profesionales y empresarios que se van al exterior.
Además de resultados exiguos, los procesos de paz, por su misma prolongación, suscitan incertidumbre y desconfianza y dan vuelo al espíritu de desencanto ciudadano con la política y los políticos y con el talante negociador. Pero al mismo tiempo parecen domesticar intereses en un juego legitimado y abierto en el cual lo importante parece residir en el proceso mismo y no en la paz.
Entonces fragilidad, volatilidad y trama kafkiana podrían describir adecuadamente las políticas de paz que, desde 1982, se han iniciado periódicamente, con la inauguración de cada uno de los cinco presidentes, tres liberales y dos conservadores, que se han sucedido en el mando. La trayectoria podría ser más o menos así: luego de un optimismo inaugural, entre el primer y segundo año de gobierno empiezan a percibirse síntomas de que las condiciones iniciales han cambiado, siendo reemplazadas por tirantez y acusaciones de parte y parte debido a serias dificultades en la negociación.
Ninguno de los últimos cinco gobiernos ha conseguido armar políticas de paz que tengan consensualidad, eficacia, coherencia y continuidad. Si cada proceso manifiesta pronunciados altibajos, no puede esperarse que el conjunto de éstos sea coherente y progresivo. Exceptuando la transición del Gobierno Barco al de Gaviria, los demás proyectos arrancaron prácticamente de cero.
En esta exposición sumaria señalaremos algunos aspectos que comparten las políticas de Betancur y Samper frente a las guerrillas, con el ánimo de sacar alguna lección para el presente.
Comencemos por la pregunta de rigor: ¿porqué no han sido exitosos los modelos de paz, en el sentido de que los niveles del conflicto antes que abatirse se han ampliado? Inclusive si consideramos el caso de los pactos de 1990-91 y de abril--junio de 1994, que protocolizaron la desmovilización de importantes contingentes guerrilleros, ¿porqué el resultado fue, a la postre, tan limitado? Para tratar de responder estas preguntas delicadas echemos una ojeada a la historia reciente.
Destacaremos tres elementos: 1. El objetivo explícito de los gobiernos ha sido pactar con las formaciones insurgentes su trasformación en fuerzas políticas capaces de operar y competir dentro de los marcos del orden constitucional y legal. Aquí debemos reconocer que, pese a las reformas institucionales, las prácticas políticas en el país siguen sujetas al clientelismo. 2. Las iniciativas de paz provienen formalmente del presidente de la República y por eso solemos hablar de proyectos presidenciales. Aunque los procesos se formulan inicialmente con claridad, la agenda y el cronograma de las negociaciones son indeterminados, de suerte que disminuye la credibilidad y legitimidad. 3. Las políticas de paz se han convertido en la arena donde se procesan los conflictos conforme a las reglas implícitas del sistema político.
Veamos con algún detalle cada uno de estos aspectos.
1) La trasformación de las guerrillas en movimientos políticos legales requiere, en primera instancia, a) que el liderazgo insurgente perciba que la oferta gubernamental representa una mejoría indiscutible de status político en relación con la posición presente y b) que las fuerzas políticas y sociales reconozcan la validez de la oferta.
Sin embargo, la percepción que tengan los alzados en armas depende en gran medida del momento en que se formule la oferta que, por lo demás, debe ser clara y convincente. Sobre la importancia del momento valga recordar que cuando Belisario Betancur formuló su proyecto de paz, inicialmente con una Ley de Amnistía, las FARC acababan de hacer una lectura de la coyuntura política y habían concluido que era el momento de crecer militarmente. Para el M-19, la oferta no fue creíble. Sus dirigentes entendieron que Betancur quería "robarse la bandera de la paz". Además, en ése momento la Ley de Amnistía no interesaba por igual a todos los grupos guerrilleros y el proyecto era incierto debido a duras críticas y oposiciones veladas que empezaron a surgir contra el presidente. Sin embargo en 1984 las FARC y el PC se avinieron aparticipar en un curso gradual de incorporación a la vida política legal mediante la Unión Patriótica. La historia es bien sabida. Ante la despreocupación de los funcionarios gubernamentales del más alto nivel, los poderes fácticos locales (políticos, latifundistas, narcolatifundistas, narcotraficantes, militares, policías y demás agentes de la seguridad del Estado) apoyaron grupos paramilitares para exterminar la naciente UP. La miopía e indiferencia del alto gobierno, habría de crear una profunda desconfianza en las FARC que hemos pagado muy caro.
Podemos suponer que Betancur inició un camino que culminó, un tanto inesperadamente, en las desmovilizaciones del EPL, del M-19 y de otros grupos menores, muchos años después. En efecto, los pactos con el M-19 (marzo de 1990) y el EPL (febrero de 1991) comprobarían que es posible pactar la desmovilización de un grupo armado a cambio de ofrecer garantías plausibles para que pueda trasformarse en un movimiento político legal. La promesa de reforma política, y luego la convocatoria de la Asamblea Nacional Constituyente, fueron el punto de referencia de la negociación del gobierno con el M--19 y el EPL.
Sin embargo, muy pronto este caso se convirtió en el ejemplo negativo para las FARC que venían de la terrible experiencia de la UP y para el ELN que empezaba a recorrer los caminos de la negociación. En efecto, la trayectoria electoral de los grupos desmovilizados los fue decepcionante. Mantener la organización legal, crecer, difundir el discurso y sacar votos resultó muy dificil una vez que fueron agotadas las cláusulas de favorabilidad. No es fácil competir por votos en el mundo elientelar. La favorabilidad inicial permitió a los grupos amnistiados tener representacion y vocería en la Asamblea Constituyente. El éxito electoral del M-19 fue impresionante: bordeó el millón de votos en la elección de Constituyente obteniendo el 27% de la votación total. Convertido en AD M-19 al juntarse el EPL (como
Esperanza, Paz y Libertad) y el PRT, soñó en construir y mantener una base electoral de votantes independientes, lo que se llama un electorado de opinión. El sueño se redujo a una breve parábola hasta prácticamente tocar suelo en las elecciones locales de 1997 cuando apenas obtuvo 60.000 votos, el 0.6% de la votación.
La segunda característica de los procesos es que aparecen como si fueran eminentemente presidenciales. A fin de cuentas el presidente es el jefe del Estado, de la administración y el comandante de la Fuerza Pública. Aunque nuestros presidentes actúan en el entorno de un Estado débil, tienen más recursos a su disposición y en cierto sentido un mayor grado de legitimación que cualquier otro actor alternativo. De esta manera la "paz", ha devenido en una rutina más de las prácticas político-electorales y hace parte del arsenal retórico corriente del gobierno, de la llamada sociedad civil y de las guerrillas.
Los procesos rutinizados de paz quedan amarrados al ciclo y a las prácticas personalistas de la política colombiana; dependen del estilo personal de gobernar del primer mandatario de turno; del tornadizo estado de animo de la opinión pública; de los cálculos electorales de los contenientes; del cambiante cuadro partidista y faccional en el Congreso; de las presiones de la Iglesia, los grupos empresariales y las ONG que hablan a nombre de la sociedad civil.
Este carácter presidencialista ha expuesto la fragmentación estatal y política. Dentro de la misma rama ejecutiva los presidentes están limitados por los comandantes de la Fuerza Pública y más concretamente del Ejército. En ocasiones ha sido manifiesta la hostilidad, que suele expresarse en renuncias más o menos intempestivas de los Ministros de Defensa originadas en desacuerdos sobre el manejo de la paz. [Fue el caso del Gral. Fernando Landazábal Reyes y del Dr. Rodrigo Lloreda Caicedo. En otros casos como el del Gral. Bedoya, bajo el gobierno de Samper, el Presidente pareció tan apocado como para solicitar la renuncia del alto mando y ésta sólo se produjo cuando convino al militar.] Las relaciones civil-militares son entonces un sustrato que no puede dejarse de lado en cualquier análisis, pese a que la información sea sumamente limitada. Empero, la profesionalización de la Fuerza Pública, que empezó hace unos pocos años da señales más promisorias porque permite desarrollar la relación civil-militar apegada cada vez más a las reglas del Estado de Derecho.
Pero un presidente debe lidiar en otros frentes. En su propio gabinete puede haber políticos arraigados en bandos partidistas y en intereses regionales que manejan agenda propia. Este asunto de las relaciones del presidente con la clase política se desarrolla en negociaciones muy complejas las fuerzas maleables, imprevisibles pero necesarias del Congreso. Mencionar estas situaciones nos permite subrayar la magnitud del problema de que el país carezca de partidos políticos modernos, disciplinados, con liderazgos establecidos y reconocidos por todos. Por eso es más azaroso el manejo presidencial de la paz que debe ajustarse permanentemente a un cuadro faccional enredado e incierto. A lo cual deben añadirse los tribunales de justicia o la Fiscalía que, a través de fallos y providencias pueden alterar, en un momento determinado, la marcha las negociaciones con la guerrilla.
La presidencia enfrenta otra limitación mayor. "En las democracias, dice certeramente Juan Linz, el tiempo sólo es controlable en parte por los líderes elegidos democráticamente. Y no lo es en las democracias presidenciales, particularmente cuando no existe la reelección. Un presidente cuenta con un número determinado de años, intenumpidos por el lapso entre la próxima elección y el momento en que el sucesor asume el cargo". En nuestro caso estamos ante cuatrienios de presidentes institucional y políticamente débiles (característica más acusada en el caso de los dos conservadores, Betancur y Pastrana) que operan dentro de un Estado con bajos grados de legitimación, por demás fragmentado y alienado de una sociedad sometida a la secularización, al veloz cambio demográfico y aceleradas modernizaciones sociales y económicas que la desorientan en cuanto a sus valores y fines; [sociedad que no parece encontrar un liderazgo que fije con claridad los nuevos valores y los medios para realizarlos].
Los presidentes y el círculo de consejeros, apremiados por el tiempo, terminan aceptando que lo esencial de los procesos consiste en infundirles forma y ritmo, sin que importe qué dirección tomen o qué legado dejen al próximo gobierno. Sin reparar en los límites intrínsecos de la negociación, quedan atrapados en la táctica y descuidan los objetivos
estratégicos del Estado de Derecho. De este modo las negociaciones, bastante apegadas a los apremios de la coyuntura, van desovillando día con día hilos que nadie puede anticipar; [cajitas de sorpresas, aunque pocos se preguntan si desde un principio no abrieron la Caja de Pandora].
La indeterminación de agenda y cronograma de la negociación, si bien puede dar respiro a un gobierno, lleva en últimas a que la iniciativa política efectiva de la operación de los procesos no provenga del presidente, aunque éste cargue con los costos. Esta desventaja ha sido hábilmente explotada por la insurrección la cual mantiene un liderazgo vertical estable y por tanto ha conseguido acumular una experiencia negociadora y sabe manejar los tiempos del sistema político. Ante la imprecisión, la insurgencia juega moviéndose de lo sustantivo a lo procedirnental o viceversa, de suerte que haya siempre sobre el tapete algún tema que daba ser aclarado y negociado. En otras palabras, los diálogos no han conseguido crear un campo común de significados sobre qué se entiende por "solución política al conflicto armado". La contrapartida de esto es que la insurgencia puede considerarse como haciendo parte de un entramado consolidado de negociación; como un jugador más que reconoce las reglas del juego y actúa como los otros actores, según conveniencia.
En estas condiciones se diluyó el objetivo central: que las formaciones armadas se conviertan en movimientos políticos legales. Esto pasó a segundo plano puesto que la insurgencia, respaldada en la misma retórica del Estado y de sectores sociales, religiosos y políticos, redefine el modelo de paz como un medio de hacer reformas sustantivas. Aparte de que dichas reformas pueden adelantarse dentro del sistema político, es decir, independientemente de los díálogos y negociaciones, el Estado ha hecho una concesión significativa: da a entender a la insurgencia que es necesaria para que el país entre en la fase de reformas.
Sin embargo cualquier presidente o negociador gubernamental sabe que no es titular del mandato democrático para acordar reformas sustantivas que, eventualmente, deben dejarse a una segunda instancia, sea el Congreso, un referendo o una nueva Asamblea Constituyente. Y aquí viene un problema más delicado. Puesto que las FARC y el ELN negocian contando antecedentes, el del constituyente de 1990-1991 resulta vital. Lo menos que pueden pedir es otra Asamblea y otra Constitución. Y recordemos cuán lejos estamos de ese escenario. En este camino el fin, la paz, queda desplazada por el medio, el proceso.
Tercero, finalmente mencionemos el punto de los procesos como escenario normal de negociar el conflicto político. Las políticas de paz (con alguna participación de la llamada sociedad civil) resultan altamente conflictivas en el sentido de que se han convertido en un campo más de la competencia por la distribución del poder dentro del sistema, de la competencia por fuera del sistema entre las guerrillas rivales y del juego dentro y fuera del sistema de los paramilitares y sus patrocinadores. Asimismo no deben descartarse las tensiones que diálogos y negociaciones producen en el seno de las organizaciones insurrectas. A todo esto debe agregarse el cruce de alianzas temporales e implícitas de guerrillas y grupos políticos legales. De este modo los diálogos gobierno-guerrilla son obstaculizados en distintos grados por la táctica electoral, por la táctica de cada una de las agrupaciones guerrilleras que esté participando en el esquema de paz, por la táctica de los paramilitares, y, además de todo esto, por los juegos florales de la llamada sociedad civil, concretamente los gremios empresariales y las ONG, principalmente las que dependen de financiamiento externo. Estas interferencias inciden planteando distintos tipos de objetivos y escenarios de paz que, bajo el manto del pluralismo y el libre juego de opiniones, cuecen una sopa de letras espesa y más bien indigesta. Además en la competencia de guerrillas rivales por llevar el protagonismo de la "paz" los negociadores oficiales deben trabajar simultáneamente en varias pistas evitando al máximo que una guerrilla neutralice la marcha de la negociación con la otra. En cuanto a los paramilitares, sólo hasta el actual cuatrienio se ha definido, y un poco tardíamente, que no puede haber una negociación política similar a la entablada con las guerrillas y que las formaciones paramilitares deben ser reprimidas severamente, lo que, pese a algunos avances , aún está por verse. En cuanto la sociedad civil demande el carácter público y abierto de los diálogos y negociaciones termina por favorecer un modelo de "paz televisada" y por hacer del proceso de paz una pieza de teatro que no tiene fin. Algo que conviene al gobierno de turno, pues la paz es una cortina de humo para no
desarrollar políticas o para no rendir cuentas acerca de problemas sustanciales del país. Por lo que hace a los cálculos electorales creo que puede sustentarse que la política de paz del presidente Pastrana gravitó, por lo menos durante los dos primeros años, bajo los compromisos de la campaña presidencial que, como hemos venido insistiendo, armó dos coaliciones informales: los liberales oficialistas y el ELN de un lado y del otro las FARC y la campaña de Pastrana. División superada en principio mediante el consenso entre fuerzas políticas alrededor del Plan Colombia y la consiguiente formación del Frente Común contra la Violencia.
Creo necesario decir algo sobre el actual plan de paz. El presidente Pastrana optó por internacionalizar el conflicto, principalmente mediante el Plan Colombia (que no comparte la Unión Europea y causa preocupación en nuestros vecinos), con costos y beneficios aún desconocidos. Entre los beneficios es justo subrayar el énfasis acordado al fortalecimiento del sistema judicial y a la protección de los derechos humanos, campo en el cual sigue siendo incontrovertible el déficit gubernamental y empeora el balance que ofrecen paramilitares y guerrillas.
Por la vía del Plan Colombia, Washington (que son muchas agencias gubernamentales y ONG) se ha convertido en un punto cardinal. Y en Washington se maneja una línea corrediza con las FARC: ¿son guerrilla o narcoguerrilla? La pregunta que aún o tiene respuestas claras es cómo conciliar una política nacional de paz con la política norteamericana antidrogas que trae adosado un importante componente militar. ¿Podemos pensar en un escenario en que fracase el plan antidrogas de los Estados Unidos en la región andina y prevalezca algún modelo de paz en Colombia? ¿Y qué condiciones tendrá ése modelo?
En este esbozo de las políticas de paz hemos insistido en la necesidad de considerar la debilidad intrínseca de los gobiernos, o si se quiere del Estado como negociador que los ha llevado a convertir los procesos en una tabla de salvación, en el locus de la política. Tales procesos prolongados e indefinidos, recorrieron un circulo vicioso: restaron legitimidad cuando los gobernantes buscaban lo contrario. Las FARC y el ELN, que lo saben, apuestan a gobiemos débiles en el contexto de un Estado débil. Por eso no negocian su reincorporación a la vida civil y política sino a condición de llegar a acuerdos en firme sobre las llamadas reformas de estructura. ¿Pero cómo negociar éstas en los espacios circunscritos de las mesas de diálogo que son de primera instancia y tampoco están sujetas a reglas claras, acordadas y acatadas por las partes?
Para finalizar quisiera proponer este supuesto: si la paz del presidente Pastrana resulta exitosa, que es lo que todos queremos, se deberá, en gran medida, a la capacidad de superar limitaciones como las sugeridas en esta breve reseña.