Aún más difícil que el gobierno y las Farc concreten en La Habana un acuerdo de paz es que la ciudadanía le dé el visto bueno. De poco sirve que las partes eventualmente firmen un compromiso si este no cuenta con el apoyo popular para que se pueda cumplir.
Por esa razón, ha hecho carrera la frase “hay que meterle pueblo a la paz”. Pero para lograr esa necesaria legitimidad popular, no todos los caminos conducen a Roma. Encontrar un mecanismo para refrendar un posible acuerdo, cuando la mayoría (el 69 por ciento de los encuestados según la encuesta Colombia Opina de Ipsos y el 78 por ciento en la más reciente de Gallup) ve con recelo que los miembros de las Farc participen en política o no vayan a la cárcel, será tortuoso.
La semana pasada, durante el foro convocado por la Mesa y organizado por la ONU y la Universidad Nacional para discutir la posible participación en política de la guerrilla, académicos, dirigentes políticos y los propios guerrilleros llamaron la atención sobre la necesidad de encontrar fórmulas para blindar el proceso de negociación. Las salidas contempladas son tres: una Asamblea Constituyente; un mecanismo de refrendación ciudadana –que puede ser un referendo, un plebiscito o una consulta popular– o un grupo de leyes. Cualquiera de estos tres caminos entraña obstáculos políticos y jurídicos.
1) La Asamblea Constituyente
El fantasma de la Asamblea Constituyente ha rondado el proceso de diálogo desde el comienzo. Las Farc han insistido en que este es el camino para refrendarlo. En su criterio, es la única vía para cambiar el régimen político y hacer las reformas institucionales que el país necesita. Durante el foro de la semana pasada, la vocera de Marcha Patriótica Piedad Córdoba defendió esta propuesta. Sin embargo, en el mismo encuentro, el ministro del Interior, Fernando Carrillo, le salió al paso: “Definitivamente por ahí no es. Nosotros ya lo hemos dicho”, dijo.
La razón es simple. Como una Asamblea Constituyente permite reformar de manera amplia la Constitución, sería una caja de Pandora donde no hay garantía de cómo va a ser su composición y mucho menos cuál va a ser el resultado. De hecho, la comandancia guerrillera no es la única que impulsa este tipo de opción.
Hay grupos políticos que ven en este escenario la posibilidad de introducir transformaciones que no necesariamente tienen que ver con los acuerdos en La Habana. El uribismo, por ejemplo, desde que fracasó la reforma a la Justicia el año pasado, ha insistido en que por esta vía hay que reestructurar el Estado. Para sus críticos esta loable propuesta esconde la intención de abrirle la puerta a una nueva reelección del expresidente Álvaro Uribe.
Otros sectores, como el partido Mira, consideran que la Asamblea se podría aprovechar para impedir que los partidos minoritarios desaparezcan. Dado que a partir del año entrante corren ese riesgo debido al umbral de votación, cambios en las reglas electorales se podrían aprobar en una Constituyente. Por este tipo de argumentos, que no se relacionan con el proceso de paz, fue que el exgobernador de Nariño Antonio Navarro dijo: “Hay que refrendar los acuerdos, pero sin caballo de Troya”.
La Carta de 1991 estableció los parámetros para convocar la Asamblea Constituyente. Dice que el Congreso deberá aprobar una ley que fije el tema, el periodo y la composición de la Asamblea, para que el pueblo decida si quiere convocarla. Esa figura todavía está sin estrenar. No obstante el referente más cercano es la que se creó para hacer la Constitución de 1991, que sentó un precedente jurídico que permitió cambiar todo el régimen constitucional.
Es ahí donde calan los miedos. Para el representante del Partido Verde Alfonso Prada, “por ahí es que se liquidan los congresos, se cambian las reglas, pero lo que es peor, las Farc podrían quedar por fuera, porque el que elige la Asamblea es el pueblo”. En otras palabras, aunque existe la posibilidad de acotarla lo suficiente, una Asamblea se puede salir de madre y en lugar de servir para respaldar los acuerdos en La Habana podría echarlos por tierra.
2) La consulta popular
En la medida que ha pasado el tiempo, el gobierno ha mostrado su preferencia por un mecanismo de participación ciudadana para refrendar el proceso de paz. “Los colombianos tendrán la última palabra de los acuerdos de paz”, dijo hace unas semanas el alto comisionado para la paz, Sergio Jaramillo.
La Constitución de 1991 prevé tres formatos para consultar a los ciudadanos: un referendo, un plebiscito o una consulta de carácter nacional. Cualquiera de las alternativas debe cumplir con unos requisitos especiales.
El referendo es un mecanismo que permite consultar al pueblo si está de acuerdo con modificaciones a la Constitución o con una ley que vincule lo pactado en La Habana. Además la iniciativa puede originarse en el Congreso, la Presidencia, o incluso en la propia ciudadanía.
Sin embargo, el Congreso la debe aprobar, y para que tenga validez tiene que participar la cuarta parte de los votantes registrados en el censo electoral, es decir, más de 7,5 millones de personas, y previamente se deben recoger casi 2 millones de firmas. Si el referendo versa sobre varias propuestas, corre el riesgo de que unas reformas sean aprobadas y otras no, como ocurrió cuando en 2003, el entonces presidente Uribe convocó a un referendo y solo fue aprobado uno de 18 artículos.
La consulta popular, en criterio del constitucionalista Juan Manuel Charry, es más apropiada pues “el pacto que se firme en La Habana será político. Las leyes que se deriven se pueden aprobar en el Congreso”.
Además, cuando es de carácter nacional, solo debe pasar por la aprobación del Senado y no por las dos cámaras. La ventaja es que es de obligatorio cumplimiento; el problema, que requiere de una tercera parte del censo electoral: más de 10 millones de participantes. Este mecanismo solo tiene un antecedente exitoso de carácter local: la aprobación del día sin carro anual en Bogotá, que se convocó en 2000.
La tercera opción es el plebiscito, cuyo origen siempre es el Ejecutivo, pues lo que busca es refrendar una política nacida en esta rama del poder. No obstante, no puede modificar la Constitución, tiene control constitucional y requiere de la participación de la mitad del censo electoral: casi 16 millones de personas.
El riesgo de cualquiera de estos mecanismos es que el clima de la opinión no se atempere previamente. Las encuestas reflejan que el respaldo popular a los diálogos no se traduce en apoyos mediáticos a sus posibles resultados políticos. En Guatemala, por ejemplo, después de casi 11 años que duró el proceso de paz, las ambiciosas reformas para limitar el poder castrense y reconocer los derechos de los indígenas mayas se sometieron a referendo y este fue derrotado. Hoy los críticos consideran que el balance de ese proceso es agridulce.
3) Un listado de leyes
La otra opción es aprobar un compendio de leyes que vinculen los acuerdos. De hecho, está pendiente el desarrollo del Marco Legal para la Paz, una reforma constitucional que prevé la aplicación de medidas de justicia transicional para los insurgentes que abandonen las armas.
Sin embargo, este paquete legislativo no contaría con el respaldo ciudadano y la legitimidad política provenientes de una consulta popular. Además, su contenido estaría sujeto a lo que decida el Congreso y este podría cambiar lo que se acuerde en La Habana o interpretarlo a su manera. Eso sin contar con el hecho de que el Congreso, el año entrante, estará compuesto de manera distinta y no están garantizadas las mayorías con las que hoy cuenta el gobierno.
Para el constitucionalista Rodrigo Uprimny “no se debe polarizar el debate entre un mecanismo como la Asamblea Constituyente u otro; se puede aplicar una combinación”. Los beneficios penales por ejemplo requieren de una ley, pero hay otros temas, como el de la participación de los guerrilleros en política, sobre los que la gente querrá ser consultada.
Todas estas opciones dependen de lo que finalmente acuerden las partes. Pero sin un consenso amplio en la sociedad sobre lo que el Estado debe ceder en la negociación, con unas Farc impopulares y un proceso electoral en ciernes –en el que hay intereses políticos de todos los colores–, el camino ideal para refrendar la paz aún no está claro.